¿Qué judaísmo queremos para nosotros, cuál para nuestros descendientes? ¿Deseamos la continuidad de lo judío y en particular de la comunidad judía mendocina a cualquier precio? ¿Continuidad aun cuando todo contenido identitario haya desaparecido? ¿Continuidad aun cuando los valores éticos tradicionales se hayan deformado hasta alcanzar la caricatura? ¿Continuidad aun cuando el activismo comunitario resulte desvirtuado hasta la hipocresía?
Prehistoria
En 2002 enterraron a Abuelo en el cementerio de la Comunidad. Por supuesto, estaban todos: Abuela, Madre, Tío, Nietos. Tío se encargó de elegir un buen lugar en el cementerio, bajo un árbol, cerca del camino que conduce hasta el fondo del recinto. Ahí fue donde lo enterraron para que, como dicen, pudiera descansar en paz.
En 2006 Madre y Tío fueron a visitar la tumba de Abuelo, como suelen hacer todos los años. Notaron entonces que al lado del lugar donde descansaba tranquilamente desde hacía ya cuatro años había una parcela vacía, un terreno libre. Notaron también que el cuadrante donde estaba la tumba de Abuelo se estaba llenando y decidieron entonces adquirir esa parcela por anticipado, reservarla para Abuela. Guardaron el secreto, porque a nadie le gusta andar pensando en dónde será enterrado, o dónde tendrá que enterrar a un miembro de la Familia.
Para reservar la parcela, cumplieron prolijamente con el proceso estipulado por las normas y la tradición de la Comunidad, al igual que habían hecho cuando murió Abuelo. Golpearon la puerta de la secretaría, donde los recibió Algún Secretario, uno de esos hombres que han pasado la mayor parte de sus vidas trabajando en el edificio comunitario y que probablemente sean los únicos que conocen de verdad todas sus formas: ni más ni menos que la pequeñísima estructura burocrática que persiste a los cambios de administración de la Comunidad y que caracteriza a toda institución. Es sabido que las comisiones, con sus presidentes, tesoreros y prosecretarios, pasan -desde hace tiempo ya sin pena ni gloria, pero esa es otra historia-; sólo ellos, personajes burocráticos, perduran otorgándole algo de continuidad a las distintas gestiones.
Para comprar entonces el terreno desocupado que estaba junto a la tumba de Abuelo, Tío y Madre fueron a hablar con Algún Secretario, quien reside en una simple y envejecida oficina que antecede la flamante sala de reuniones de la Comisión de turno. Como es costumbre y norma, Algún Secretario tomó de la estantería el libro con el que la Comunidad administra el cementerio. Lo abrió en la página correspondiente al cuadrante donde está enterrado Abuelo y ahí estaba su nombre, dentro de un cuadrado que respondía a coordenadas semejantes a las de la Batalla Naval (diría algo así como Cuadrante 14, Fila 8, Lugar 5); el nombre de Abuelo, anotado con tinta de lapicera. El cuadro contiguo (digamos Cuadrante 14, Fila 8, Lugar 6) estaba vacío, y era el único que quedaba vacío en esa fila. Y como estaba libre y Tío y Madre querían comprarlo para Abuela, Algún Secretario muy cortésmente escribió, también en manuscrita pero esta vez con lápiz, el nombre y el apellido de Abuela. Porque en la tradición y la regla de la burocracia comunitaria a la muerte administrativa corresponde la eternidad de la tinta; en cambio, a la compra del terreno en vida, a la reserva pagada por anticipado, corresponde la precariedad del lápiz de grafito.
Tío y Madre dejaron la secretaría conformes con la atención y la compra. Fueron bien recibidos por Algún Secretario, vieron cuando el burócrata escribía prolijamente el nombre de Abuela en el libro y, como si todo esto no fuera ya garantía suficiente de la reserva que habían realizado, se llevaron consigo seis recibos que certificaban la cancelación total del terreno; todos y cada uno estampados con el símbolo del trabajo comunitario bien realizado que representa la firma de un secretario, todos y cada uno revestidos de la legitimidad que otorga el sello de la Comunidad. En el primero de estos recibos Algún Secretario escribió, de nuevo con su prolija letra de oficina pero esta vez con lapicera (para dejar prolija constancia en el duplicado por medio de un carbónico), las coordenadas de la parcela que Tío y Madre habían adquirido en el cementerio: Cuadrante 14, Fila 8, Lugar 6. El lugar disponible justo al lado de la tumba de Abuelo, que ahora ya estaba reservado para Abuela.
