Hace algunas horas se conoció la decisión del Tribunal Penal Internacional (TPI) de emitir órdenes de arresto contra Benjamin Netanyahu y Yoav Gallant por “crimenes de guerra” durante la gestión de la guerra contra Hamas en Gaza. Numerosos voceros israelíes, no solo de la coalición gobernante, han denunciado al Tribunal por su marcado sesgo antisraelí. Netanyahu mismo lo ha acusado de antisemitismo. Si bien estas acusaciones pueden parecer excesivas, es innegable que el TPI refleja las posturas políticas de sus miembros y exhibe sesgos significativos en su selección de casos.
El sesgo del TPI se evidencia claramente al contrastar sus acciones en distintos casos. Por ejemplo, las masacres en Siria bajo el régimen de Bashar al-Assad, que han resultado en más de 500,000 muertes documentadas y uso, también documentado, de armas químicas contra civiles, apenas han generado respuesta del Tribunal. La lenta respuesta a los crímenes en Yemen, la limitada acción sobre las masacres en Myanmar, la ausencia de investigaciones sobre las acciones de Rusia en Chechenia y la demora en actuar sobre los crímenes del ISIS revelan un patrón preocupante: el Tribunal parece más dispuesto a actuar rápidamente en ciertos casos mientras mantiene una postura pasiva en otros, frecuentemente alineándose con intereses políticos específicos.
La decisión, enfocada en la gestión humanitaria del conflicto más que en las operaciones militares, evidencia estas inclinaciones. Mientras condena a Israel por restricciones humanitarias, ha mostrado menos urgencia en perseguir los crímenes de Hamas, tanto los del 7 de octubre como los anteriores.
Sin embargo, más allá del sesgo evidente del Tribunal, es importante analizar el contenido específico de la acusación. El TPI no cuestiona el derecho de Israel a defenderse militarmente, sino que se centra en evidencia sobre el uso del hambre como método de guerra y la restricción sistemática de ayuda humanitaria más allá de las necesidades de seguridad.
La jurisdicción del TPI en Gaza presenta además una paradoja legal. Por un lado, la Autoridad Palestina se adhirió al Estatuto de Roma (e Israel no), otorgando teóricamente jurisdicción al Tribunal sobre ese territorio. Sin embargo, Gaza está controlada por Hamas, una organización paramilitar terrorista sin reconocimiento estatal, creando una situación donde el verdadero poder territorial no es parte del sistema legal internacional. Esta ambigüedad se agrava cuando consideramos que los crímenes cometidos en territorio israelí quedan fuera de su jurisdicción, mientras que las acciones en Gaza sí están bajo su competencia.
La ausencia de una estructura estatal formal en Gaza complica, además, la definición de «ciudadanía». Mientras Cisjordania mantiene registros civiles bajo la Autoridad Palestina, Gaza carece de esta infraestructura básica estatal. Es importante señalar que, a diferencia de la población de Cisjordania, los habitantes de Gaza nunca tuvieron estatus de ciudadanos plenos de ningún país -Egipto les negó derechos políticos y civiles antes de 1967, y durante la ocupación israelí mantuvieron un estatus de residentes bajo administración militar-. El TPI ha resuelto esta complejidad optando por una interpretación territorial de su jurisdicción, pero esta solución pragmática ignora realidades fundamentales sobre la naturaleza del gobierno y la población en Gaza, cuya situación jurídica ambigua precede al conflicto actual.
Esta simplificación legal permite al Tribunal actuar contra Israel, un Estado soberano con estructuras claras, mientras evita las complejidades de perseguir a Hamas, cuyo estatus legal es deliberadamente ambiguo. Esta disparidad en el tratamiento legal no solo refleja las limitaciones del derecho internacional para abordar conflictos asimétricos modernos, sino que también expone cómo los intereses políticos de los Estados miembros influyen en la aplicación de la justicia internacional.
La selectividad en la persecución de crímenes internacionales y la rapidez con que se toman ciertas decisiones frente a la parálisis en otros casos ha erosionado significativamente la credibilidad del TPI. Esta pérdida de legitimidad es particularmente aguda en Israel, donde el Tribunal es visto cada vez más como un instrumento político que como una institución de justicia imparcial.
