Aunque ya estoy grande, casado y con hijas (hasta con un perro), sigo teniendo amigos. No me jacto de tener tantos, pero sí más de un puñado, y cada uno de ellos poseedor de un arte particular: está el experto en finanzas que sabe cuándo comprar dólar map, bep o mep; el buen conversador que pasa largas horas discurriendo acerca de cualquier asunto mientras las cenizas de los cigarrillos centellean como luciérnagas en la noche ya profunda (no le cuenten a mi madre que en ocasiones fumo con él para endulzar las charlas y el paladar); el ducho editor que ha leído desde el más célebre hasta el más abyecto de los libros y, por último, aunque más tímido y solapado, el cinéfilo del grupo.
“Mirá los clásicos”, me dijo un día por lo bajo este último, casi masticando sus palabras mientras el otro –el buen conversador— escanciaba más vino en las copas. Krzysztof Kieślowski, Luis Buñuel, comenzó a desglosar una larga lista de directores, con nombres menos enrevesados que el del norcoreano que mencionó al final y que de todas maneras no recuerdo. Así fue como di, o como volví a dar, con el susurrar cadencioso de Gena Rowlands, el sonido como de hojas secas que arrastran sus palabras, el chasquido arrullador de su lengua despegándose del paladar; con un ángel de Wim Winders que posa su mano desprejuiciada sobre el hombro de un muchacho afligido y con una chica Almodóvar volándome la cabeza. Tenía razón mi amigo, no el conversador sino el otro: hace bien volver a los clásicos.
Quizás sea ese el motivo de que esta época del año me siente tan bien a pesar del calor que se va concentrando en los suelos de macadán y de las alergias estacionales que se condensan en los canales de mi sinus tan ashkenazí, tan desviados y tortuosos. Es que en nuestras sinagogas, al menos esa es la usanza, a lo largo de estos meses volvimos a leer el libro del Génesis de principio a fin: desde la cosmogonía en la que un dios invisible pero tenaz se arroga las prerrogativas del todopoderoso Big Ban, hasta los albores del pueblo hebreo, que se fragua en las inquinas entre Isaac y su hermano Ismael, entre Jacob y su hermano Esaú, entre José y sus once hermanos (sabrá disculpar el lector que no los nombre a todos: de hacerlo, me comería buena parte de los caracteres que el diario me solicita para publicar).
El último de estos relatos de conflicto fraterno, casi diría fratricida, es el más intrincado, como si emulara la trama de uno de esos culebrones que pasaban en Telefé a las 6 de la tarde cuando yo era chico y que me enseñaron las pasiones sórdidas que puede desatar el desamor: José es el hijo dilecto de su padre, o al menos así es percibido por sus hermanos. Sus sueños son pletóricos en imágenes y en símbolos (ya quisiera contarle uno así a mi analista en lugar de hablarle de las menudencias de siempre). Once gavillas de trigo se prosternan en el campo ante la gavilla reina, la de José. Once estrellas, iluminadas por la luna y el sol desde sus órbitas, se inclinan ante su joven figura. “¿Acaso reinarás sobre nosotros?”, exclaman los hermanos furibundos al oír el relato onírico del hijo preferido. “¿Crees que tu madre y yo te rendiremos pleitesía?”, lo amonesta su padre.

Lo que ninguno de ellos entiende es que José habla el lenguaje de los sueños: en clave simbólica. Lo que ninguno de ellos entiende es que, en la lógica del subconsciente, la pleitesía es la expresión última del amor o de la aspiración a ser amado. José no busca engrandecerse: sólo procura ser querido. Demasiado sumergidos en el suelo pantanoso de lo literal, sus hermanos son incapaces de comprender la poesía que sobrevuela sus palabras y en un arrebato de virulencia lo arrojarán a las fauces de un pozo en medio del yermo desierto.
El redactor bíblico enfatiza la naturaleza del pozo: está vacío, dice, no tiene nada, sentencia. Así queda el niño, el de los sueños excéntricos y la vestimenta ornamentada: despojado de todo, y de todos. Ya sin sueños propios se contentará en el devenir de su historia con analizar los sueños de otros. José el poeta, el excelso soñador, se convertirá en un pobre intérprete con visos academicistas: apuntará en su bloc de notas, como el que abre mi psicóloga cada vez que digo algo que puede guiarla como un hilo de Ariadna hacia las vísceras de un trauma oscuro, aquello que otros le dicten. Ya no más una gavilla que se para y se postra, ya no más un astro que venera un humano. José está vacío, como el pozo, no le queda nada.
El vacío no es de la capacidad de soñar, de la pulsión onírica ni de las aspiraciones que ennoblecen la vida de todo hombre. José padece lo que podríamos denominar un “vacío fraterno”: de algún modo, se sabe huérfano de sus hermanos. Sólo cuando se vuelve a reunir con ellos, parapetado por el maquillaje remanido de los faraones, los clanes alienados de los hijos de Israel, antes fragmentados por las inquinas internas y las culpas, se constituyen en pueblo.
Hace cuatrocientos días y monedas, desde el 7 de octubre del 2023, así vive el pueblo judío en cualquiera de los cuatro puntos cardinales del planeta: huérfano de sus hermanos. Ellos aún permanecen sometidos, en las entrañas enrevesadas de la tierra, a los estragos barbáricos una tribu de cosacos de Oriente que sin vestigio de estatura humana alguna los arrancó de sus hogares en una muestra de indecencia sin precedentes. Ellos aún permanecen atados a las mezquindades de quienes, desoyendo el mandato rabínico que establece la importancia cardinal y perentoria de la redención de los cautivos, colocaron sus intereses espurios e individuales por sobre la vida de sus conciudadanos, impidiendo durante meses la concreción de un acuerdo que lleve a su liberación.
Aún huérfanos de nuestros hermanos, comenzamos a leer en nuestras sinagogas el segundo de los Cinco Libros de Moisés, el libro del Éxodo, con la esperanza de que el periplo amargo de los cautivos, exiliados del calor de sus familias, llegue a su fin. Sólo así, quizás, podamos reconstituir las heridas y fragmentaciones internas que hemos sufrido en estos últimos meses; sólo así, quizás, podamos ser capaces de sanar nuestra memoria, algo lacerada por los acontecimientos recientes, y recordar las palabras del viejo rey que tuvo el arrojo de trocar la lanza sanguinolenta de su padre por la afilada pluma con la que esculpió odas de amor y sonetos que nada tienen que envidiarles a Vallejo o Shakespeare; adagios y tratados de hondas nociones existenciales que evocan a Confucio o a Schopenhauer: “hay un tiempo para odiar y un tiempo para amar; un tiempo para la guerra y otro”, más definitivo, más acuciante –agrego humildemente a las palabras de Salomón—, “para la paz”.
*Rabino