Historia
Pasaron ya seis años de aquel momento y en unos pocos días se cumplirán diez años de la muerte de Abuelo. Por alguna de esas inexplicables casualidades que suelen pasar desapercibidas, la semana pasada Tío tuvo que ir al cementerio. Había fallecido una pariente y aprovechó, como de costumbre, para visitar la tumba de Abuelo, que sigue descansando en paz bajo el mismo árbol donde lo enterraron. Sin embargo, su visita no resultó como esperaba. Lo que encontró cuando se acercó a la tumba de su padre lo perturbó hasta la desesperación: el lugar junto a la tumba de Abuelo, esa parcela que junto con Madre había pagado y reservado para Abuela, estaba ocupada. Ocupada. Ocupada. Ocupada con la tumba de un difunto desconocido. La tumba era reciente y no tenía todavía lápida, porque el difunto había sido enterrado hacía menos de un año. Tío quedó atónito, caminó en círculos sin comprender, salió apurado del cementerio y telefoneó a Madre para ponerla al corriente de la situación.
Desesperados ante semejante descubrimiento, Madre y Tío corrieron juntos al único lugar a donde podían recurrir: la secretaría de la Comunidad. Temiendo lo peor -fuera esto un gravísimo error administrativo o la nefasta decisión consciente de alguien- y a fin de ajustarse a las normas civiles que organizan nuestro modo de vida en sociedad, decidieron que los acompañe una Escribana. La Comunidad ya les había mostrado su peor cara unos años antes, cuando Tío y Madre solicitaron la presencia del Rabino de Turno para que dirigiera un servicio religioso por Abuelo y desde la secretaría rechazaron el pedido, aduciendo que el guía espiritual de la Comunidad se encontraba en un período de introspección reflexiva anterior a las Altas Fiestas del calendario. En esa oportunidad, Madre y Tío decidieron realizar ellos mismos los rezos por Abuelo en el cementerio y cuando llegaron encontraron que el Rabino de Turno, lejos de su supuesta reclusión reflexiva, estaba realizando un servicio de las mismas características para otra familia de la Comunidad. Al día siguiente, Presidente de la Comisión, junto con Secretario y Rabino de Turno, pedían cortésmente disculpas a Tío en su propia oficina. Tío estuvo a la altura que la vida en comunidad a veces demanda y que pocas veces los miembros de las comisiones alcanzan: aceptó sus disculpas, sabiendo que nunca más les volvería a pedir un servicio religioso.
Cuando en esta oportunidad Madre y Tío llegaron al edificio de la Comunidad los recibió Algún Secretario, lo mismo da cuál de ellos. Ante su solicitud, el burócrata debió mostrarles el estado en que se encontraba el libro de administración del cementerio. Tío y Madre se sorprendieron hasta la angustia, se indignaron hasta el dolor que produce la evidencia de un atropello descarado: descubrieron que el nombre de Abuela, que con tan prolija caligrafía y preciso lápiz de grafito había sido inscripto en el libro como garantía de la compra y la reserva de la parcela, había desaparecido víctima de un burdo borrón. Burdo porque aún se podían percibir con facilidad los rastros de goma de borrar en su inútil intento por eliminar lo que había sido escrito para perdurar, los restos de esa peligrosa goma esgrimida desprolijamente por alguno de los burócratas que tienen acceso al libro. En lugar del nombre de Abuela, justo sobre el borrón, aparecía el nombre del difunto desconocido, inmortalizado en lapicera, como corresponde a los muertos.
