Se trata de una compilación de narraciones que busca darle el lugar que merecen algunas de las producciones literarias que, como pequeñas joyas, legó a los lectores una escritora que padeció la tragedia del campo de concentración, donde murió asesinada.
Son cuentos escritos con una impronta autobiográfica, que exploran con desenvoltura y apelando a la ficción las vidas de variados personajes, con el marco omnipresente de las contiendas políticas europeas que vivió Némirovsky.
Nacida en una familia de la clase alta, Irene padeció la indiferencia de una madre frívola y un padre banquero, una vida diaspórica temprana, ya que, de Rusia, su país de origen, la familia se trasladó a Finlandia y luego a París.
La Sorbona la recibió para estudiar Letras y le dio la disciplina y el saber necesarios para convertirla en la autora elegante de la novela Suite francesa, que le dio un sitial de prestigio entre las escritoras europeas.
Con la asunción del gobierno colaboracionista de Vichy, régimen comandado por el mariscal Pétain, Irene tuvo que crear seudónimos para poder trabajar y firmar sus textos refinados, sin negar su judaísmo. “Se vale de la sensibilidad francesa para explorar el universo burgués que rodea a personajes atenazados por el paso del tiempo, las tensiones amorosas y los desencuentros familiares”, escribe Oloxairac. Los pequeños placeres, lo femenino, la pertenencia a una clase privilegiada está allí, en cada cuento, dándole una atmósfera encantadora al conflicto de la narración.
Por otra parte, hay una “otra voz” que remite al fondo de lo que se evoca: la intimidad y una “especie de tensión fractal” frente al amanecer de la revolución de octubre, el encuentro de mujeres exiliadas de la Guerra Civil Española y del triunfo bolchevique, o el ingreso de inmigrantes pobres vistos con temor por los que ya se han asimilado y no quieren que la cólera y los pogroms vuelvan a arrasarlos.

En los cuentos, la realidad macro choca con la vida privada, la invade y explota. También se da cuenta de los momentos en que lo humano se convierte en bestial o aquellos en que la melancolía por lo perdido lo ocupa todo.
La narradora trae al presente una locura diaria que va convirtiendo la existencia en algo insoportable, desesperante, sin futuro, como si anticipara lo que, a la autora, como a seis millones de judíos, le terminó por suceder: perecer frente al genocidio.
Ni siquiera el amor salva a los personajes ya que lo romántico, mucho más optimista en el siglo XIX, se encarna siempre como desencuentro o ilusión. Es decir, como frustración y desdicha.
“Irene escribe todo el día. Se instala con su pluma favorita frente al escritorio en su balcón vidriado, desde donde puede ver el jardín. Deja que su hijita Denise juegue bajo el escritorio, bajo la condición de que lo haga en silencio. Su marido Michel pasa a máquina sus manuscritos; el escritorio de Irene es el vórtice en torno al cual gira la familia”, cuenta la prologuista de la obra. “Su ritmo es exigente y sostenido. Publica una novela por año a las que llama novelas alimentarias, además de varios cuentos recogidos por esta selección. Sólo aminora el ritmo en 1932, año en que muere su padre, y en 1937, cuando nace su segunda hija”, Elisabeth.
Antes de instalarse en el gusto de los lectores, Irene envía el manuscrito de una novela, David Golder, a la misma editorial que había publicado a Marcel Proust. Es una joven menuda de 26 años a quien le aceptan el texto que se convertirá en éxito de ventas. Allí retrata el perfil de un banquero judío ruso, inspirada en su padre. Y aunque muchos creen ver en el estereotipo que delinea una perspectiva autoodiante, se trata sobre todo de una especie de venganza literaria desde adentro de unos personajes ambiciosos y materialistas, donde la madre es la que queda peor parada. “Estoy demasiado orgullosa de ser judía como para haber pensado alguna vez en negarlo”, dirá tiempo después, ya bajo el asedio de antijudaísmo, arrepentida de esa novela.
Haber sido contemporánea de las vanguardias, no significó que se sintiera afín al dadaísmo y al surrealismo. Lo suyo fue más clásico o naturalista, cercano a Chéjov, Tolstoi o Zola.
Irene produjo Best Sellers, sus obras fueron llevadas al teatro y al cine y pudo vivir holgadamente de su trabajo, algo bastante inusual en su tiempo con la excepción de Colette.
Su esposo fue Michel Epstein, con quien se casó en 1926 y con quien se mudó, luego de la invasión nazi, al pueblo de Issy-I’Eveque. Continuó escribiendo, pero ya sin poder publicar con su nombre, firmaba Pierre Neyret o Denise Merande. 1942 fue el año de su arresto y deportación al campo donde murió de tifus en agosto. Su esposo fue asesinado allí también y gracias a la solidaridad de amigos y vecinos, las hijas se escondieron y se salvaron. Llevaron con ellas una valija con los escritos de su madre.