¿Y si sale bien? Una reflexión en perspectiva histórica del programa económico de Milei

Del salariazo y la revolución productiva a la motosierra y prender fuego el Banco Central. ¿Ultra-ortodoxo o pragmático? ¿Monetarista extremo o cepo-dependiente? ¿Tecnocracia o Gobierno de las corporaciones? ¿“El que avisa no traiciona” o “estafa electoral”?
Por Matías Wasserman*

La caracterización sintética del programa económico elegido por Javier Milei no es obvia ni unívoca. Quienes enfatizan el papel del ajuste fiscal se ven tentados a llamarlo “ultraortodoxo”, mientras quienes señalan principalmente el sostenimiento de los controles cambiarios se animan incluso a llamarlo, provocativamente, “heterodoxo”. Las medidas de desregulación inscriptas en el DNU 70 y la Ley Bases, o las que impulsa Sturzenegger, se encuadran en el manual libertario. Pero la intervención sistemática en los dólares financieros (a los que muchos antes llamaban “libres” y ahora llaman “ilegales”), o la negativa a homologar paritarias por encima del 2%, probablemente harían enfurecer al mismísimo Hayek.

En cuanto a la política monetaria, es recurrente la retórica inspirada en Milton Friedman que sugiere dominar (contraer) la cantidad de dinero en la economía, aunque se combine con una medida más bien alejada del mainstream para contextos inflacionarios como lo es la reducción de las tasas de interés, volviéndolas aún más negativas en términos reales. Si hacemos doble click en el recorte del gasto, surgen discusiones respecto de si se trata o no de una promesa electoral: si bien es cierto que la palabra “ajuste” fue mencionada como nunca antes en una campaña electoral, Milei (el candidato) aseguraba que “esta vez” el ajuste lo iba a pagar la casta. A menos que los jubilados, los trabajadores que utilizan el transporte público, los docentes universitarios y los monotributistas sociales formen parte de “la casta”, el escenario actual no parece ser lo prometido.

Así las cosas, diversos analistas suelen argumentar que no hay mandato más importante para el presidente que el de estabilizar la economía. En el mismo sentido, una reciente encuesta de la consultora Zubán-Córdoba asegura que el 60% de sus propios votantes dejaría de apoyarlo en caso de una nueva aceleración inflacionaria. De ahí que el último dato de inflación para el mes de agosto (4,2%) haya encendido una luz de alarma generalizada.

En concreto, el camino económico elegido por el Gobierno para reducir el alza de precios fue el de una devaluación brutal seguida de microdevaluaciones mensuales del 2% y un ajuste fiscal sin precedentes. Desde la lógica del Gobierno, “secar la plaza de pesos” -tanto por los recortes del gasto como por la supresión de la emisión monetaria- bastaría para garantizar la tan anhelada desaceleración inflacionaria. La recesión, entendida como inevitable por la corrección de precios relativos y una economía que “vivía por encima de sus posibilidades”, es concebida como funcional al programa por dos cuestiones: por un lado, disciplina las remarcaciones de precios por parte de empresarios, así como las paritarias al alza por parte de trabajadores en un contexto de elevación del desempleo. Por otro, reduce la demanda de importaciones y por lo tanto, la demanda de dólares. En la lógica oficialista, el rebote recién llegaría una vez que se multipliquen las inversiones, escenario posibilitado por el nuevo clima de libertad impulsado por herramientas como el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) o la rebaja del Impuesto de Bienes Personales. La filosofía detrás de estas medidas no es nueva en la historia argentina: no es más que lo que solía llamarse “Teoría del derrame”: mayores beneficios para los de arriba derramarán en mejoras para los de abajo.