Seguido de esto y sin poder librarse aún de la perplejidad ante lo ridículamente absurdo e indignante de la situación que les tocaba vivir, Tío y Madre fueron a conversar con Rabino Actual. Lúcido y racional, Rabino Actual también quedó perplejo e indignado ante la situación y se comprometió a estudiar lo que había ocurrido asegurando que, según la Halajá -la ley religiosa que guía a la comunidad-, en situaciones como esta se podía retirar el cuerpo del difunto del lugar que no había sido reservado para él y trasladarlo a otra parcela dentro del cementerio. Así el lugar quedaría nuevamente libre, como nunca debió de haber dejado de estar. Tío y Madre dejaron entonces el edificio de la Comunidad un poco más tranquilos, considerando la reversibilidad de la situación fundada nada menos que en la Halajá y confiando en el sentido de justicia de la Comisión Directiva de Turno, enterada ya de la situación.
Fue recién entonces cuando Nieto se enteró lo que había sucedido. No se alarmó demasiado, suponiendo que la Comisión Directiva arribaría rápidamente a una solución en favor del justo reclamo de su familia; después de todo, el caso se presentaba con bastante claridad: una familia compró una parcela en el cementerio hace seis años y el personal burocrático de la comunidad cometió un error asignándosela a Otra Familia para que enterrara a su difunto. Probablemente la Comisión actual reconocería el error de su empleado, aunque éste hubiera actuado bajo la administración de otra Comisión, por lo visto ya desaparecida y olvidada. Probablemente, haciéndose cargo del yerro administrativo, amparada en la milenaria ley halájica y los valores más altos de la ética judía -justicia es lo que mandan a perseguir las escrituras-, la Comisión desplegaría todas sus herramientas y habilidades para solucionar el gravísimo problema, el del lugar de la muerte.
Luego de ese tranquilizador pensamiento, fundado posiblemente en la siempre ingenua confianza que los sujetos le otorgan a las instituciones que velan por su bienestar, Nieto pensó en voz baja: cuando todo se solucione, los miembros de la Comisión deberán hacer algo con la total incompetencia de Algún Secretario; sin duda lo harían si descuidaran de ese modo sus intereses privados.
Unos días después de este fugaz pensamiento, Nieto se permitió otra disrupción, ya menos ingenua, sobre la incompetencia de los burócratas. Alguien le había insinuado que quizá no se hubiese tratado de un error de distracción del secretario que tan torpemente borró el nombre de Abuela del libro, un error tan poco corriente como cualquiera que atañe a la administración de la muerte. Quizá no se hubiera tratado de un error, porque el difunto desconocido que ocupaba la parcela que había sido reservada para Abuela estaba enterrado -oh casualidad- junto a su esposa, en el único lugar que quedaba vacío en la fila. Sin embargo, hasta hoy Nieto sigue prefiriendo creer que se trató de un error y no de una decisión premeditada y voluntaria de Algún Secretario, una decisión consiente inspirada en cualquiera de las múltiples razones que suelen justificar este tipo de acciones y que tan bien conocen los judíos argentinos de los últimos veinte años. Pero para entonces, lo mismo daba que se hubiera tratado de un estúpido error o una nefasta decisión, porque en esos días Nieto se enteró que Algún Secretario ya había confesado su borrón y había reconocido ante la Comisión Directiva el gravísimo error.
Así, las cosas no podían ser más claras: la honorable Comisión Directiva tomaría cartas en el asunto, responsabilizándose por el error de su empleado y otorgando a la Familia una respuesta acorde a su justa demanda. Después de todo, es lo que manda la ética judía y, de un modo más próximo a la pegajosa cotidianidad, lo que los miembros de cualquier comisión directiva demandan permanentemente a las instituciones gubernamentales que administran sus vidas en sociedad tanto como individuos como Comunidad.
Reunión de Comisión
Hace unos días la Comisión Directiva de Turno (que, no está demás repetir, no es la que ocupaba los sillones cuando aconteció el entierro del difunto desconocido) convocó a Familia a una reunión extraordinaria. Era un martes. En el edificio de la Comunidad, que comparte con el Club Socio-Deportivo, se jugaba un partido de básquet. Las instalaciones estaban a oscuras y la flamante sala de reuniones en reparación, así que el encuentro tuvo lugar en el pequeño templo que funciona como antesala del principal. Los miembros de la Comisión Directiva eran por lo menos siete y los acompañaba el Rabino Actual. Por parte de la Familia fueron Tío, Madre y Nieto. Se sentaron en un círculo de sillas, como habrán hecho tantas veces los miembros de las comunidades de todos los tiempos y lugares para conversar sobre cualquier asunto.
