Entendemos que hay algunos aspectos de las nuevas derechas en el poder que guardan similitudes con el fascismo histórico, pero en otros quizás no hay puntos de contacto. ¿En qué se parecen estos procesos políticos contemporáneos a los fascismos del siglo XX?
En principio no hay consenso académico sobre la definición de fascismo. Podemos distinguir tres grandes escuelas: pensar al fascismo como ideología, como régimen de gobierno o como práctica social. Creo que en donde podemos encontrar grandes analogías que permiten la comparación con los fascismos históricos, es con los postulados de la tercera escuela. Hay algunos escritos pioneros de Trotsky, de Antonio Gramsci o de Robert Paxton que trabajan desde este enfoque. En cambio, desde las corrientes más politológicas, no advierten que los regímenes de gobierno que establecen o pretenden establecer las nuevas derechas se parezcan a las dictaduras fascistas del siglo XX; quizás el único que podría estar transitando ese camino es Viktor Orbán en Hungría. Tampoco en la dimensión ideológica se encuentran —entre las experiencias históricas y las actuales formulaciones neofascistas— elementos de plena coincidencia. Los conceptos no siempre permiten establecer analogías y direccionalidades, ya que los fenómenos nunca son idénticos. Por ejemplo, tomemos el concepto claro y aceptado como el de “guerra”: sería absurdo decir que la guerra de Troya, las guerras napoleónicas, las guerras mundiales, las de Corea y Vietnam o la guerra de Malvinas son iguales; hay diferencias abismales entre una otra, desde la táctica y estrategia, el tipo de armamento utilizado, el número de bajas, o la lógica por la cual se confronta. Sin embargo, en todos esos conflictos humanos hay factores estructurales comunes que permiten clasificarlos como “guerras”. En ese sentido, creo que las derechas que han emergido en el siglo XXI en distintos lugares del mundo tienen suficientes aspectos en común con la práctica social del fascismo clásico, como para que sea no sólo pertinente sino hasta necesario políticamente poder calificarlos como fascismos. Comprender el fenómeno debe permitirnos pensar las formas para enfrentarlo.
¿Y qué elementos en común tendrían las nuevas derechas con la práctica social fascista?
Podemos identificar cuatro características clásicas que están presentes en las actuales prácticas sociales fascistas. La primera es la irradiación de emociones negativas con gran potencia, y de una manera horizontal: odio, resentimiento y envidia. Cuando digo “horizontalmente” implica que el fascismo permite canalizar el resentimiento social hacia “el que tenés al lado”, en lugar de dirigir la bronca en “dirección vertical” hacia los factores del poder real. Se trata de un efecto buscado a partir de la utilización de una técnica proyectiva por la cual se construye como responsable del sufrimiento colectivo a un grupo social determinado —que no pertenece a los sectores dominantes— y sobre el cual es lícito canalizar las emociones negativas. En un momento podían ser los judíos, o los eslavos, en el caso italiano podían ser los habitantes del sur del país, o actualmente los inmigrantes islámicos apuntados por las nuevas derechas europeas; el grupo sobre el que se proyecta la negatividad puede cambiar, pero lo que está presente es la lógica de construcción de un otro sobre el cual depositar la responsabilidad de la crisis sistémica.
La segunda variable se relaciona con la movilización reaccionaria, esto es la capacidad de llevar a la calle a amplios sectores de la población con el objetivo de negar derechos a otros. Se trata de una construcción política muy dificultosa, porque tendemos a asociar a la movilización social con la exigencia de derechos, y no con su contrario. La movilización reaccionaria constituye un enorme triunfo del fascismo como práctica social.
Un tercer aspecto, muy trabajado por Paxton, es la postulación de una grandeza perdida que el fascismo buscaría recuperar. No se trata de una particularidad del fascismo, ya que hay muchas estructuras políticas que plantean un retorno a cierta gloria arrebatada. En todo caso, en el fascismo este componente se presenta con tintes melancólicos: es una grandeza que habría sido degenerada por aquellos grupos sobre los que se proyecta el odio social. La tarea entonces consistiría en limpiar y reparar a la sociedad de esa degeneración, para así poder recuperar aquel esplendor que en la Italia fascista remitía al Imperio Romano, y en la Alemania nazi al “Reich de los mil años”. Es interesante observar cómo esta lógica reaparece en el Make America Great Again de Donald Trump, o en la idea de que la Argentina del Centenario habría sido la “primera potencia mundial”, entrada en decadencia a partir de la universalización del voto en 1916. Cada movimiento político busca conectar con un tiempo mítico de gloria, que en la mayoría de los casos no es más que un relato ficcional que se construye para explicar el presente como una degradación de la historia.

Finalmente, agregaría una última caracterización que ubica a los fascismos como un intento de resolver la crisis orgánica del capital. Si bien la crisis actual es muy distinta a la que sobrevino con el crack de 1929, ambos fenómenos constituyen momentos importantes de crisis capitalista, en los cuales el fascismo aparece como una propuesta para “resolver” ese conflicto.
En resumen, creo que hay una convergencia entre los neofascismos actuales y los fascismos clásicos del siglo pasado considerados en tanto práctica social, aun cuando sea posible distinguir características propias que los diferencian.
