Dos libros publicados recientemente en hebreo –una traducción de “La guerra y el futuro”, de Thomas Mann, y “Romanticismo y progreso”, editado por Joseph Mali y Ofri Iany– ofrecen una nueva perspectiva sobre las profundas corrientes ideológicas que han afectado el desarrollo de la sociedad israelí. También proporcionan herramientas para identificar los orígenes del peligro de disolución que actualmente amenaza a esa sociedad.
El primer libro consiste en una conferencia que el escritor alemán pronunció en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos en 1943. El segundo volumen es una colección que presenta una visión amplia de las corrientes ideológicas e intelectuales que han dado forma a la era moderna desde el siglo XVIII. En conjunto, los dos libros iluminan un elemento clave de la cultura alemana: su enfoque en la vida del espíritu, incluso cuando los problemas sociales y económicos fueron relegados a un segundo plano. Este énfasis, como se verá, también jugó un papel clave en la forja de las ideas revolucionarias de las que surgió el sionismo, entre otros movimientos nacionales.
En su discurso, Mann, que en sus comienzos fue nacionalista y conservador antes de aprender la lección de las dos guerras mundiales y del período que las separa, lanza una dura crítica a la sociedad alemana que llevó a Hitler al poder. La mentalidad alemana, dice, es esencialmente indiferente a las cuestiones sociales y políticas y, en cambio, se dedica a la búsqueda de un sustituto mítico para los problemas sociales de la era de la secularización. Esta tendencia –producto directo del movimiento romántico que surgió en Alemania a fines del siglo XVIII– creó una infraestructura para la génesis de movimientos nacionales que reemplazaron el poder movilizador y unificador de la religión.
Al mismo tiempo, el Romanticismo alemán realizó una contribución crucial a la corriente individualista y rompedora de convenciones que es bien conocida en todos los ámbitos del arte moderno y que se caracteriza por lo que Ofri Ilany llama en su introducción al libro que coeditó, «el retroceso de la revolución moderna desde el mundo exterior y desde la realidad material hacia el yo y las profundidades de la conciencia». Esta corriente jugó un papel importante tanto en los planos cultural como político por igual en la segunda mitad del siglo XX.
Los pensadores e historiadores de Europa central que huyeron del régimen nazi desempeñaron un papel importante en la difusión de la filosofía alemana en otros países. No sólo aportaron un gran caudal de conocimientos, sino también el mensaje romántico, en el que la vida del espíritu ocupaba un lugar central. Los exiliados fueron recibidos con entusiasmo en Europa occidental y en los Estados Unidos, donde ingresaron en las universidades y aportaron profundidad y un amplio alcance histórico a la vida intelectual, la investigación científica y el arte. Los exiliados alemanes en Londres, por ejemplo, abrieron el Instituto Warburg de investigación cultural, que realizó una importante contribución a la vibrante vida cultural de esa ciudad, e influyeron en el desarrollo de una espléndida universidad en Jerusalén.
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Sin embargo, la «tendencia alemana» también condujo a la represión de la conciencia de los problemas materiales y las disparidades económicas. En retrospectiva, también ayudó a legitimar a quienes deseaban revertir los logros del Estado de bienestar. La atención se desvió hacia la aspiración de abordar la dimensión emocional y psíquica de la vida en la sociedad de masas, en particular el aspecto psicológico y la dimensión cultural. Así, la vida de la mente y la ciencia florecieron, pero los problemas socioeconómicos de la vida misma quedaron relegados a los márgenes. Los ideales socialistas perdieron su estatus anterior y el término «lucha de clases» prácticamente desapareció.
Estas visiones del mundo acompañaron también, aunque no de manera explícita, la heroica realización de la visión nacional sionista. Sin embargo, en Israel, su significado práctico también tuvo un lado problemático. En una sociedad heterogénea, formada por una «reunión de exiliados» en un pequeño territorio rodeado de enemigos, la cohesión social era de importancia cardinal. La idea de un «crisol de razas», surgida en esa época (y que hoy es objeto de duras críticas), era básicamente adecuada y apropiada para la situación singular de los primeros años del Estado. Pero se implementó con condescendencia e insensibilidad, y se basó más en lo etéreo que en lo material.
Para crear unidad, el joven Estado de Israel necesitaba no sólo consignas, sino también inversiones materiales en la “vida misma”, para cerrar las brechas sociales. Sin embargo, desde el principio se descuidó la periferia, tanto geográfica como social. Su función asignada era controlar el espacio a lo largo de las fronteras –una tarea importante en sí misma–, pero sus asignaciones presupuestarias eran insuficientes para mejorar las vidas de las personas que vivían dentro de esas fronteras. Del mismo modo, una visión entusiasta de integración y absorción tampoco benefició a los residentes de los barrios pobres de las grandes ciudades.
Se suponía que la educación era la primera prioridad: era y sigue siendo la verdadera base para la reducción de las disparidades sociales. Además de intentar ser parte del mundo occidental, el Estado naciente tenía la necesidad existencial de integrarse en él, si quería preservar su poder frente a los países vecinos. Sin embargo, en la práctica, durante décadas, la obligación de Israel de financiar la educación pública sólo cubría desde el primero hasta el octavo grado y recién se extendió al duodécimo grado en 2007, dejando atrás a muchas generaciones de niños que habían abandonado el sistema antes de esa fecha.
Como resultado, la periferia, tanto en su sentido físico como de clase, se convirtió en un símbolo para el cual los ideales socialistas no eran más que palabras bonitas. Después de que la derecha tomó el poder, en 1977, el espíritu del nacionalismo romántico se afianzó aún más, ahora reforzado por la ardiente adopción del neoliberalismo y el capitalismo global. La brecha económica, por lo tanto, no hizo más que ampliarse, mientras que los logros del Estado de bienestar se borraban cada vez más.
Hacia finales del siglo, otro elemento «alemán» se filtró en la vida israelí. Las visiones del mundo posmodernas, en las que la filosofía romántica individualista desempeñó un papel importante, también conquistaron a la izquierda israelí. El centro de gravedad se desplazó con mayor fuerza a la «experiencia de vida», en la que la identidad étnica suele estar en el centro y que también subyace a la política de identidades.
No es casualidad que la grieta que hoy divide al país derive cada vez más de diferencias culturales y, últimamente, también religiosas. Al final, el término «privilegiado» también se basa más en una imagen cultural que en una riqueza material. Mientras que la realidad material -que se deriva de la disparidad económica y del deterioro de la calidad de la educación, que también dejará marginada a una parte de la próxima generación- ofrece a los dirigentes de derecha un terreno fértil para avivar las pasiones nacionales y ampliar la grieta sin molestarse en invertir siquiera un mínimo esfuerzo en mejorar la vida cotidiana de sus electores.
Cuando el primer ministro Benjamín Netanyahu declaró, en respuesta a un ciudadano preocupado en Kiryat Shmona hace unos años, que los problemas de la vida cotidiana son «aburridos», y en su reciente tendencia a exaltar y hacer hincapié en los sentimientos nacionalistas, está personificando el fenómeno sobre el que advirtió Thomas Mann. Los que están pagando el precio completo son, de hecho, sus admiradores declarados.
Foto de portada: Thomas Mann, autor de La guerra y el futuro, recientemente publicado en hebreo.