Yedioth Ahronot, 22/04/2024

Volver a verlo

En un kibutz convertido en zona de guerra, una mujer decide volver a su casa para recuperar, aunque sea por unas horas, algo de la vida que perdió el 7 de octubre. Entre el silencio de las casas vacías y la presencia inesperada de un reservista, el regreso se convierte en un umbral cargado de miedo, deseo y fragilidad.
Por Eshkol Nevo. Traducción: Tamara Rajczyk

Ella compra comestibles en el supermercado de Tiberíades. Y paga en efectivo. No quiere que esa compra le salte al marido en su teléfono. Y que él empiece a hacer preguntas. En lo que a él respecta, ella está viajando a visitar a su madre en Yehud. Es preferible que piense eso a que comience con todos sus temores. Eso es lo único que a ella le falta.

Las rutas están vacías por estos días. Y a medida que avanza hacia el norte, se van transformando en realmente desérticas. La primera barrera del ejército aparece en el cruce Mahanaim. Ella saluda a los soldados con seguridad y la dejan pasar. Para sus adentros, decidió que nadie la detendría esa mañana, que, si fuera necesario, atravesaría una de las barreras por la fuerza. Tal vez los soldados perciban esa determinación suya “ni siquiera un tribunal ayudará”, porque incluso en las dos barreras siguientes le permiten avanzar. Recién en la última, en la entrada del kibutz, le pregunta un soldado reservista con barba cana: “¿Adónde, señora?”, y ella respira profundamente y dice: “A casa”.

Él asiente y agrega: “Tengo la obligación de informarte que el kibutz es zona de guerra y la entrada es exclusivamente bajo tu responsabilidad”.

Y entonces, abre el portón amarillo.

*

Hacía tres meses que no estaba allí. Tres meses desde que fueran evacuados a ese jodido hotel en Tiberíades.

Ella conduce a lo largo de la cerca perimetral, lentamente, hasta la plazoleta, y entonces dobla a la derecha, al barrio nuevo.

Las casas están silenciosas. Los estacionamientos, vacíos. En parte de ellos ya ha crecido la maleza.

Ella estaciona en el suyo, saca algunas de las bolsas y las carga hacia la casa.

Delante del umbral hay un felpudo con la palabra “Home” y en la puerta, el cartel “Aquí viven con amor” con los nombres de los seis miembros de la familia. Ella lo observa como si lo estuviera viendo por primera vez. Y entonces, abre la puerta.

Se oye ruido de agua corriendo en la ducha. Es lo primero que escucha cuando entra. Aparentemente, con la histeria de la evacuación, alguien dejó el agua corriendo, piensa. Pero entonces, oye que alguien está cantando.

Deja las bolsas en el piso y se acerca, un paso cauteloso tras otro, a la fuente de los sonidos.

Indudablemente, es la voz de un hombre. Un hombre está cantando en su ducha.

Pega la oreja a la puerta para oír mejor qué es lo que él canta. “Danos la lluvia en el tiempo oportuno y en la primavera espárcenos flores y permítenos volver a verlo, más que eso no necesitamos”. Eso es lo que canta.

Así que estamos tratando con un fan de Shlomo Artzi[1], piensa. Más divertida que asustada. Por un momento se cuestiona si irrumpir en el baño y mandarlo al demonio, pero entonces piensa que la gente está con los nervios de punta en este momento y es imposible saber cómo reaccionará, incluso si es fan de Shlomo. Y va al baúl a traer el resto de las bolsas con los comestibles.

Hasta que él sale del baño -al parecer, el fan de Shlomo también es fan de las duchas prolongadas-, ella ya alcanzó a poner sobre las hornallas dos ollas de las cuatro que planeó cocinar.

Él está de pie en el centro del living, goteando, solo con una toalla sobre el cuerpo -musculoso, nota ella- y la mira desconcertado.

“¿Qué haces así parado? -lo reta- Ve a vestirte”. Y cuando ve que él sigue de pie, plantado en su lugar, agrega: “¡Adelante!”.

“Disculpe, Señora -dice-, realmente lo siento. Soy de la compañía de aquí, de los reservistas. Y nuestras duchas son duchas de campaña, sin agua caliente, y estamos en invierno…”.

“Basta de cháchara -lo interrumpe-. Primero ponte algo y entonces cuéntame historias”.

*

En el hotel ella empezó a hacer pilates. Una vez al día. Para sentirse mejor con su cuerpo. Y ahora, cuando ese hombre la está mirando de atrás, mientras cocina, lo agradece.