A diferencia de los fascismos históricos, que enfatizaban la centralidad de la Nación organizada en torno a un Estado, con una impronta económica orientada hacia la producción industrial, y con una preponderancia del colectivo por sobre el individuo, las actuales derechas plantean otro paradigma…
Actualmente hay dos grupos diferentes que se articulan en una especie de Internacional Neofascista. Hay un conjunto de movimientos políticos que efectivamente recuperan ese elemento nacionalista propio de los fascismos clásicos: Orbán en Hungría, los Estados Unidos de Trump, el Frente Nacional Francés o Alternative für Deutschland en Alemania. Pero también podemos identificar en este mapa político a un conjunto de derechas neofascistas que no comparten esa impronta nacionalista. En esta línea se inscriben Bolsonaro, Milei, Vox en España, e incluso Giorgia Meloni en Italia. La duda aquí es si van a tener posibilidad de desarrollo o si van a terminar capturadas o hegemonizadas por los fascismos nacionalistas, con los cuales están en tensión. En el caso argentino podemos ver este “extraño mix” en Victoria Villarruel, Guillermo Moreno, Sergio Berni, Miguel Ángel Pichetto, o el carapintadismo nacionalista de Gómez Centurión, quienes, desde la oposición, o directamente integrando el gobierno, podrían suponer una lógica de recambio ante la crisis del fascismo más de corte neoliberal extremo. Entonces, si esta articulación entre neoliberalismo y neofascismo está presente en varios países del mundo, ¿hasta qué punto el componente nacionalista es constituyente y necesario para el desarrollo de las prácticas sociales fascistas…?; eso será algo que iremos viendo en el propio decurso del proceso. Destaco aquí el ejemplo de Trump: en su primera presidencia respetó la neutralidad republicana, pero apenas asumido su segundo mandato vemos la emergencia de un nacionalismo expansionista muy fuerte, con la disputa con México, Canadá y Groenlandia.
Si bien es imposible hacer predicciones a futuro, lo que uno trata de pensar es ¿hasta dónde puede llegar este fenómeno? O en todo caso, ¿cuánto podría reformatear a nuestras sociedades un nuevo ciclo fascista?
Por eso me parece tan importante la discusión sobre el fascismo, porque lejos de agotarse, creo que es un proceso que recién está empezando. Se evidencia una derrota muy profunda de los progresismos en la disputa por el sentido, y esa parece ser la dirección que va tomando en general el mapa político global. Y si bien no está claro hasta dónde pueden llegar los neofascismos, creo que tienen gran capacidad de desarrollo porque a diferencia del fascismo clásico, no se les contrapone una “utopía a perseguir”, un modelo alternativo como lo fueron las experiencias socialistas, los procesos de descolonización, e incluso el inicio de la transformación en China. Hoy la situación es distinta: el cuestionamiento al régimen neoliberal, a la estructura social degradada, a la crisis de la democracia liberal aparece sólo desde un lugar, que es el de las nuevas derechas. No se ha articulado todavía un cuestionamiento consistente y con capacidad de interpelación social desde la izquierda. Estamos frente a una paradoja: las izquierdas parecen haberse vuelto conservadoras, ya que tratan de sostener los vestigios de un orden liberal-democrático que, incapaz de resolver las necesidades de las mayorías, se está desmoronando. Y lo revolucionario aparece más bien como un atributo de las nuevas derechas.
Durante la pandemia del Covid-19 fuiste una de las pocas voces que reflexionaba en tiempo real sobre lo que estábamos atravesando. ¿Puede entenderse la crisis sanitaria global provocada por el virus como una condición de posibilidad de estos fenómenos de extrema derecha?
En “La construcción del enano fascista” (2019) identificaba cómo iban a apareciendo —de manera muy incipiente— los componentes del fascismo como práctica social; en mi propia percepción, pensaba que sería un proceso que en nuestro país tardaría una o dos décadas en desarrollarse. Sin ser la causa del giro fascista, creo que la pandemia constituyó un poderoso acelerador. Eso me llevó a reflexionar sobre cómo fue subestimada en los análisis históricos la pandemia de la gripe española en tanto catalizador de los fascismos que surgieron en Europa a partir de la década 1920. En cuanto a su virulencia, letalidad y número de víctimas, fue mucho más grave que la pandemia del Covid-19. Pero ese sufrimiento no fue elaborado, y es posible postular que ese trauma se canalizó a través de los movimientos fascistas clásicos. Pero reitero: no se trata de ver en las pandemias la causa de estos fenómenos, sino de entenderlos como aceleradores de procesos sociales que venían madurando de modo más lento.
¿Hay alguna referencia posible para pensar una utopía alternativa que se contraponga al neofascismo?
DF: Creo que ese es nuestro gran desafío. Debemos ser capaces de analizar críticamente tanto las experiencias socialistas del siglo XX, como las de la “ola rosa” latinoamericana (en referencia a los procesos políticos de izquierda durante la primera década del siglo XXI), para poder recomponer un proyecto utópico. En ese análisis crítico aparecen reflexiones de primera mano muy interesantes, como lo que plantea Álvaro García Linera. También hay casos contemporáneos sobre los cuales vale la pena poner el foco, como el proceso político mexicano de los últimos años, donde las propuestas populares han tenido una fuerte ratificación social y electoral. No puedo afirmar que un proceso tal pueda ser la respuesta, pero sí se trata de posibles referencias para la construcción política. En Europa podemos observar incluso la reformulación de las izquierdas, como en el caso alemán. Tenemos que tomar nota de por dónde discurren estos replanteos críticos. Yo creo que la transformación de la izquierda política en izquierda cultural —ahora llamada izquierda woke— resultó perjudicial para la capacidad de construir sentido, de plantear un proyecto utópico; son todas cuestiones que deben ser puestas sobre la mesa. El proceso neofascista en curso aún no ha tocado techo, y por esa razón es tan importante comprenderlo: para confrontarlo y para poder construir una alternativa que no sea meramente defensiva.
Daniel Feierstein es sociólogo e investigador. Es docente en la UNTREF y en la UBA, en donde dicta la materia “Análisis de las prácticas sociales genocidas”. Es autor de, entre otros títulos: Los dos demonios (recargados) (2018), La construcción del enano fascista. Los usos del odio como estrategia política en Argentina (2019) y Pandemia (2021)