Cafe Americain. 05/10/24

El autodesprecio occidental y la ofrenda de Israel

El Estado judío encarna, para algunos, todos los pecados de la modernidad.
Por Tomer Pérsico. Traducción: Kevin Ary Levin

En 1978, mientras las protestas contra el shah iraní Mohammad Reza Pahlavi aumentaban en volumen y frecuencia, Michel Foucault visitó Teherán. Escribió varios artículos para la prensa francesa e italiana sobre los acontecimientos revolucionarios y conversó con el escritor Baqir Parham para dialogar sobre la actualidad mundial.

Dirigiéndose primero a Occidente, Foucault señaló que el deseo de establecer una “sociedad no alienada, clara, lúcida y equilibrada” había engendrado, a lo largo de los doscientos años anteriores, al capitalismo industrial occidental que, según postuló, es “la sociedad más dura, salvaje, egoísta, deshonesta y opresiva que uno pueda imaginar”.

Occidente, al parecer, era pura maldad. Pero la nueva esperanza había emergido desde el Oriente, específicamente de Irán, donde tanto jóvenes como viejos se estaban liberando del yugo de la tiranía. Foucault le dijo a Parham que estaba de acuerdo con quienes en Irán decían que Marx tenía razón acerca de que la religión era el opio de las masas, excepto cuando se trataba del Islam shiíta. El shiísmo era diferente, conjeturó Foucault, debido al “papel del shiísmo en el despertar político”.

Foucault aplaudió a la multitud y escribió con entusiasmo sobre el movimiento para derrocar al Shah (sin duda un dictador corrupto). Al leer sus palabras, uno tiene la impresión de que, incluso más que desear la libertad para el pueblo iraní, Foucault parece estar entusiasmado con lo que percibía como el rechazo iraní a la modernidad.

“Los acontecimientos recientes”, escribió apenas un mes después de su conversación con Parham, “no representaron un retroceso ante la modernización por parte de elementos extremadamente retrógrados, sino el rechazo, por parte de toda una cultura y de todo un pueblo, de una modernización que es en sí mismo un arcaísmo”.

No era el movimiento jomeinista el que era retrógrado, sino la modernidad misma. Como marco arcaico, debía ser eliminado, y Foucault celebraba lo que percibía como el rechazo de Irán. “La modernización como proyecto político y como principio de transformación social es cosa del pasado en Irán”.

Como parte de la tradición filosófica francesa (moderna en sí misma, por desgracia), Foucault identificaba la revolución con la volonté générale del pueblo iraní. En consecuencia, esperaba (en extraña contradicción con gran parte de su pensamiento publicado) que, si bien la modernidad había alienado a los iraníes de sí mismos, la adopción del islam fundamentalista les restituiría su verdadera identidad y les permitiría expresar la verdadera libertad.

Foucault imaginaba que el movimiento revolucionario islamista terminaría, no en una teocracia despiadada, sino en una ideal “espiritualidad política”, marcando el comienzo de una nueva forma de política no alienada, tanto para el Medio Oriente como para el mundo entero. Su fracaso moral y político lo perseguiría durante los pocos años que le quedarían de vida, sobre los cuales el autor francés Didier Eribon escribe que “Las críticas y el sarcasmo que recibió Foucault como respuesta de su ‘error’ sobre Irán aumentaron aún más su desánimo… Durante mucho tiempo, Foucault muy infrecuentemente comentaba algo sobre política o periodismo”.

Releer el romance de Foucault con la revolución iraní no tiene nada de nostálgico hoy, cuando hace sólo dos meses una heredera de Foucault tan prominente como Judith Butler insistió en que el ataque de Hamás contra civiles israelíes el 7 de octubre de 2023, que incluyó asesinatos en masa, violaciones sistemáticas y secuestros de familias enteras, así como el intento de limpieza étnica de más de veinte localidades y tres ciudades, fue “resistencia armada” y “no un ataque terrorista”. El enamoramiento de los pensadores de la izquierda radical occidental con el terrorismo islamista ha sido más o menos una constante, remontándose al apoyo de la Unión Soviética a la OLP después de la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando los soviéticos vieron la oportunidad de poner un freno a la influencia estadounidense en la región. Pero incluso sin entrar en las razones histórico-geopolíticas de esta alianza, sus síntomas han sido constantes y se han intensificado especialmente después del 11 de septiembre. Tras este atentado, se podía leer al teórico posmodernista francés Jean Baudrillard afirmar que: “El sistema obligó al Otro (Al Qaeda) a cambiar las reglas del juego. […] El terrorismo es el acto que devuelve una singularidad irreductible al corazón de un sistema generalizado de intercambio”. Nuevamente en esta idea nos encontramos con el capitalismo como el demonio infernal contra el cual se rebelan los terroristas, y también con la esperanza de una existencia auténtica (“singularidad irreductible”) nacida a través de la dolorosa, aunque “inevitable”, labor del asesinato en masa.

