Acuerdo en Gaza
Donald Trump y Joe Biden, en una inédita alianza, quieren -antes que se produzca el cambio de gobierno en Estados Unidos-, que se selle un acuerdo de cese del fuego entre Israel y Hamas que incluya la liberación de rehenes. Ambos estarían dispuestos a trabajar juntos para lograrlo.
Biden no solo avisó que quiere irse de la Casa Blanca con un acuerdo, sino que ya está trabajando para concretarlo. Se trata, ahora, de su principal objetivo en política exterior. Y esta vez, a menos de un mes de dejar el cargo, tiene altas probabilidades de lograrlo por una razón que acaba de confirmarse: el presidente electo Trump quiere lo mismo y lo quiere antes de que él asuma el cargo el 20 de enero.
Trump le dijo a Biden, cuando se juntaron en la Casa Blanca para empezar la transición, que quiere que se liberen a los rehenes y lograr un alto el fuego en los conflictos que atraviesan Medio Oriente, lo antes posible, incluso antes de que él asuma. El del Líbano ya se concretó y ahora quiere Gaza. Trump no hizo pública esta pretensión, pero sí lo hizo en una entrevista en el medio Axios, el senador Lindsey Graham, quien habla con Trump con frecuencia y lo asesora sobre política exterior.
Biden sueña con concretar el acuerdo de alto el fuego que indefectiblemente incluya la liberación de los secuestrados que Hamas tiene en su poder hace más de un año, antes de irse. También avisó que estaría dispuesto a dejarle el crédito a su sucesor.
Lo que viene con Trump parece que será bastante diferente de lo que seguramente Netanyahu imaginó cuando el 5 de noviembre se confirmó el triunfo del republicano. En ese momento solo era cuestión de esperar hasta la asunción de Trump para conseguir un mejor acuerdo en Gaza, sobre todo en lo relacionado con el “día después”. También para tomar decisiones sobre el futuro de Cisjordania.
Pero ahora Biden y Trump necesitan un alto el fuego lo antes posible porque coinciden en un objetivo común: terminar con las guerras en Medio Oriente. Esto permitiría concretar lo que ambos consideran realmente revolucionario: la normalización de las relaciones entre Israel y Arabia Saudita para consolidar una alianza regional contra Irán.

Los planes de los presidentes de Estados Unidos, el saliente y el entrante, chocan de frente contra los planes que parte del gobierno de Bibi hizo explícitos estos últimos días. Resulta difícil pensar que el príncipe heredero saudí Mohammed Bin Salman, con quien se reunió Graham en los últimos días, firme un acuerdo con Israel sin que quede plasmado en el documento al menos una hoja de ruta sobre lo que pasará con los palestinos en Gaza, y también en Cisjordania. Nadie habla de acuerdos de paz ni de grandes definiciones, pero sí de algunas alternativas que demuestren un interés por incluirlos en la reconfiguración de la región.
Por todo esto se acerca la hora de las definiciones para Bibi, quien no tendrá otra alternativa que subirse a los planes de Trump. Deberá encontrar una propuesta equilibrada para el “día después” que contemple medidas que garanticen la seguridad de Israel y eviten que Hamas vuelva a emerger como amenaza. También, detener la idea anunciada hace pocos días por su ministro de Finanzas Betzalel Smotrich de quedarse en Gaza y de «fomentar la emigración voluntaria” de parte de los gazatíes, ni la propuesta sugerida hace dos semanas de anexar parte de Cisjordania.
Irán
Trascendió hace un par de semana en la prensa israelí, que la administración de Trump está preparando un plan de “máxima presión” contra Irán. Esto incluiría opciones que van desde profundizar las sanciones económicas hasta posibles acciones militares preventivas. El objetivo es claro: impedir que Irán desarrolle capacidad nuclear.
Los ayatolás son conscientes de su extrema vulnerabilidad y saben que Israel y Trump van por ellos. Por eso, decidieron concentrarse en un único objetivo: desarrollar un arma atómica como último recurso de supervivencia. Hoy más que nunca miran a Corea del Norte, sabiendo que ese país logró disuadir a sus enemigos con la carta de la bomba.
Irán acelera entonces para conseguir, más temprano que tarde, la capacidad nuclear que le permitirá desarrollar un arma para resguardarse. Esto lo sostuvieron esta semana las agencias de inteligencia de Estados Unidos y el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). El argentino Rafael Grossi, director de la OIEA, dijo en una entrevista a Reuters que Irán estaba aumentando «drásticamente» la cantidad de uranio enriquecido hasta un 60% de pureza, cerca del 90 por ciento que se necesita para fabricar un arma nuclear.
Otro informe publicado esta semana fue el de la Oficina del director de Inteligencia Nacional de Estados Unidos, que reveló que si Irán continúa con su esperado enriquecimiento de uranio, podrá producir 12 bombas nucleares. Nadie encuentra justificación para ese nivel de enriquecimiento si lo que busca Irán es usarlo solo para fines civiles. Hay un dato clave: ningún otro país llegó a esta situación sin luego producir bombas nucleares.
Trump intentaría, primero, agotar las opciones que no desencadenen en lo que él siempre trata de evitar: un conflicto a gran escala que lo obligue a involucrar sus tropas y meterse en el barro de una guerra. Sí podría hacer un importante despliegue militar en la región, que podría incluir buques y aviones de guerra. Algo parecido a lo que hizo Biden el 7 de octubre del 2023, cuando movilizó dos portaaviones a la región para disuadir a Irán de no involucrarse. Lo logró. También ahora podría reforzar aún más las capacidades ofensivas de Israel mediante la venta de armamento especializado, como bombas penetrantes.
Israel y Estados Unidos saben que están ante una oportunidad histórica para reconfigurar el mapa geopolítico de Medio Oriente y que para eso deben terminar con la amenaza que significa Irán. Por eso, la posibilidad de que se produzca una intervención militar nunca estuvo tan cerca. Quieren neutralizar a Irán sin desencadenar una escalada que lleve a la región y al mundo a una situación tan impredecible como peligrosa. Será difícil que no se paguen costos altísimos si se tiene en cuenta que Irán no parece dispuesto a renunciar a mantener su influencia regional y permitir un colapso total de su sistema de poder, que viene construyendo desde la revolución de 1979.