A Tío, Madre y Nieto los sorprendió la frase que eligió la Presidenta para inaugurar el diálogo: “Estamos aquí para escucharlos, ¿qué han decidido?”. Por supuesto, Tío y Madre se mostraron perplejos, repreguntándole sobre qué habrían tenido que decidir ellos; después de todo, sólo eran unos simples miembros de la comunidad que habían llegado hasta allí con una inquietud que aún los dejaba perplejos. Ante esa ceguera inicial y como si no fuera evidente, continuaron explicando que estaban ahí para escuchar una respuesta, una solución a su justo reclamo, por parte de la Comisión Directiva.
Notaron entonces cierto carácter “defensivo” en la voz de la Presidenta, tonalidad que se extendió por el resto de la reunión: “¿Entonces por qué fueron a los gritos y con una escribana a la secretaría?”. Madre y Tío le explicaron entonces que nadie gritó y que la escribana estaba ahí para dar fe de lo que ningún ojo podría creer aunque lo viera. Tío vio entonces la necesidad de relatar los hechos tal como sucedieron desde el comienzo. Durante su relato, comenzaron a sucederse distintas interrupciones desde ambos lados. Ambos lados, sí, porque para entonces ya no eran un solo grupo de judíos conversando sobre cualquier asunto sino dos lados (o quizás más) confrontando sobre un problema muy particular -como siempre ha de haber sido y será con todo grupo real y posible de judíos-.
Durante la reunión habló mucho Rabino Actual que, al no pertenecer a esta Comunidad, podía posicionarse en los márgenes, como un tercero que mira de afuera. Contó que fue el responsable de hablar el tema con la Otra Familia, la del difunto que ocupaba el lugar reservado para Abuela junto a la tumba de Abuelo. Contó que parte de esa familia reconoció la gravedad del error y de la situación en general y estaba dispuesta a darle una solución trasladando el cajón, pero que otra parte no quería hacerlo. Y, repitiendo en varias oportunidades que la Halajá autorizaba el traslado, sentenció que éste no podía llevarse a cabo sin el consentimiento de la familia del difunto.
Entonces, por si no fuera suficientemente increíble todo lo que hasta entonces había sucedido, la Presidenta propuso como opciones: elegir un lugar nuevo para Abuela, separado del lugar de Abuelo o, literalmente, “desenterrar el cajón de Abuelo, trasladarlo a otro lugar y volver a reservar un lugar vacío para Abuela”. Esa fue su propuesta: desenterrar el cajón que había sido enterrado hacía ya casi diez años. Por suerte, ya ha sido dicho, estaba ahí el Rabino Actual, que se encargó de aclararle que eso sí estaba expresamente prohibido por la ley judía.
Durante el resto de las casi dos horas que duró la dolorosa y angustiante reunión, Tío, Madre y Nieto tuvieron la triste sensación de que no habían sido convocados para recibir una respuesta y que, por el contrario, debían estar justificando permanentemente su justo reclamo. El cuerpo del difunto estaba enterrado donde no debía pero no había nada que hacer. Algún Secretario había reconocido su borrón pero no había nada que hacer. Todos los miembros de la Comisión Directiva habían visto los recibos de pago que incluían las coordenadas del lugar reservado pero no había nada que hacer. “Elijan”, volvió a decir la Presidenta, “tiene la opción de elegir otro lugar, no ya al lado de Abuelo o…” y calló. Al parecer, no lo había pensado lo suficiente antes de decirlo, porque su abanico de soluciones se agotaba en esa sola alternativa. Su propuesta era que Tío, Madre y Nieto, ante la auto-asignada impotencia de la Comisión Directiva, cambiaran su posición frente al problema y eligieran otro lugar en el cementerio; que se resignaran y desistieran de su justo reclamo, que olvidaran los errores cometidos y reconocidos; y que, así, la vida comunitaria pudiera continuar como si nada hubiera pasado. Después de todo, a ningún dirigente comunitario le gusta que su gestión se vea incomodada y aún menos empañada por asuntillos como este.