El fundamentalismo islamista es un viejo favorito de estos pensadores, y sin duda su marcada ajenidad frente al Occidente secular aumenta su encanto “auténtico”. Pero no hay nada especial en el fundamentalismo islamista dentro de este género de pensamiento, como puede comprobarse, por ejemplo, ya en el infame prefacio de Sartre a la obra Los condenados de la tierra de Franz Fanon (1961). Sartre evoca estandartes similares cuando dice que, en la rebelión de los colonizados, “derribar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, destruir al mismo tiempo a un opresor y al hombre al que oprime: queda un muerto y un hombre libre; el sobreviviente, por primera vez, siente el suelo nacional bajo sus pies”.

Foucault imaginaba que el movimiento revolucionario islamista terminaría, no en una teocracia despiadada, sino en una ideal “espiritualidad política”.

Encontramos aquí el modelo para la búsqueda del ser auténtico a través del engrandecimiento de la violencia, aunque aparezca relacionado con un nacionalista indígena más general, no específicamente con el fundamentalista islámico. Pero hay algo más que es común a todos estos argumentos, que es el objeto de esta violencia considerada “auténtica”. Siempre es Occidente.

Más que un enamoramiento romántico por el no tan noble salvaje, lo que tenemos es un rechazo a Occidente, condenándolo a la par que su hija, la modernidad, como esencialmente violento, opresivo, imperialista, patriarcal o simplemente malvado. Este género de pensamiento tiene una historia, como lo demuestran Avishai Margalit e Ian Buruma en su libro Occidentalismo (un juego de palabras, por supuesto, sobre Orientalismo de Edward Said). Desde el siglo XVIII en adelante, “Occidente” siempre ha sido denigrado por sus vecinos orientales, aunque la forma en que se definía Occidente haya cambiado con el tiempo. Francia difamó a los ingleses, Alemania pensó que “París, Europa, Occidente”, como escribió una vez Richard Wagner, estaban corruptos con “libertad y también alienación”, pensadores rusos como Tolstoi y Dostoievski pensaron de manera similar también sobre Alemania, y los intelectuales indios, chinos y japoneses veían a toda Europa como degenerada y depravada.

Varias corrientes de pensamiento se unen para producir este odio. El romanticismo, por supuesto, que considera al racionalismo y al intelectualismo como espurias artificialidades desconectadas de la vida; la visión aristocrática premoderna del comercio como algo degradado y degradante; la devoción tradicional a la jerarquía y la autoridad, y la consiguiente condena a una cultura que se desprende de ellas; la objeción religiosa a la secularización; y quizás sobre todo, el temor y el sentimiento de pérdida que conlleva la transición de una comunidad a una sociedad.

Esta transformación de Gemeinschaft a Gesellschaft (de comunidad a sociedad), quizás la cuestión cardinal sobre la que se estableció el campo de la Sociología debería verse como el máximo temor de cualquier civilización tradicional. El paso de la familia extensa orgánica o de la aldea a la individualidad autónoma, de un mundo impregnado de mitos y religiosidad a un universo desprovisto de encanto dedicado a la meritocracia y al trabajo, es lo que Durkheim advirtió como “anomia”, o lo que Max Weber, al final de su magistral La ética protestante y el espíritu del capitalismo llama “petrificación mecanizada, adornada con una especie de agarrotada petulancia”. Ésta es la crisis que el Occidentalismo desdeña y contra la que, en el fondo, se rebelan Foucault, Baudrillard, Sartre y Butler.

Por supuesto, el fascismo también se rebeló contra la “decadencia” de la sociedad liberal y prometió una Volksgemeinschaft (comunidad nacional) feroz y fiel. ¿Y no estaban algunos sectores dominantes de la tradición marxista, que también se oponían al liberalismo y prometían una nueva sociedad libre de alienación, en realidad buscando un retorno a la hermandad tribal premoderna? “La protesta contra las abstracciones de la modernidad”, escribe el sociólogo Peter L. Berger, “está en el corazón del ideal socialista”.