De a ratos, mientras conversan, ella gira hacia él y ve que la mira como un hombre mira a una mujer. Ya había olvidado cómo se sentía eso. Su marido se está marchitando lentamente desde que comenzó la guerra, se lo pasa sentado mirando noticias durante el día y por las noches grita en sueños todos sus recuerdos de la Segunda Guerra del Líbano. Ella ya los conoce casi todos de memoria y a veces quiere gritar junto con él: “¡Fuego, fuego! ¡Nos dieron por la derecha!”.

“Tengo una cuestión con las duchas”, le explica Shai -así se llama el reservista-, es decir, que no tiene problemas con dormir en una bolsa de dormir y no tiene problema con no salir a casa, y no tiene problema con que la mayoría de los muchachos de la compañía sean menores que él y no tiene problema conque Hizballah dispare directamente sobre las posiciones de ellos y que él pueda morir en cualquier momento, pero, ¿no bañarse como un ser humano? Eso lo fulmina. Entonces, una mañana, después de la guardia, fue pasando de casa en casa por el barrio hasta que encontró la llave debajo de la baldosa en la casa de ellos, y listo, desde entonces, va cada varios días. Solamente él, por supuesto. No se lo contó a nadie ni se lo contará. Y si a ella le resulta problemático, esa habrá sido la última vez.

 “¡Wallah![2]”, dice ella sin dictaminar sentencia, sin aclarar si esta es o no su última vez.

Y rocía aceite de oliva sobre las finas rodajas de papa.

Y las mete en el horno.

Él sigue su inclinación con la mirada, ella lo siente.

“Pero qué… ¿Qué haces acá?”, él se interesa. ¿No se supone que ustedes estarían en un hotel o algo así?”.

Y ella responde, sin darse vuelta, que tiene una cuestión con cocinar en su cocina, es decir, que no tiene problema con que todos los niños estén encima en el hotel y no tiene problema con que el hotel sea miserable y no tiene problema con que nadie sepa cuándo se va a terminar y no tiene problema con que su marido haya sido despedido y a ella le hayan reducido las horas de trabajo y se hayan suscripto a una aplicación que debería sacarlos del overdraft (sobregiro) y cada compra que realizan queda expuesta al otro y no tiene problema con que ni siquiera se haya comprado una prenda para ella desde que empezó la guerra porque no le gustan sus comentarios, y anda siempre con esa calza, ¿pero no cocinar en su propia cocina? Eso la fulmina. Entonces, una mañana, es decir, esa mañana, decidió que ella regresaba a su casa a cocinar. Y nadie la detendría.

“¡Wallah!” -él le responde-, “las calzas te quedan re bien”.

Y ella se sonroja por dentro y dice: “Gracias”.

Un bum repentino hace temblar las paredes de la casa. Y antes de que ella alcance a moverse, él la tranquiliza: “Es de los nuestros”.

Y ella pregunta: “¿Estás seguro?”.

Y él apoya sus grandes palmas sobre la isla de la cocina y dice: “después de tres meses, ya los diferencias”.

Y ella dice: “OK, confío en ti”, y le da la espalda. Y continúa rociando perejil sobre la tahina[3].

Y él dice: “Bueno, creo que… me voy a ir”.

Pero no se va. Ella ve su reflejo en la puerta de vidrio del horno y ve que él no se movió ni un milímetro.

Y entonces, ella gira hacia él y le dice: “¿Te parece, soldado? La comida todavía no está lista”.

Y él sonríe, se relaja un poco en la silla y pregunta: “¿Puedo ayudar en algo, comandante?”.

Y ella piensa: qué bueno lo que propone, y dice: “Sigue entreteniéndome, es suficiente”.

*

Y un rato después ella sirve champiñones rellenos de nueces pecan picadas y papas con tomillo cortadas en rodajas muy finitas al horno y pollo marinado y supremas de pollo a la plancha y albóndigas de kebab con tahina y baba ganoush con tahina y ensalada de lechuga y ensalada de verduras y también sirve vino tinto en dos copas y hacen chin chin, sonríen y se miran a los ojos y clavan los tenedores y cortan el aire con cuchillos y devoran, sin decir palabra, una porción tras otra y otra más y a veces dos a la vez, y ella se deleita por ella y porque él se deleita tal vez un poco más que ella misma, y ​​cuando todo termina, ambos sueltan el suspiro… del después y él sonríe para sí y ella dice: “¿Qué es lo gracioso?” y él dice: “Me sale una frase de reality show”. Y ella pregunta: “¿Cuál?”. “Que tu comida consuela”. Y ella dice: “Gracias. ¿Eso significa que paso a la etapa siguiente?”. Y él se ríe nuevamente y ella piensa cuándo fue la última vez que hizo reír a un hombre, y él pregunta: “¿Cigarrillo?”. Y a pesar de que hace años que ella no fuma porque su marido teme que se muera de cáncer, como su madre, y teme quedarse solo con los niños, dice: “Sí”, y salen al jardín a fumar.

