La tragedia en Gaza es inmensa, dolorosa y exige denuncias valientes. Pero no todas las analogías son legítimas. El reciente artículo de Martín Caparrós Rosenberg, que vincula la política israelí en Gaza con el Hungerplan nazi, plantea una comparación que no solo es históricamente imprecisa, sino también moral y políticamente peligrosa.
No se puede negar que la situación humanitaria en Gaza es catastrófica. El uso del hambre como arma de guerra, las restricciones a la ayuda humanitaria, los desplazamientos forzados y la destrucción masiva de infraestructura civil son prácticas condenables. Pero presentar estos hechos como una repetición —o la contracara invertida— de la Shoah es una comparación que, por dolorosa que sea, desdibuja el contexto actual y el pasado del Holocausto, y abre la puerta a formas de antisemitismo apenas veladas bajo una supuesta conciencia moral.
El Hungerplan nazi no fue solo una política de privación. Fue parte de un proyecto racial y de exterminio sistemático de millones de personas. Lo que ocurrió en los guetos del este europeo, especialmente en Varsovia, fue la aplicación deliberada de una lógica de aniquilación total: sin negociación, sin reconocimiento del otro como enemigo político o militar, sin derecho alguno. Solo la muerte como destino planificado. Por más graves que sean los crímenes cometidos por el gobierno israelí en Gaza, no se inscriben en esa matriz. Compararlos es una injusticia para las víctimas del Holocausto y una distorsión de la realidad actual.

Además, este tipo de analogías, lejos de aportar comprensión, suelen funcionar como catalizadores de discursos exculpatorios. Quienes equiparan a Israel con el nazismo no siempre buscan justicia para Palestina, sino liberarse de una culpa histórica que pesa sobre Europa, y encuentran en esta inversión simbólica la excusa para señalar a “los judíos” como culpables, esta vez bajo la bandera de una causa justa. No creo que esa sea la intención de Caparrós, pero sí que su estilo argumentativo —históricamente cargado y emocionalmente eficaz— abre una puerta que otros cruzan con furia: la equivalencia entre Israel y el nazismo, coartada ideológica para justificar discursos antisemitas que antes solo se susurraban.
Decir que la Shoah y Gaza son comparables no solo banaliza el Holocausto, sino que también empobrece la causa palestina. La lucha por la justicia no necesita atajos retóricos ni analogías forzadas, sino conceptos propios, comprensión histórica y claridad política. Equiparar a Israel con el Tercer Reich es una ofensa para las víctimas de Auschwitz y una renuncia a pensar con rigor lo que sucede hoy.
Del Holocausto, como escribe Caparrós, se puede volver. Quizás. Pero de la banalización de lo incomparable —y del odio disfrazado de memoria— no siempre se vuelve.