Fue entonces cuando algunos miembros de la Comisión solicitaron a Tío, Madre y Nieto que se pusieran en su lugar. Entonces quedó en evidencia que la Comisión no sólo no pretendía ponerse en el desesperado y angustiante lugar de la familia perjudicada sino que, por el contrario, exigía a Tío, Madre y Nieto ponerse en el lugar de su propia frustración, ante la propia incapacidad para enfrentar el problema: el colmo de la empatía, el egoísmo naturalizado. Por supuesto, evitaron sin disimulo responder -y acaso también pensar- qué harían ellos si les tocara ocupar el lugar de Tío, Madre o Nieto en una situación semejante.
Nieto observó entonces que la mayoría de estos dirigentes, voluntarios que casi por casualidad estaban ocupando esas sillas en aquel desafortunado momento, se sentían doblemente víctimas: de una situación que inevitablemente habían heredado de una administración anterior (que, hay que decirlo, no se hizo presente esa noche ni ninguna de las que le siguieron) y de la ineptitud de sus empleados encarnados en las secretarias. Tío, Madre y Nieto debieron explicarles entonces, justificando nuevamente su presencia y su reclamo, que no estaban allí para culparlos a ellos de algo, ni acusarlos de algo, sino para recibir una respuesta a su reclamo y esperar su justo accionar. Nieto agregó que no podían esperar menos de ellos, porque eran justamente quienes ahora ocupaban el lugar del liderazgo comunitario, eran ellos quienes le tenían que poner el cuerpo a esa estructura abstracta que es la Comisión Directiva, eran ellos quienes se habían comprometido con los roles y funciones de dirección, decisión, administración y acción durante este periodo. Nieto pidió que por favor se hicieran cargo del rol asumido, que se hicieran responsables por la comunidad que hoy les tocaba dirigir. Algunos contestaron, a la defensiva, que “alguien como Nieto” sabía “cómo es eso de ser dirigente comunitario”: algo que “nadie quiere hacer”, algo en lo que “te meten sin preguntar”.
Tío entendía muy bien de qué hablaban. Había participado de numerosas comisiones directivas, de la Escuela y de la Comunidad. Los miembros de la Comisión se lo recordaron, e inmediatamente después agregaron que él figuraba como vocal de la Comisión precedente. Entonces Tío tuvo que explicar que sí, que dio su nombre para completar la lista, pero que su participación en la Comisión ausente no llegó más allá de la segunda o la tercera reunión, por diferencias con las políticas comunitarias que pretendían emprender. Finalmente ofreció la lectura de las Actas de Reunión como prueba de su “no-participación”; pero, por supuesto, a nadie le importaba verdaderamente su participación o ausencia, más allá de la posibilidad que ofrecía ese dato como argumento ofensivo.
Nieto los observaba perplejos; y quizá también con un poco de lástima: los miembros de la Comisión que había acaparado la palabra continuaron, siempre desde una posición defensiva, cuestionando su demanda de responsabilidad: qué por qué él, Nieto, no era un dirigente comunitario; que por qué él, Nieto, no se dedicaba a resolver esos problemas. Aunque trataba, por un momento Nieto dejó de escuchar las múltiples voces que hablaban. No sabía adónde querían llegar. A diferencia de Tío, Nieto no había participado de comisiones directivas porque no se sentía interesado -y menos aún capacitado- para hacerlo; por eso siempre rechazó abiertamente las ofertas que en oportunidades le hicieron, incluso la Presidenta de turno. Por el contrario, Nieto siempre se interesó por el trabajo educativo dentro de la Comunidad, para el que pensaba que sí estaba formado y con el cual se había comprometido en numerosas oportunidades y diversos ámbitos.
Fue al calor de las discusiones que tenían lugar en el pequeño templo cuando Nieto comprendió que muchos de los miembros de esa Comisión no estaban preparados para lo que les tocaba. Aturdido, insistió en la necesidad de asumir un verdadero liderazgo comunitario, que implicara tomar verdaderas decisiones y no simplemente administrar el paso del tiempo. Quizá lo pensó, quizá no alcanzó a decirlo, quizá fue interrumpido por el “liderazgo herido” de alguno de los miembros de la Comisión.