Se sientan en sillas de paja y él se inclina hacia ella para encenderle el cigarrillo y cubre el encendedor con las palmas de las manos para que la llama no se apague, y mientras lo hace, su nudillo toca el de ella. Y le parece, no está segura, que él demora el contacto un segundo más de lo necesario.

Ella da una larga calada a su cigarrillo. Recién entonces se percata de que el jardín se ve demasiado cuidado para un jardín que no ha sido atendido en tres meses. Los arbustos están podados. Los canteros están bien cavados. Las flores están floreciendo. El césped no crece de forma salvaje. Y alguien ha arrancado las malas hierbas.

“Espero que te parezca bien que yo haya arreglado aquí un poco -dice él-, soy… jardinero en la vida civil”.

“Excelente jardinero”, ella se asombra. Y piensa que eso explica esas manos suyas, grandes y ásperas. Y ella da otra gran calada a su cigarrillo. Y piensa, qué apropiado es fumar en ese momento. Y pregunta: “Entonces, ¿quién maneja el negocio ahora, cuando estás acá?”.

“Mi socio -dice-. Y también mi mujer ayuda con toda la contabilidad”.

Wallah”, ella dice. Y un viento frío que llega desde el Líbano la hace estremecerse de repente y le recuerda que cada minuto que ella sigue allí, en la frontera, aumenta el riesgo de resultar herida.

Entonces aplasta la colilla en el cenicero, a pesar de haber fumado solo la mitad del cigarrillo, y dice, sin mirarlo: “Pronto me tengo que ir y seguramente también tú”. Y él asiente lentamente y también aplasta su cigarrillo y ambos se ponen de pie y entran a la casa, y él le pregunta si ella necesita ayuda para organizar todo y ella dice en su tono de voz más orgulloso: “No”. Y él se dirige a la ducha para recoger sus cosas y ella a la cocina, y le da la espalda y comienza a meter la comida que está en las ollas dentro de recipientes de plástico, pero no alcanza a hacer mucho porque él de repente le pregunta -su voz muy cerca, detrás de ella-: “¿Entonces está bien?”.

Ella se da vuelta y él está parado tan próximo a ella que por un momento teme que le pregunte si está bien besarla. Pero él se apresura a aclarar: “Está bien que venga a ducharme aquí de vez en cuando?”.

Y ella exhala aliviada y asiente con la cabeza lentamente.

“Gracias -dice él mirándola a los ojos-, gracias por todo, no hay otra como tú, de verdad”.

Y ella dice: “Faltaba más”, y piensa que no me abrace, que no me abrace.

Y no la abraza, solo junta sus palmas en señal de reconocimiento y gira sobre sus talones. Y se va.

*

Y en el camino de regreso ella aminora en las curvas de la bajada al cruce, para que la comida no se sacuda demasiado en los recipientes y, a decir verdad, para alargar el viaje un poco más, los almendros florecen a ambos lados de la carretera con un blanco perturbador, y el Monte Hermon está nevado, no solo en la cima sino incluso en las laderas, y un aroma agradable a tierra húmeda, desmenuzada, después de la lluvia, entra por la ventana abierta, y una canción empieza a rodar por su lengua, las palabras suenan en sus labios al principio suavemente, en una especie de murmullo, pero lentamente empieza a cantar a viva voz, con satisfacción -su marido se comunica, ella ve su nombre en la pantalla del teléfono, pero no responde y tampoco lo hace la segunda vez que llama-, ahora quiere cantar, eso es lo que quiere hacer, quiere cantar, para que todo el mucho escuche: “Danos la lluvia en el tiempo oportuno y en la primavera espárcenos flores y permítenos volver a verlo, más que eso no necesitamos”.


[1] Cantautor israelí.

[2] Palabra de origen árabe: ¿De verdad? ¿¡Ah, si!?

[3] Pasta de sésamo.