Algunos preferirían no estar allí, ser un personaje secundario de la obra que se está representando. Otros, en cambio, desconocen la utilización de ese filtro para la vida en sociedad.
Hace unos años transmitieron por televisión un documental sobre el Desembarco en Normandía, a fines de la Segunda Guerra Mundial, que recuerdo siempre, muy impresionado. El comandante de los aliados era el general norteamericano Eisenhower. Discutía días antes, con su Estado Mayor, los detalles de la batalla. Y dijo, sin inmutarse, algo así: “Esta operación decidirá el final de la guerra. De acuerdo con nuestros planes, cuando lancemos las lanchas de desembarco se activarán las defensas nazis. Desde sus trincheras. Calculamos que la primera ola de soldados tendrá un 80% de pérdidas. La segunda ola entre 40% y 50% de bajas. Y con las siguientes ya conseguiremos establecer una línea de combate en tierra”. Hizo un momento de silencio y completó: “debemos elegir a quienes van a morir”. Y así se hizo.
Dudo que Eisenhower haya llorado antes o después. Fue luego elegido presidente de EE. UU. Esto puede extenderse a otros oficios, además de los militares en la guerra. A los cirujanos cardíacos, los pilotos de avión, los guardaespaldas de los famosos y tantas otras profesiones cuya característica principal, precisamente, exige mantener la serenidad y reaccionar sin dejarse llevar por otro sentimiento.
Pero esto se refiere a un tipo de personas que, en general, no lloran (por lo menos, no en público).
Mucho más numerosa es la lista de las personas comunes -por llamarlas así- que han eliminado o detenido en sus expresiones los sollozos de manera voluntaria, en determinados momentos o frente a ciertas situaciones.
Un “empate” entre las ganas de llorar y las razones -que van por otro camino- para no hacerlo resulta característico de muchas anécdotas de la vida. Con la memoria a la bartola (como se decía enArgentina) recuerdo dos anécdotas personales. Ambas sucedieron en Israel. Las curiosas vueltas del artefacto de reminiscencias siempre están fuera del control de su dueño.
La primera corresponde a unas semanas después de la llegada al kibutz. En esos días se recordaba/festejaba Iom Haatzmaut, el día de la independencia de Israel. Para nosotros era un espectáculo inédito, pero la proporción de adrenalina podía ser parecida en todos. Cada uno tenía allí su propia historia particular.
Hubo un redoble de tambores y cinco integrantes de kibutz -tres mayores y dos niños- desfilaron por el espacio central llevando la bandera de Israel, el estandarte de la comuna y la condecoración que la Haganá (el ejército original de Israel) entregó al kibutz por el papel cumplido en la guerra de 1948. Al frente se elevaban siete altos mástiles, con cinco enseñas israelíes y dos banderas rojas a los costados. “El sueño del pibe”, dirían en mi barrio.
Aparecen las primeras estrellas en el cielo oscuro y las montañas del Golán completan el escenario. Los compañeros comienzan a entonar el himno nacional (Hatikva). El corazón me golpea el pecho como un loco encerrado. Nosotros entonamos la música de esa letra en hebreo, que todavía no conocemos bien. Hay una fogata nocturna y se encadenan las canciones. Siento un fuerte cosquilleo en los lagrimales, pero me esfuerzo por no dejar salir la emoción. Es hora de reír, no de llorar.
Festejamos sin lágrimas Y muy emocionados por nuestra llegada al territorio de la utopía.

La segunda historia, alrededor de un año después, ocurrió en nuestra vivienda. Los niños vivían en los “Batei haieladim” (casas de chicos) y lo habitual era que los padres fueran a recogerlos a la hora de la siesta o ellos vinieran caminando solos, de acuerdo con la edad y el conocimiento de los caminos del kibutz, algo que aprendían rápidamente (los primeros tiempos, para manifestar su desacuerdo, mi hija de cuatro años se escapaba por las noches de la casa colectiva, esquivaba las trincheras cavadas años atrás y nos golpeaba la puerta, para pedir dormir en casa. Pero en unos meses se acostumbró a las nuevas reglas y a sus compañeros).
En esta ocasión -mi hijo ya había cumplido cinco años- los cuatro nos sentamos en el living-comedor-dormitorio para la merienda compartida. Los dos chicos ya hablaban hebreo a la perfección y nosotros, inútilmente, nos esforzábamos por hacerlo medianamente entendible.
Mi muchachito comenzó a hablar a los gritos para asegurarnos que ya sabía conducir un tractor (real). Preferimos no discutirle, estaba creciendo muy rápido. En un momento de la conversación (siempre en castellano, claro) y las historias que ellos contaban sobre sus días, alguien golpeó con los nudillos la puerta de casa. Le solicité a mi hijo -que estaba cercano a la puerta- si podía ocuparse de abrirla.
Contestó en voz alta:
¿Por qué tengo que ir yo? ¿Vos tenés una pata de palo que no podés caminar?
Quedamos estupefactos. Esa expresión no era posible -ni habitual- entre nosotros. Tardé unos instantes en reaccionar. Las palabras, dichas en castellano, eran una inédita falta de respeto. Un breve movimiento de lagrimales apareció en mi rostro. ¿Había recorrido 12.000 kilómetros desde Buenos Aires para escuchar eso de mi niño amoroso y correcto? ¿Para esto a nuestra llegada dormí dos semanas en el suelo de la casa de los niños, sobre una frazada, a un par de metros de la habitación que compartía con otro niño, de modo que cuando despertaba de noche y me encontraba allí, podía venir corriendo hacia mi frío lecho para compartirlo?
Inspiré profundo tres veces -como recomiendan en yoga- pero un involuntario movimiento nervioso hizo avanzar el sollozo, que pude dominar. Si el mocoso veía lágrimas, yo perdería toda ascendencia sobre él. Quise creer que pensó esa expresión en hebreo y la tradujo de manera instantánea, para demostrar su cambio de personalidad. No lo pronunció con odio, sino que repitió una frase escuchada de alguno de sus compañeros israelíes. Allí se me presentó la alternativa: ¿debía llorar-tal vez hacia adentro- por ese cambio de personalidad del infante? ¿O tenía que alegrarme porque el mocoso ya respondía como un israelí?
Recordé algo que me había escarmentado. La semana anterior, ese mismo hijo insolente se acercó y me dijo en voz baja, para que su madre no escuchara:
Papá, quiero decirte algo. Pero no te enojes…
¿Qué pasa? –pregunté, tratando de no imaginar problemas.
– Mañana vienen mis compañeros a jugar a casa.
– Me parece muy bien.
-Pero cuando ellos estén acá, si vos querés decirme algo, hacelo en castellano.
– ¿Por qué?
-Es que, si hablás en hebreo, los chicos se van a dar cuenta que lo pronunciás muy mal y después se burlarán.
– Ajá. (Difícil prueba para un escritor, que cree saber expresarse con las palabras).
Entonces opté por no decir nada, tragar saliva y simular algo de enojo, pero mantenerme mudo. Una canción de mi juventud radial afirmaba: “Siempre es mejor reír que llorar”. Pude inventar algo así en el rostro, al dirigirme lentamente hacia la puerta de entrada.