No eran más de siete u ocho los miembros de la Comisión que participaron de la reunión. Dos o tres decidieron no opinar durante toda la reunión. Otros, también dos o tres, se mostraron verdaderamente compungidos y sinceramente interesados en llegar a una solución digna para tan grave situación. Algunos intentaron diluir el justo reclamo que hacían Tío, Madre y Nieto esgrimiendo una pregunta “por el sentido” del deseo familiar de enterrar a Abuela junto a Abuelo, pero afortunadamente dieron marcha atrás en sus cuestionamientos cuando alguien les señaló que el sentido, sobre todo el relativo a la muerte de un ser querido, es personal. Lo que ahí sucedía no remitía a un problema de sentido, sino más bien a uno más material y frívolo, como la administración y burocracia comunitaria; uno que se extendía hacia las lindes de la ética judía y en particular hacia las de los valores comunitarios que tanto se predican.
En efecto, otros de los miembros de la Comisión apelaron a despertar en Tío, Madre y Nieto el sentimiento de pertenencia comunitaria, especialmente cuando Tío expresó que si no podían pensar otra alternativa (que no fuera aquella única que habían ofrecido), se vería obligado a recurrir a la ley civil bajo la que también descansan la institución comunitaria, todas sus comisiones, sus burócratas y sus simples miembros. Tío explicaba que no veía otra salida que no fuera la legal -dejando en claro a la susceptible Comisión que no se trataba de algo personal con cada uno de ellos- a la alternativa única que ellos ofrecían. Entonces, algún miembro de la Comisión mencionó el “costo social” que una decisión así implicaría para la Familia. Nieto se preguntaba entonces si ese miembro que “los advertía” siquiera era capaz de preguntarse por “el costo personal y familiar” que su inacción tenía para la Familia; la anti-empatía naturalizada, una vez más.
El recurso legal que obligan a considerar, pensó Nieto, tiene como fin último que situaciones como esta no vuelvan a repetirse en la Comunidad. Sería una victoria comunitaria que las sucesivas comisiones, los burócratas que la administran y los miembros de la Comunidad toda se dieran finalmente cuenta de que hay miembros que no están dispuestos a soportar este tipo de atropellos -como si fueran parte de una normal y saludable vida comunitaria- y seguir existiendo como si nada hubiera pasado. Atropellos, los ha habido y los hay de todas las formas, colores y tamaños en todas y cada una de las instituciones de esta Comunidad (y probablemente en todas, una premisa que a esta altura ya no vale como excusa ni como consuelo).
Mientras tanto, el Actual Rabino sugería que el camino legal no traería consigo más que desgaste. Tiene razón, pensó Nieto, imaginando que no debe haber nada más desgastante que un proceso judicial. Pero, por otro lado, cómo permitir tanta impunidad comunitaria, tanto lavado de manos, tanta mugre en forma de error. Ya no importaba el justo reclamo por el lugar que habían comprado en el cementerio, sino que al menos esos errores administrativos que dejan víctimas humanas no queden impunes y, de nuevo, que no vuelvan a repetirse con otras familias, con otros miembros. Esa es la lucha que vale la pena dar, pensó.
No quedó mucho después de esas dos horas de reunión, más allá de algunas heridas que todavía no han cicatrizado. Tío, Madre y Nieto se llevaron unas bien profundas. Hacia el final, algún miembro de la Comisión llegó a decir que “estaba desilusionado” de lo que había escuchado de su parte; nuevamente y para coronar esa noche nefasta, aparecía una vez más la ciega y egoísta anti-empatía que no puede otra cosa que mirarse a sí misma y tenerse lástima.
