En un lugar de Buenos Aires de cuyo nombre no voy a olvidarme, varias décadas atrás, compilé un grueso libro nunca editado por excesiva autocrítica juvenil como compilador, con el pretencioso título de Dimensiones de la condición judía. En las estaciones de ese esfuerzo -que todavía permitía mi edad y la Argentina de entonces- desarrollé capítulos como “El último siglo”, “El pueblo”, “Dimensión económica-social”, “Dimensión individual-psicológica”, “Dimensión cultural-nacional” y “Dimensión civil-política”.
En el afán de abarcar la totalidad del objeto de estudio, además de cronologías e indicaciones bibliográficas, incluí un inesperado y valioso estudio de una especialista -que accedió a cedérmelo-, la genetista argentina, doctora Zulema Gelman, que confeccionó una lista de enfermedades típicas judías (o que, por lo menos, aparecían en la tradición del pueblo judío ashkenazí a través de los años con mayor frecuencia que otras evoluciones genéticas en grupos diferenciados). El estudio contiene 60 páginas y llegó hasta 1970.
Los lugares donde se efectuaron las muestras fueron Estados Unidos, Israel y Francia, siempre en grupos de judíos ashkenazíes y con antecesores europeos.
Entre los rasgos fenotípicos hallados con más frecuencia entre estos grupos ashkenazíes se encuentra el pulgar ensanchado. Y entre las enfermedades más repetidas con factores genéticos comprobados se encuentran, entre decenas de otras, la enfermedad de Tay-Sachs, la enfermedad de Gaucher, la enfermedad de Blum, Daibetes mellitus, Trastornos Varicosos y muchas otras afecciones, con distintas frecuencias.
De pronto, aparece algo muy significativo para nuestra búsqueda ligada al tema del llanto. Es la enfermedad conocida como “Disautonomía familiar”, también llamada enfermedad de “Rilkey Rey”, quienes la describieron en 1949.

Se caracteriza por una alteración del Sistema Nervioso Vegetativo, es decir, el que no es controlado por la voluntad, y presenta un cuadro de sudoración y salivación profusas, y llanto sin lágrimas (que es de lo más llamativo), además de falta de regulación de la tensión arterial, enanismo y alteraciones digestivas y del lenguaje. Con el tiempo produce deterioro psíquico y es una enfermedad familiar.
No parece casual que esta afección haya sido identificada en Europa, pocos años después de la época de la finalización de la Segunda Guerra mundial, con el exterminio y la terrible experiencia de millones de judíos (jóvenes, viejos mujeres, niños, asfixiados en cámaras de gas, fusilados, muertos a golpes o en la tortura y otros métodos terribles) asesinados durante la Shoá, No conozco algo similar -en sus proporciones- referente a cualquier otro grupo humano. ¿Cómo es posible a los sobrevivientes elaborar una pérdida que abarque a la mitad de un pueblo? ¿Y durante cuánto tiempo?
Tal vez sea posible imaginar que algunos de ellos agotaron, durante ese duelo interminable, sus propias lágrimas. ¿Trasladaron a otros sonidos o somatizaciones corporales la angustia por la pena infinita de ese Holocausto? De este modo ingresarían a otra manera de comunicar lo sucedido, con una nueva y original mezcla de la expresión del dolor: sustraerle las lágrimas. Tal vez llevaron también, a su modo, a poder tramitar ese duelo infinito.
Menos por más: en lugar de acentuar la expresividad, fueron de manera inexplicable y posiblemente no racionalizada hacia el minimalismo, con síntomas más terribles que las propias lágrimas. Algo que no sucedió en ninguna otra etnia o grupo humano.
O, en una versión más optimista: con el paso de los años asistieron a la fundación del Estado de Israel, recompusieron su relación con el mundo, tuvieron hijos y nietos, festejaron bodas y cumpleaños en libertad, dejaron de ser los parias del mundo. Entonces, las lágrimas volvieron a aparecer. Para acompañar los duelos que volvieron, naturalmente, a masacrar judíos, incluyendo un pogrom. Pero también, esta vez, muchas veces y en otras ocasiones, en sentido opuesto. Lágrimas de alegría por el resurgir de la vida.
Elijo este final.