Por supuesto, uno puede dudar o incluso ser crítico acerca de estas cosas y no odiar al Occidente, y mucho menos verlo necesariamente como la sociedad “más dura, salvaje, egoísta, deshonesta y opresiva” que se pueda imaginar. Después de todo, poder decir estas cosas en público es en sí mismo la tradición liberal occidental: su fomento de la crítica, la autocrítica y la libertad de expresión, que con razón pueden considerarse el sello distintivo de la modernidad, aunque hoy en día vemos estos valores cada vez más atacados.

Ahora mismo, sin embargo, esta extraña revuelta antimoderna apunta a Israel. Como manifestación más obvia de “Occidente” en el seno del “Oriente”, como lo que se considera el último resto vivo del dominio colonial y del imperialismo (por pequeño que sea en términos relativos), Israel actúa como pararrayos de la hostilidad occidentalista. Por supuesto, muchas de las críticas a Israel están justificadas. Israel está subyugando militarmente a otro pueblo y, trágicamente, no da señales de querer poner fin a esa subyugación. Pero la amalgama de poscolonialismo, posnacionalismo y antirracismo que se manifiesta como una celebración de la “resistencia” de Hamas señala algo más profundo que una objeción justificada a la ocupación militar.

Basta escuchar los llamados a la destrucción total del Estado para comprender que el fenómeno que estamos presenciando transmite un sentimiento mucho más profundo que la defensa de la independencia palestina.

La multitud que alterna entre llamados de alto al fuego y llamados a la intifada global se hace eco de Foucault y Baudrillard, pero esta vez no ve al Shah ni al mercado global, sino a Israel, como el instrumento de la modernidad que debe ser superado. En su ubicación focalizada, su orgullo descarado y su contraste con sus vecinos, Israel se convierte en un escudo de armas occidental atrapado dentro de un arabesco oriental, una representación emblemática de Occidente, una metonimia de todo el campo civilizatorio que abarca desde la Ilustración hasta el complejo industrial-militar de la actualidad.

Así como derrocar al Shah era insignificante para Foucault en comparación con el rechazo de la modernidad, o la jihad fundamentalista de Al-Qaeda era invisible para Baudrillard, por centrarse en lograr la “singularidad irreductible” en una lucha imaginaria contra las fuerzas del mercado capitalista, la realización posible del derecho de autodeterminación de los palestinos es sólo un espectáculo secundario para la soñada erradicación de esa isla de occidentalidad en el seno del Oriente.

El carácter judío de Israel obviamente hace que esto sea un doble golpe. Como progenitor del cristianismo, el judaísmo es concebido como el núcleo más primitivo de Occidente, y es este el punto primordial de nuestra hiperoccidentalidad. Israel se convierte así en un tótem de Occidente, que retrata los espíritus malévolos de toda la historia de Occidente. En una increíble ironía histórica, los judíos ya no somos una nación paria semítica oriental ni una raza subhumana degenerada, sino los representantes más puros de Occidente y los supremacistas blancos más atroces.

Como esencia original de Occidente, Israel carga naturalmente con el pecado original de Occidente: el colonialismo territorial y cultural. Hacer que Israel pague por su colonialismo racista no sólo es un paso obligatorio en la larga marcha hacia la justicia, sino que también sirve como una práctica depurativa para otros occidentales. Quemar a Israel, la efigie de Occidente, limpiará al propio Occidente de sus transgresiones pasadas. El deseo de erradicar a Israel es terapéutico, incluso salvífico: los pecados de todos los antepasados, aquellos europeos imperialistas, colonialistas y esclavistas, finalmente serán expiados. El Estado judío está así condenado al sacrificio, para ser quemado como holocausto para la redención de los pecados originales de Occidente.

En octubre de 2021, poco después de la retirada militar estadounidense de Afganistán, Ami Horowitz realizó una campaña de recaudación de fondos para los talibanes en el campus de la universidad UC Berkeley, en un evidente truco satírico. Al decirles a los estudiantes que los talibanes necesitaban el dinero para “atacar los intereses de EE. UU. en todo el mundo y dentro del territorio estadounidense” para “humillar a Estados Unidos con violencia”, encontró estudiantes interesados ​​y dispuestos a donar. El autoodio occidental, en determinados círculos, se ha puesto de moda hasta el punto de la banalidad. Las razones, que de forma explícita se anuncian como “imperialismo” o “supremacía blanca”, son en realidad mucho más sutiles. Es un rechazo, por parte de toda una cultura, de la propia modernidad. No conseguimos perdonarnos a nosotros mismos por habernos vuelto modernos.