Poshistoria
Unas semanas atrás Nieto le contaba a un Amigo No Judío esta misma historia. Un amigo que sabe de la Comunidad más por viejos amigos judíos de otras provincias y otras comunidades que por la voz del propio Nieto. Cuando terminó de escuchar el relato, Amigo No Judío dijo: “Debés estar muy triste, doblemente triste: primero por lo angustiante de la situación, pero también por la desilusión que te habrá provocado esto como miembro de la comunidad judía”. Nieto respondió que sí, que estaba muy angustiado por la situación, pero que no estaba desilusionado ni mucho menos sorprendido por la respuesta comunitaria. Se descubrió entonces contándole situaciones semejantes (por lo menos en lo que representan simbólicamente para los implicados) que había escuchado y presenciado a lo largo de su transcurrir comunitario. Atropellos de toda calaña: discriminación y estigmatización del otro “judío pero distinto”, privilegios sostenidos por condiciones de estatus socioeconómico y favoritismos fundados en amiguismos, obstaculizaciones y exclusiones producto de dirigentes encaprichados con ideas que terminaron vaciando las instituciones.
Amigo No Judío lo escuchaba sorprendido: “Nunca lo hubiera imaginado”, decía, “por lo bien que hablás de tu pasado en la comunidad; pero sobre todo porque yo entiendo que el pueblo judío es el pueblo de la ética, con toda su historia de persecución, todo ese sufrimiento”. Nieto tampoco lo podía creer. Pero que era así y cada vez peor: esos valores éticos que identificaban al ser judío ya comenzaban a convertirse en leyenda.
“Creo que hoy en día estas situaciones pasan todo el tiempo en la comunidad judía argentina”, continuó Nieto. “Situaciones verdaderamente indignantes, vergonzosas, que se suceden una tras otra sin que nadie parezca advertirlo. No se dan cuenta de que algún día estos atropellos terminarán por definirnos. O peor: sí lo advierten, sí se dan cuenta y siguen atropellando, siguen dejando que los otros resulten atropellados”. Nieto hizo una pausa; repasó mentalmente algunos casos de relevancia nacional y agregó: “Casualmente muchas de estas situaciones indignantes han sucedido en relación con los cementerios”.
Un pensamiento cruzó fugazmente por su cabeza: quizá no es casual. Cuando los lazos sociales que “hicieron comunidad” hace ya demasiados años parecen resquebrajarse irreversiblemente, cuando el judaísmo vernáculo aparece vaciado de contenidos identitarios, de valores éticos y de un activismo valiente y comprometido, quizá no sea casual entonces que la batalla final se libre en ese último bastión de la vida judía que es el cementerio. Cuando lo humano y lo simbólico se hayan agotado, sólo quedará la lucha por el eterno espacio judío que representa el cementerio. Probablemente para entonces el judaísmo comunitario ya esté muerto y el cementerio haya perdido toda significación para las nuevas generaciones, que seguramente tampoco sabrán ya ni por qué o para qué son judíos.
“Quizá no esté mal que así sea”, pensó Nieto, mientras comenzaba a escribir el relato de lo sucedido a su familia las últimas semanas. No era la primera vez que se preguntaba por ese discurso que la mayoría de sus contemporáneos repite sin cesar -y sin pensar-: el discurso de “la continuidad del judaísmo” y en especial del judaísmo en forma de instituciones comunitarias que aglutinan una pluralidad que no soportan y que terminan estigmatizando o expulsando. ¿Es la búsqueda de una continuidad a cualquier precio? ¿Continuidad aunque todo contenido haya desaparecido, dando paso quizá a una comunidad sostenida en las diferencias con los otros, los no judíos? ¿Continuidad aunque los valores éticos más tradicionales y ante todo la verdadera búsqueda de justicia, se hayan tergiversado hasta la inversión, deformado hasta la caricatura? ¿Continuidad aunque el activismo comunitario haya resultado desvirtuado hasta perder su sentido o, peor, hasta la hipocresía?
