Israel e Irán: algunas certezas y muchas preguntas

Como una repetición más grave del pasado abril, al momento de escribir estas líneas, Israel se prepara para algún tipo de represalia de Irán y de sus aliados luego de los asesinatos de Fuad Shukr en el Líbano y de Ismail Haniyeh en Irán. Al momento, tenemos algunas certezas y muchas preguntas.
Por Kevin Ary Levin

Tras el asesinato de 12 niños y adolescentes en la aldea drusa de Majdal Shams, en los Altos del Golán, todo indica que Netanyahu y su gobierno decidieron cambiar las reglas del juego, asumiendo el riesgo (o tal vez con la intención) de romper el tenso y violento equilibrio que se impuso desde el 7 de octubre. La intención parece haber sido reafirmar con fuerza la capacidad de disuasión de Israel ante sus múltiples enemigos en la región, pero su efecto secundario fue poner en movimiento una serie de eventos mayoritariamente ajenos a su control.

Quizás el tiempo aclare las causas que guiaron una decisión aparentemente contradictoria: mientras que el ataque fácilmente explicable a Fuad Shukr -uno de los jefes de Hezbollah- indicaba moderación (al haber optado por un ataque selectivo y no una operación masiva), el ataque contra Haniyeh -el jefe político de Hamas, asentado en Qatar desde 2016- en la capital iraní dio la señal de un Israel y un Netanyahu sorprendentemente dispuestos a tomar riesgos. El resultado fue acercar de nuevo, todavía más que en abril, el escenario que Estados Unidos y otros actores aceptan como el peor de los posibles desde el 7 de octubre: un enfrentamiento directo entre Israel e Irán. Una demostración de fuerzas, sin duda, que ayuda a recordar a los enemigos de Israel la capacidad de las fuerzas de seguridad y de inteligencia israelíes de llegar hasta destinos impensables para vengar a sus muertos y proteger a sus ciudadanos. Pero es una decisión que nos deja en terreno sin navegar.

Más allá de estas consideraciones opacas, la decisión tiene visibles consecuencias negativas. La primera afecta a los 115 secuestrados en Gaza -de los cuales no sabemos cuántos están con vida- cuyas posibilidades de ser liberados por un acuerdo que incluya intercambio de prisioneros y cese al fuego (temporal o permanente) quedan seguramente suspendidas en el futuro cercano. Hamas necesita poder enmarcar el 7 de octubre y la guerra en términos victoriosos ante su propia población, considerando que se encuentra disputando la calle y las conciencias palestinas, y difícilmente lo pueda hacer en un contexto en el que su liderazgo sobreviviente parezca apurado por una herida mortal infligida por Israel. Difícilmente decida ceder en los puntos todavía no acordados en las negociaciones cuando existe la sospecha de que alguno de los miembros del llamado “eje de resistencia” finalmente se involucrará de forma más directa en la guerra, tal vez de forma estable. Este auxilio, que Hamas pide desde el principio de la guerra a sus aliados, parece estar a punto de ser logrado gracias al accionar israelí. ¿Podía el gobierno israelí realmente no entender que la decisión de matar a Shukr y -sobre todo- a Haniyeh torpedeaba los esfuerzos diplomáticos en torno a un acuerdo de liberación de rehenes? ¿O verdaderamente, como informa la prensa israelí, Netanyahu ha decidido no hacer de los 115 rehenes su prioridad, suponiéndolos a todos ya muertos en Gaza o condenándolos a que lo estén?

Otra víctima de los ataques, además de los objetivos, es Estados Unidos. La decisión de realizar estos operativos durante los últimos días parece haber sido tomada sin el consentimiento de Estados Unidos. Si esto es así, habla de la debilidad del principal aliado de Israel, que viene suministrando al esfuerzo de guerra israelí unos 12.500 millones de dólares, como cálculo conservador, sin ganar el derecho a ser informado de las decisiones trascendentales de su pequeño pero importante aliado en el Medio Oriente. Si, por otro lado, Estados Unidos sabía, la imagen que deja es de una superpotencia que no puede evitar que sus aliados menores cumplan su voluntad. En cualquiera de los dos escenarios, esto no deja una imagen positiva de la administración Biden ni de los demócratas, dedicados a una campaña todavía muy justa contra Donald Trump de cara a las elecciones del 5 de noviembre. No sorprenden, entonces, los trascendidos sobre el enojo de Biden con Netanyahu. ¿Tiene tanta confianza Netanyahu en su capacidad de seguir haciendo fluir la ayuda económica de Washington, a pesar de las reiteradas ofensas contra la Casa Blanca? ¿Cuál será el futuro de la relación bilateral si su apuesta por Trump sale mal y Kamala Harris gana las elecciones?

El nuevo escenario es particularmente preocupante porque tanto Israel como Irán tienen fuertes presiones internas que los obligan a responder cuando su territorio o intereses son atacados, sumadas a la necesidad iraní de no parecer débil ante sus aliados más radicalizados en la región. El pasado abril, esta combinación dejaba la sensación de que la respuesta iraní al ataque en Damasco del 1 de abril no se iba a hacer esperar mucho, pero la forma en la que se dio -un ataque el 13 de abril con drones y misiles que fue grande pero anunciado, lento, y que utilizó tecnología que Israel y sus aliados pudieron interceptar, en su mayoría antes de llegar al espacio aéreo israelí, dejando un saldo total de una persona herida-  indicaba la voluntad de reducir la tensión y provocar una gradual desescalada. Israel a su vez respondió, destruyendo el 19 de abril unos radares aéreos cerca de Isfahan, en un ataque que permitió a Irán afirmar que la ofensiva israelí había sido frustrada en su totalidad: de esta forma, se reducía la tensión sin que nadie se viera obligado a mostrar debilidad. Nada en este nuevo escenario indica esa predisposición a desescalar, salvo la certeza de que Irán -con su ejército más grande, pero su tecnología de defensa anticuada- no puede enfrentarse a Israel en combate aéreo. Incapaz también de realizar asesinatos selectivos como su rival, la respuesta probable es por ahora un nuevo ataque con misiles y cohetes, pero más numeroso y desde más frentes que el de abril. Esto es porque Irán dejó en claro que los sucesos de fines de julio son más graves que sus antecesores, generando entonces la necesidad de una respuesta más violenta. La esperanza iraní entonces podría ser poner a prueba los sistemas de defensa aérea israelíes con un ataque de dimensiones nunca antes visto, con la esperanza de que parte de ellos lleguen a su objetivo en territorio israelí, o al menos agotar la reserva de misiles de Domo de Hierro y de los sistemas similares. Esto profundizaría la dependencia israelí de la ayuda estadounidense, justo cuando la relación bilateral está más desgastada que nunca.

Al momento de cerrar este artículo, hay un consenso casi total atrás de la idea de que la respuesta iraní y de sus aliados está en camino. La magnitud de esta respuesta y el daño que produzca a Israel establecerá el tono de los próximos meses en la región. Con todas estas potenciales consecuencias negativas, queda la mayor pregunta de todas: ¿valía la pena el riesgo de prender fuego a la región entera, lanzando a la población israelí y al mundo entero hacia especulaciones frenéticas sobre el futuro, para matar a líderes de agrupaciones enemigas, indudablemente culpables de numerosas muertes, pero también fácilmente reemplazables? Quizás el tiempo aclare eso también. El mismo tiempo que obligará, en algún momento en el futuro, a los actuales líderes políticos israelíes -que hoy parecen pirómanos dirigiendo los destinos de una sociedad que no sabe qué hizo para merecer este castigo- a dar respuestas por las consecuencias de sus decisiones.