En los últimos dos años, y con una aceleración evidente desde el 7 de octubre de 2023, el antisemitismo se desinhibió en muchas democracias. El atentado del 14 de diciembre de 2025 en Bondi Beach, Sídney, contra una celebración de Janucá —con 15 asesinados— mostró que ese clima ya se traduce en terrorismo abierto y en una amenaza persistente.
Hubo fallas de diagnóstico, de prioridad política y de capacidad estatal para prevenir, perseguir y disuadir. También abundaron la hipocresía y el oportunismo a la hora de nombrar las cosas por su nombre. Ese panorama no se explica por una sola causa: conviven islamismo político, extrema derecha clásica, conspiracionismo digital y, en ciertos segmentos, un antisionismo identitario que reintroduce motivos antisemitas bajo un vocabulario moral contemporáneo. La consecuencia es un clima en el que el hostigamiento se normaliza y la violencia se vuelve mucho más probable.
Hasta ahí, una descripción amarga pero necesaria. El problema comienza cuando, a partir de ese déficit real y agudo de las democracias occidentales, algunos dirigentes o comentaristas judíos extraen una conclusión política devastadora: los regímenes autoritarios y totalitarios serían preferibles para los judíos porque “garantizan orden” y aplican “mano dura” contra el extremismo. La tentación podría ser comprensible en términos psicológicos: miedo, cansancio, demanda de protección. Pero constituye una salida peligrosa en términos cívico-políticos y, además, encierra un error conceptual: confunde control con seguridad, y seguridad con derechos.
Una defensa judía consecuente no puede consistir en buscar amparo en Estados que funcionan mediante arbitrariedad y despotismo. La pregunta relevante no es si un gobierno reprime más o menos a tal o cual grupo, ni siquiera si persigue con eficacia a tal o cual forma de violencia. La pregunta es otra: ¿qué garantías reales existen para una minoría cuando cambian las necesidades del poder?
En una democracia, esas garantías dependen de reglas públicas y de instituciones imperfectas pero exigibles: justicia independiente, prensa libre, alternancia, límites al Ejecutivo, derechos invocables. En un sistema autoritario, en cambio, la protección se reduce a una concesión del “príncipe”, siempre revocable.
La minoría queda a merced de su utilidad política o propagandística: vitrina de tolerancia cuando conviene, moneda diplomática cuando hace falta, enemigo funcional cuando se necesita cohesión, chivo expiatorio cuando el régimen busca desviar frustración social.
Este punto suele quedar oculto por una ilusión: “si el Estado es fuerte, nos cuida”. La historia muestra lo contrario. Un Estado fuerte sin límites no “cuida”: administra. Y cuando administra minorías, las trata como variable. El costo de esa ilusión es alto, porque desplaza el centro de gravedad de la defensa judía: en lugar de exigir derechos, se pasa a solicitar favores. En lugar de reclamar protección como obligación del Estado, se negocia la protección como privilegio. Ese desplazamiento no solo humilla; también es estratégicamente frágil.
El judío como coartada
Josef Schuster, presidente del Consejo Central de los Judíos en Alemania, formuló esta problemática desde otro ángulo en una carta publicada por Jüdische Allgemeine el 17 de diciembre de 2025, a propósito del atentado contra una celebración de Janucá en Sídney. Lo más interesante de su intervención no es el tono de duelo —legítimo y necesario— sino el marco interpretativo: los ataques contra judíos, dice, no se agotan en el daño a las víctimas; golpean la forma de convivencia y apuntan al corazón de la democracia. Desde esa perspectiva, defender la vida judía y defender el orden democrático no son agendas separables: se sostienen o se desploman juntas.
Schuster agrega una advertencia que debería fijarse como antídoto contra la ingenuidad política: el problema no son solo los enemigos declarados, sino también los “falsos amigos”. Se refiere a quienes, tras cada atentado, fingen haber comprendido cómo nace el odio a los judíos y ofrecen como receta su guerra contra la inmigración y contra la sociedad abierta. Para esos actores, la lucha contra el antisemitismo tiene valor instrumental: sirve para fomentar prejuicios; la protección de la vida judía, como fin en sí mismo, no les importa. Dicho sin rodeos: el judío funciona como coartada.
Esa coartada opera de manera doble. Por un lado, convierte a “los inmigrantes” en explicación total del antisemitismo; con eso desplaza el foco y deja intactos otros vectores que crecen dentro de las propias sociedades occidentales: nacionalismos étnicos, teorías conspirativas, radicalización online. Por otro lado, permite presentarse como defensores de los judíos mientras se ataca a la sociedad abierta: prensa, justicia, universidades, organizaciones civiles. Schuster lo dice con claridad: la defensa judía no puede ser rehén de proyectos que socavan el ecosistema democrático. Quien quiere usar el antisemitismo para legitimar xenofobia y autoritarismo no es un aliado; es simplemente oportunista.