Recordó entonces aquella escena que tanto lo conmueve. Aquella de la película Munich, de Steven Spielberg, como la de Schindler, pero mayormente ignorada en los ámbitos comunitarios, acaso por su denuncia más política. La escena se desarrolla en una estación de trenes. Luego de que el comando israelí asesinara a nueve hombres como represalia al atentado contra los atletas israelíes en las Olimpíadas de 1974, los cuatro integrantes del grupo secreto suben unas escaleras. Robert, el especialista en explosivos, se detiene en el último escalón y toma del brazo a Avner, líder del comando. Luego de confirmar que Avner piensa cometer un nuevo asesinato para vengar la muerte de uno de sus compañeros, Robert lo mira terriblemente angustiado: “Somos judíos, Avner. Los judíos no hacemos el mal porque nuestros enemigos lo hagan”. Con firmeza, el líder del grupo responde: “Ya no podemos darnos el lujo de seguir siendo decentes”. Y entonces Robert responde: “No sé si alguna vez fuimos tan decentes. Sufrir miles de años de odio no te hace decente. Pero se supone que debemos ser justos. Eso es algo hermoso; es judaico. Es lo que yo sabía, lo que me enseñaron, y que ahora estoy perdiendo. Si pierdo eso, pierdo todo; pierdo mi alma”. Robert decide abandonar el grupo, su pequeña comunidad de pertenencia: no tomará el tren a cualquier precio. Avner en cambio lo aborda corriendo, avanza embalado, enceguecido. La lectura de la escena se completa con el final de la película: Avner, que ha luchado por una causa comunitaria sin cuestionarla durante dos horas de película, termina refugiado de su propia comunidad, exiliado, como un paria. El paria de una comunidad que al cabo de esas dos horas es otra, una por la que ya no vale la pena luchar.
“¿Qué judaísmo queremos para nosotros y nuestros descendientes?” Nieto observa lo que queda de su Comunidad y piensa que quizá lo mejor sea repensar la organización de la vida judía contemporánea. Dejar caer finalmente esas paredes vacías que dan forma a las instituciones más tradicionales y recuperar la organización anterior a la época de la macro-institución judía: religiosa, social, deportiva, política, cultural. Quien piense que el judaísmo siempre fue como lo es en la actualidad estará teniendo una visión poco judía de la historia judía. Acaso la principal característica del pueblo judío sea justamente esa capacidad, esa necesidad, de repensarse constantemente, de reinventarse a partir de los mismos textos y los nuevos. Quizá sea tiempo de abandonar la institución total y volver a encontrarnos en pequeñas, numerosas y diversas comunidades plurales. Nieto era muy pequeño en los tiempos anteriores a la institución única, cuando en Mendoza, había decenas de comunidades; incluso grandes familias que tenían sus propios templos. Quizá sea el momento de encontrarnos en comunidad con los otros a los que verdaderamente les importamos, encontrarnos junto a otros para los que realmente valemos: la familia primero, pero principalmente todos esos amigos, compañeros y conocidos que, paradójicamente, hicimos dentro de la misma Comunidad. Después de todo, la vida judía comunitaria sin comunidad es un sinsentido.
Después de la reunión con la Comisión Directiva, Nieto habló con Abuela sobre lo ocurrido. Afortunadamente, la sabiduría de vida y los valores éticos de Abuela le permitieron tomarlo con humor y afirmar con tono de broma: “Entonces que me cremen”. Sin embargo, en su angustioso silencio, Nieto sabe muy bien que alguna vez Abuela le contó que estaba pensando comprar ese lugar junto a la tumba de Abuelo, reservarlo para ella.
Nieto termina de escribir y piensa “¿Qué pasará en adelante?”. Inmediatamente se responde: “Imposible saberlo”. Probablemente Tío y Madre deban elegir algún lugar libre en el cementerio, lo más cerca posible a la tumba de Abuelo. Probablemente la Familia nunca recurra a la ley para esclarecer su problema con una Comunidad que no está a la altura ética de las situaciones que ella misma genera y de las que no puede hacerse cargo. Probablemente los burócratas secretarios sigan trabajando y quizá también cometiendo errores impunemente. Probablemente la Comisión Directiva no sólo no vuelva sobre el tema sino que además se muestre ofendida y enfadada ante la divulgación de este escrito. Probablemente el tiempo de esta Comisión pase sin pena ni gloria y se sigan cometiendo atropellos sin que nadie los asuma responsablemente (“ojalá me equivoque en este último punto”, pensó Nieto). Eso sí, es seguro que nosotros no olvidaremos y, sobre todo, que no nos quedaremos callados, como si nada hubiera pasado.