Los discursos de odio han vuelto a ocupar la escena pública en varios países del planeta. Hasta hace pocos años, creíamos que términos como Holocausto o genocidio formaban parte del pasado. Lamentablemente, han cobrado nuevamente actualidad como fundamento de acción política y estilo de convivencia. En este oscuro contexto, nos encontramos con la publicación de Adriana Lerman.
¿Hasta dónde puede llegar la crueldad humana en contextos de guerra? ¿Cuánto dolor físico y psíquico puede soportar una persona ante el poder y la fuerza de otros? ¿Existe otra especie sobre la Tierra tan destructiva como la humana? ¿Somos peores que los animales, aun siendo seres capaces de pensar, razonar y medir las consecuencias de nuestras acciones? ¿Por qué, cada cierto tiempo, resurgen discursos de discriminación y odio? ¿Son las crisis sociales las que conducen al desencanto, al sometimiento, al sufrimiento? Una interminable cantidad de preguntas sin respuesta surge a partir de la lectura del relato que la autora construyó acerca de la historia de su tío, sobreviviente de un campo de concentración nazi.
La reconstrucción del horror: una historia familiar contada en primera persona
El chico que sobrevivió a Auschwitz es el segundo libro que Adriana Lerman escribió en relación con la historia de su familia polaca, asesinada en los campos de concentración. Como señala en el prólogo, en su primer libro El dolor de estar vivo (Editorial Ateneo, 2022), logró desenterrar el pasado de su abuelo Salomón Lerman durante el nazismo, quien emigró a la Argentina cuando el antisemitismo comenzaba a avanzar en Polonia. En este nuevo trabajo, reconstruye la historia de su tío Levi Lerman, quien, durante su adolescencia, debió soportar asesinatos, humillaciones y pérdidas para poder sobrevivir. Llegó a la Argentina en 1947.
Si bien existen numerosos relatos sobre el horror del antisemitismo y el Holocausto, lo interesante de esta narración es que está construida en primera persona. La autora imagina —a partir de su propia historia familiar y del pasado imaginado— cómo su tío pudo haber vivido aquella tragedia. Nos cuenta qué le sucedió, cómo se “adaptó” a situaciones cada vez más siniestras, aferrándose a la esperanza o a una fuerza interior que lo impulsaba a seguir viviendo. Aunque se trata de una reconstrucción, el que reflexiona y actúa es el propio protagonista. Nunca dejaremos de asombrarnos frente a los testimonios y descripciones sobre la experiencia del antisemitismo, la persecución, los asesinatos y las torturas.
El libro está dividido en diez capítulos. Comienza en 1939 con la horrenda invasión alemana, que marca el inicio de la persecución sistemática a los judíos en Polonia, país que albergaba una de las mayores poblaciones judías de Europa, con alrededor de tres millones de personas. La ciudad donde transcurrió la corta vida de Levi antes de ser obligado a trabajar en una fábrica y, luego, ser enviado a un campo de concentración, fue Ostrowiec. Si en aquella época vivían allí 11.000 judíos, hoy no queda ni uno. Aunque en algunas ciudades y aldeas existía cierta convivencia, también había antisemitismo. Polonia siempre fue un país muy católico, y tanto niños como adultos judíos debían soportar situaciones de discriminación y rechazo. Eso relata Levi al comienzo: desde pequeño se enfrentó al odio irracional y desarrolló una inteligencia particular para salir de situaciones límite.

Con la nefasta llegada de los nazis, comenzaron a imponerse restricciones crecientes. Se establecieron normas que limitaban la circulación, la actividad comercial, las relaciones sociales, el acceso a espacios públicos. Las calles fueron siendo ocupadas por los nazis, y los judíos comenzaron a sufrir humillaciones constantes: robos, apropiaciones, vejaciones.
Para muchos, la persecución y el miedo eran algo nuevo. No así para el padre de Levi, quien reconocía en ese hostigamiento la repetición de prácticas antisemitas de la Edad Media, cuando las monarquías se apropiaban de bienes judíos y los empujaban a la miseria.
Levi no tuvo adolescencia. Lo que para otros podía ser una etapa de descubrimientos y aventuras, para él fue una sucesión de momentos en los que debió escapar de la tortura y la muerte. Entre 1939 y 1945, las restricciones se hicieron cada vez más asfixiantes. En un momento afirma: “Estoy harto de todas estas reglas y prohibiciones. Ya no puedo andar en bicicleta, viajar en tren, ir al parque, al teatro ni al cine. ¡Ni siquiera puedo tener una mascota!”. Más adelante, se preguntaba: “¿Acaso andar en bicicleta o mirar una película representa un peligro para Alemania?”. Comienza a tomar conciencia de que ha perdido su libertad.
Levi trabajó en fábricas de metal y acero en condiciones inhumanas, viviendo en barracas, hacinado, alimentándose con cáscaras de papa. Entre 1941 y 1945, junto a su padre, atravesó situaciones cada vez más extremas, mientras amigos, compañeros y familiares morían a su alrededor. “¿Quiénes somos?”, se preguntaban. Ya no tenían documentos. Al no verse en espejos y estar mal alimentados, ni siquiera se reconocían entre ellos o a sí mismos. Habían dejado de tener nombre; eran apenas un número.
De Auschwitz a Buenos Aires: migración, antisemitismo y supervivencia
Cuando llegó el momento de la liberación del campo, la Cruz Roja Internacional intervino registrando los datos que cada persona podía aportar. Así, los sobrevivientes comenzaron a recuperar o reconstruir su identidad. Al ser rescatado, el mayor deseo de Levi era reencontrarse con su tío, quien había huido del antisemitismo antes de la invasión alemana. Por eso viajó a Uruguay. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿por qué primero viajó a Uruguay si su tío vivía en la Argentina? La respuesta está en las formas del antisemitismo en nuestro país.

Aunque suele imaginarse a la Argentina como un país abierto a la inmigración, a partir de 1919 comenzaron a establecerse criterios que restringían el ingreso según el origen étnico o la “utilidad” del migrante. Inspirado en discursos médicos y en la experiencia estadounidense, comenzó a imponerse una visión racializada de la inmigración, privilegiando a quienes se vinculaban con el trabajo agrícola y excluyendo a aquellos relacionados con lo urbano o el comercio. Los judíos, en particular los rusos, fueron mal vistos por su asociación con el socialismo y la revolución. Esto llevó a que, en los años treinta, se rechazara el ingreso de muchos judíos polacos que huían de la persecución, por no cumplir con los requisitos profesionales exigidos.
Aun así, tanto Levi como su abuelo Shlomo lograron sortear obstáculos, reencontrarse y construir, con gran esfuerzo, una nueva familia en Buenos Aires.
Nos preguntamos: ¿por qué algunas personas se salvaron y otras no? ¿Fue el destino, el azar? ¿Qué hizo que Levi lograra sobrevivir a esa sucesión de horrores? Como decíamos al comienzo: somos los que quedamos. Los restos de una tragedia. Aquellos que, con enorme resistencia, logramos sobrevivir.