Esto obliga a sostener un diagnóstico más complejo del antisemitismo contemporáneo. No hay una sola fuente y no hay una solución de un solo trazo. El simplismo de culpar a un único actor —la inmigración, “el islam”, “la izquierda”, “los medios”— es útil para la propaganda, no para la protección. En términos de política pública, la única salida realista requiere seguridad eficaz, persecución penal coherente, prevención y educación cívica, además de una delimitación rigurosa entre crítica política y apología de la violencia. Ninguno de esos elementos es posible de modo estable si se debilitan las instituciones que hacen exigible el cumplimiento de la ley y controlable el abuso estatal.
En ese punto conviene decir algo que incomoda a dos bandos a la vez: las democracias pueden fallar, y han fallado. Pero la corrección de esos fallos solo es posible dentro de un marco democrático. Fuera de ese marco, lo que se obtiene es obediencia, no protección. Cuando se relativiza el Estado de derecho en nombre del “orden”, se naturaliza la excepción como método y se abre la puerta al uso político selectivo de la ley. Para cualquier minoría, esa es la antesala de la vulnerabilidad.
La deriva israelí
La discusión tiene, además, un correlato israelí que hoy resulta imposible de ignorar. La tentación autoritaria no se expresa solo como un comentario aislado en una red social; dialoga con una deriva interna. El editorial de Haaretz del 23 de diciembre de 2025 lo planteó en términos muy duros: “Kahane está vivo y está apoderándose del Estado de Israel”. Y agrega una frase que, por su precisión, vale más que muchas generalidades: “no hay que confundirse: los nombramientos no son una negligencia, sino un mensaje”. Es decir: no se trata de errores administrativos, sino de señales políticas.
El editorial enumera tres líneas de avance: legislación con rasgos antidemocráticos, ocupación de centros de poder por figuras asociadas al kahanismo mesiánico, y ofensiva contra la prensa libre. En ese marco, presenta los nombramientos de Tzvi Sukot como presidente de la Comisión de Educación y de Limor Son Har-Melech como presidenta de la Comisión de Salud como un punto de culminación: kahanismo instalado en el corazón del establishment parlamentario. Sukot, recuerda el texto, protagoniza discursos y gestos abiertamente violentos y etno-nacionalistas; Son Har-Melech impulsa medidas discriminatorias y apoya públicamente la inocencia de un terrorista judío condenado por el asesinato de la familia Dawabsha. El editorial añade un contexto que refuerza el argumento: Netanyahu ya permitió que Itamar Ben-Gvir ocupara el Ministerio de Seguridad Nacional y que Bezalel Smotrich administrara, de hecho, los territorios. Lo que ahora se anuncia es un paso más: llevar esa lógica a áreas que afectan al conjunto de ciudadanos.
¿Por qué esto importa para el tema del elogio de regímenes autoritarios por parte de autores judíos? Porque existe una relación directa entre ambos planos. El elogio de la “mano dura” hacia afuera suele convivir con un programa de debilitamiento democrático hacia adentro. Cuando se desprecia el pluralismo, cuando se ataca a la prensa, cuando se politizan instancias de control, el terreno se vuelve fértil para una cultura política que justifica la arbitrariedad como método y que trata los límites liberales como obstáculos. En Israel, Haaretz describe ese proceso con la metáfora del “golpe institucional”: legislar para reducir controles, colonizar comisiones clave, y cercar medios como Galei Tzahal. En la diáspora, la misma intuición adopta otra forma: elogiar autocracias porque “controlan mejor” el extremismo. En ambos casos, el resultado es semejante: desplazar el centro de la defensa desde derechos y ciudadanía hacia fuerza y excepción.
El costo estratégico de la ilusión autoritaria
La consecuencia para el mundo judío no es solo moral; también es estratégica. Si se acepta que la protección proviene del poder sin límites, se renuncia a la idea de ciudadanía igualitaria. Con eso se debilita el argumento más sólido contra el antisemitismo: que la vida judía no necesita tutela ni favores desde arriba; necesita derechos, garantías y un marco institucional que pueda exigirse sin humillación y sin dependencia. La historia europea del siglo XX, y también la historia del antisemitismo en sociedades formalmente “ordenadas”, ofrece suficientes razones para desconfiar de estos atajos.
Una defensa judía consecuente necesita recuperar un principio: la seguridad judía y la sociedad abierta no son enemigas. Las democracias deben ser exigidas, no idealizadas; pero abandonarlas en nombre de la eficacia es firmar un cheque en blanco al poder. Frente al antisemitismo actual, el objetivo no es elegir entre democracia e inseguridad, sino reclamar democracias más firmes, más competentes y menos hipócritas. Y resistir el intento de convertir el miedo judío en combustible para proyectos iliberales, ya sea desde una derecha identitaria que se disfraza de aliada, ya sea desde una política israelí que, como advierte Haaretz, usa nombramientos y leyes como mensajes para poder colonizar instituciones, erosionar contrapesos y acostumbrar al público a una democracia cada vez más limitada. Cuando ese proceso se consolida, la democracia ya no cae: simplemente deja de importar.