La decisión del TPI, paradójicamente, puede terminar fortaleciendo a Netanyahu en el frente interno israelí. Al ser percibida como sesgada e injusta, la orden de arresto permite a Netanyahu y sus aliados construir una narrativa de persecución internacional que desvía la atención de su responsabilidad en los eventos que llevaron al 7 de octubre.
Sus operadores políticos utilizarán esta decisión para desacreditar cualquier intento de investigación interna, argumentando que Israel no puede confiar en instituciones internacionales y que cualquier investigación solo servirá para alimentar la campaña contra el país. Esta estrategia busca equiparar las críticas legítimas sobre la negligencia previa al 7 de octubre con lo que presentan como una campaña internacional antisraelí.
La negligencia del 7 de octubre es el corolario de una estrategia política deliberada que Netanyahu ha llevado a cabo durante años. Esta estrategia consistía en fortalecer a Hamas en Gaza mientras debilitaba a la Autoridad Palestina en Cisjordania, creando así una división palestina que servía para argumentar la ausencia de un «socio para la paz». Estrategia a la que muchos -inclusive en el campo progresista- adhirieron por acción u omisión, ya que permitía «olvidarse» por un tiempo del polvorín gazatí a las puertas de Israel.
Al permitir la entrada de dinero qatarí a Gaza y hacer concesiones a Hamas mientras presionaba económica y políticamente a la AP, el gobierno de Netanyahu buscaba mantener dividido el liderazgo palestino, desacreditar la opción negociadora, justificar la expansión de asentamientos en Cisjordania y evitar presiones internacionales para una retomada de negociaciones.
La tragedia del 7 de octubre es, en parte, consecuencia de esta política que priorizó objetivos políticos sobre la seguridad. Sin embargo, la decisión sesgada del TPI permite a Netanyahu desviar la atención de esta responsabilidad estratégica, presentándose como víctima de prejuicios internacionales en lugar de arquitecto de una política que contribuyó directamente al desastre.
Esta decisión del TPI, lejos de contribuir a una resolución del conflicto, parece alejarnos más de ella. No facilita la liberación de los rehenes israelíes ni promueve una salida negociada. Al contrario, fortalece las posiciones más intransigentes en ambos lados.
Mas aun, durante años, juristas israelíes advirtieron que la independencia del sistema judicial era el «chaleco protector» de Israel frente a tribunales internacionales. La reforma judicial impulsada por el actual gobierno de Netanyahu, que marcó un giro respecto a sus posiciones anteriores, tiene ahora consecuencias directas. Al erosionar los mecanismos internos de control judicial, Israel quedó más vulnerable ante instituciones internacionales. La decisión del TPI no puede desvincularse de este debilitamiento del estado de derecho israelí, que Netanyahu impulsó como parte de su estrategia de supervivencia política y que ahora facilita su presentación como víctima de persecución internacional.
La paradoja es que, al emitir una decisión percibida como sesgada, el TPI ha proporcionado munición política a Netanyahu, dificultando el necesario ajuste de cuentas interno en Israel sobre las políticas que llevaron al desastre del 7 de octubre. Esta rendición de cuentas es crucial porque la solución debe surgir desde dentro de la sociedad israelí, no puede ser impuesta desde fuera. No será el tribunal de La Haya, sino el de Jerusalem, el que destrabe este nudo gordiano.
Quienes niegan el derecho de Israel a existir no se preocupan por estos claroscuros. Ven aquí una derrota del “colonialismo de ocupación”, del “Occidente blanco”, una victoria imaginaria sobre un Israel que no existe más allá del relato especular de la izquierda global y la derecha antiglobalista. Festejarán la decisión del TPI como si en algo mejorara la vida de los palestinos o contribuyera a la causa de una «justicia» abstracta. La realidad es que tanto israelíes como palestinos permaneceremos en esta tierra, y cualquier solución debe partir de este reconocimiento mutuo. El cambio necesario debe comenzar con que los israelíes enfrenten las consecuencias de las políticas desastrosas de Netanyahu, no con decisiones internacionales que, aunque señalan problemas reales en la gestión humanitaria, terminan obstaculizando este proceso interno vital.