Por lo mencionado, y dado que Milei no se ha cansado de repetir el estima que le tiene a Menem y a Cavallo, puede ser pertinente analizar la etapa actual en espejo a lo ocurrido durante los años noventa: no sólo porque el mandato de la estabilización de precios fue alcanzado con relativo éxito, sino también porque el clima empresarial resultante de las privatizaciones y la desregulación -implementadas en aquel momento bajo la luz del Consenso de Washington- parece ser la vía por la cual el gabinete actual imagina dejar atrás la recesión y volver a colocar a la Argentina en un sendero de crecimiento económico sostenido. La comparación entre los planes del gobierno actual y del menemismo brota, entre otros motivos, de haber tenido que hacer frente a un problema relativamente similar. Si bien no es correcto hablar de “hiperinflación” en 2023 (más allá de la creatividad matemática de Milei, que habló de una tasa de 17.000%), de algún modo podemos encontrar una comparación posible a la de 1989 dados los efectos disciplinadores que produjo la suba de precios en la sociedad y la voluntad de pagar (algunos) costos necesarios para resolver ese flagelo.

Hay dos preguntas que caben hacerse entonces. La primera, respecto a su deseabilidad: ¿es el antecedente de los noventa una experiencia conveniente a replicar? La duplicación del desempleo, el aumento de la pobreza y la precariedad laboral, el crecimiento de la desigualdad y el deterioro de las capacidades productivas debe, como mínimo, hacernos dudar. Es cierto que la pérdida del poder de compra de la moneda perjudica a la población, y que por ello es urgente atacar la inflación, pero si el objetivo es justamente mejorar las condiciones de vida, ¿por qué optaríamos por replicar un modelo que dejó afuera a millones de personas? A la vez, no debe olvidarse que fueron esos niveles intolerables de exclusión en lo social, y el incremento insostenible de la deuda externa en el terreno macroeconómico, dos factores determinantes para la implosión de ese mismo modelo: ambas consecuencias endógenas del programa.

El segundo interrogante se vincula con la viabilidad: ¿es replicable en el contexto actual una estabilización como la de la convertibilidad? Hay, como mínimo, 3 factores económicos y uno político que nos orientan a negarlo. El primero de ellos radica en los niveles de endeudamiento. En los noventa, casi todos los países de la región se enfrentaban a una crisis de deuda externa, lo cual llevó a Estados Unidos a implementar un programa de reestructuración de deudas soberanas. Esto habilitó a países como México, Brasil y la Argentina a postergar pagos de manera significativa y así desagotar una fuente relevante de demanda de divisas. El segundo factor económico gira en torno a la confiscación de depósitos establecida por el plan Bonex, ni bien asumida la presidencia de Carlos Menem. A pesar de que el programa no fue exitoso en un primer momento y derivó en un nuevo pico inflacionario, permitió al Gobierno evitar que el sobrante de pesos de la economía pudiera impulsar una corrida cambiaria contra el dólar. Por último, el patrimonio público liquidado mediante las privatizaciones era tal que las ventas de empresas públicas representaron un ingreso de aproximadamente 40.000 millones de dólares[1] para el Estado, incrementando notoriamente las reservas internacionales del Banco Central. En lo político, tampoco debe menospreciarse el hecho de que Menem contara con el apoyo de gran parte de la corporación política. No era un outsider: gobernadores, sindicatos, el Partido Justicialista y el Congreso apoyaban activamente el programa.

Hoy, una parte importante de la sociedad argentina está pagando los altísimos costos de la estabilización (150.000 empleos formales perdidos, aumento de la pobreza de 10 puntos, duplicación de la indigencia, una recesión brutal y un verdadero industricidio) pero muy pocos gozan de sus beneficios. Aún con todos los deberes hechos, desde mayo que la evolución del IPC no puede perforar el 4% y, en agosto, tanto el Índice general como la inflación núcleo (que excluye los componentes regulados y estacionales) incluso mostraron un aumento respecto al mes anterior.

El problema precede a las medidas y no tiene únicamente que ver con la insensibilidad o la crueldad que caracteriza a varios de los funcionarios, sino que radica en un diagnóstico insuficiente y ahistórico de la economía argentina, que dejó afuera dos elementos imprescindibles para la elaboración de un plan de estabilización certero: las tensiones cambiarias que surgen de la escasez recurrente de divisas y la inercia inflacionaria que resulta de la puja distributiva, no sólo entre clases, sino también entre sectores.

* Economista e integrante del Observatorio de Coyuntura Económica y Políticas Públicas (OCEPP)


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