Poeta en el sentido más alto del término (el de aquél que ve en la palabra no un vehículo hacia una cosa u otro ser, sino como un sentido en sí misma), trabajaba la lengua cual un orfebre y no le perdonaba caídas, riscos, asperezas.
Un escritor puede admirar a otro por su formación, por su imaginación, por cómo resuelve los problemas que en la elaboración de un relato o de un poema se le presentan, por su manejo de la forma. Yo siempre admiré en él ese celo por la lengua.
Se había formado en la mejor escuela, como lo contó en el congreso que le invitamos a inaugurar en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, en agosto de 2000, para conmemorar el centenario del nacimiento de Roberto Arlt y de Leopoldo Marechal. Dijo allí, de manera clara y coincidente, que pensaba que “fundamentalmente, y contrariamente a lo que se ha dicho, el valor de Arlt es verbal. Haber conocido a locos, bandoleros y perdularios no es su mayor mérito. Lo importante es la expresión verbal que ha hecho de ese conocimiento. El lenguaje coloquial de Buenos Aires tiene en la prosa de Arlt un latido de verosimilitud y encanto que no tiene en otros escritores. Arlt convierte en literatura ese lenguaje. Percibir el habla y convertirla en lengua es una condición”. Aludía a ambos, naturalmente, a Arlt y a Marechal.
Por otro lado, y más que complementariamente, haber tenido “como profesora de castellano y literatura a Elbia Rosbaco de Marechal” debe de haber colmado todas sus apetencias lingüísticas: “Era rubia y linda, con trencitas, y nos hablaba de Leopoldo, como decía ella. Y cuando algún alumno que pasaba al frente se expresaba bien, decía: `Tiene la verba de Leopoldo´. Tener ´la verba de Leopoldo´ quedó incorporado a nuestro lenguaje, a nuestro código secreto”.
Siguiendo a estos maestros, Isidoro Blaisten había comprendido desde joven que una cosa es el lenguaje cotidiano, el de la comunicación, el que trata de nombrar las cosas y el mundo, y otra bastante diferente el lenguaje de la literatura. Tal dominio del código común le abrió, imagino, las vías para crear su propio lenguaje, que es lo que todo escritor grande, lo que todo gran poeta, hace: inventar su propia manera de decir, reinventar las palabras de la tribu. Y todo ello le permitió, finalmente, un perfecto manejo de la forma, como para escribir esos micro relatos de dos, tres o pocas líneas más, que están tan cerca de la poesía, y en los que se siente que cada palabra cuenta y está allí por algo, donde nada falta y, sobre todo, no sobra; relatos que exigen, justamente, una forma perfecta, como la de un soneto o como la de dos versos pareados y que, además, en muchos textos de él, juegan con las fórmulas petrificadas, con los refranes, con las lexías, y hasta con los lugares comunes.

Así, por ejemplo: “Qué le hace una mancha más al tigre” cuyo escueto texto dice: “Pobre tigre cuando se dé cuenta de que ya no tiene lugar para otra mancha”. O “Dime con quién andas y te diré quién eres”, cuyo texto es: “Supo andar con la Isadora, la Duncan, allá por el veintinueve. Era pa’ el año e’ la seca y por los pagos e’ la Prusia Oriental. Anduvo también entreverado en la peintre cuando Clemenceau era gobierno y París era una fiesta, un lujo de tan lindo que era. Pa’l mesmo año anduvo de parejero con un tal Bourdelle, mozo listo pa’ la escultura. Pa’ los años locos se apareó con una pueta nórdica que se mató en el Sena, la pucha digo. Cuantimás se le dio por el violín de caido que andaba y más triste que charabón de dieta le fue a tocar a un músico pueblero de apelativo Stravinsky. Pa’ no hacer larga esta historia, le diré que anduvo con don Picasso, con la Gertrude Stein, con Maximito Ernst, con Maximito Nordeau, con Maximito Gorki, con Mérimée (Próspero) y con el compadre Hemingwy. Y vea lo que son las cosas, resultó ser un don naides”.
Pero, como todo gran escritor, Isidoro Blaisten no solo atacaba y quería dominar y transformar el lenguaje, sino también las formas heredadas de narrar. Es decir que, a la vez que cuestionaba el mundo y la realidad, cuestionaba la forma de describirlos y contarlos. No le satisfacían los llamados “géneros” ni la forma ya congelada que ellos tenían, y buscaba intersticios desde donde darlos vuelta y transformarlos. Ya fuera en el cuento breve, ya en el tradicional, ya en el policial, del que hay una pieza magnífica que da título a uno de sus libros, Al acecho, en el que invierte todas las fórmulas, pero mantiene vivo el enigma, y en el que ni siquiera se sabe quién será el asesino y quién la víctima.
Sin olvidar en todos sus textos la mirada crítica, la ironía, el humor, que campea por ellos, fina, incisivamente, revelando costados de la realidad ocultos para nuestra mirada, hay un humor melancólico, pero siempre presente, como en aquel libro también melancólico desde su mismo título, Cuando éramos felices, pleno de bellos textos, entre los cuales uno (“El aire era de azahar y el horizonte de naranjos”) recuerda su vida y su infancia en el campo, muy cerca de Concordia (una infancia infundida por dos lenguas simultáneas, el idish y el español: de ahí una de las probables causas de la vocación lingüística), y su adolescencia en la provincia de Entre Ríos, con “Un tiempo lento y distinto, el tiempo de los poemas de Juan L. Ortiz, de Carlos Mastronardi. Y el río, el río que durando se repite. Es una lástima -finaliza- que nadie se bañe dos veces en el mismo río”.
Juan Forn, con la mirada aguda que lo caracterizaba, lo pintó de cuerpo entero en la presentación de su conocido libro Anticonferencias: “Isidoro Blaisten era un milagro, un gato de cinco patas, un olmo que daba peras. Era un cuentero judío, un pachorra entrerriano y un porteño terminal, un relojero loco, un vago, un perdedor serial, un rey de la angustia, y también, sobre todo, un maestro de la salvación por la risa, por el relámpago poético. ´Me hubiera gustado ser un príncipe lituano, pero soy un mersón de San Juan y Boedo´, dijo famosamente, en el café Canadian, a metros de su ilustre ´establecimiento´, aquella librería adentro de una galería comercial adonde iba tan poca gente que a veces se iba él también, para que fuera perfecta”.
En un homenaje que le hizo la Biblioteca Nacional en 2012, su entonces director, Horacio González, dijo: “Yo he leído a Isidoro pero no soy un buen lector de él. Es una literatura que me inspira, y es la literatura de las pequeñas criaturas dolidas, de la fragilidad humana; postula las grandes preguntas de la humanidad”.
Gran lector de poesía, de cuentos, naturalmente, y sobre todo de novelas, no publicó ninguna hasta el último libro, que es su primera novela, Voces en la noche, aparecida poco antes de su fallecimiento. Atractiva y singular, no le va a en zaga a sus mejores títulos.