Me pregunto por qué desperté y estoy levantado de la cama, si apenas hemos atravesamos la madrugada. Me contesto que no lo sé. Realmente, no lo sé. Insisto: ¿Terror a la noche? ¿Remordimientos? La mejor medicina para estos síntomas siempre es… la música.
Enciendo el programa radial de medianoche. De pronto -y como anticipo a una música de otra época- el locutor explica que en esta ocasión han preparado un recuerdo que remite a muchas décadas atrás: las reuniones bailables adolescentes. Los muchachos llevan la bebida y las chicas la comida a la reunión del sábado. Se habla -todos a la vez-, se baila algo de música (norte)americana estridente, que exige un esfuerzo físico a quienes pretendan destacarse.
Hacia el final llega lo esperado por todos y todas: ¡los “lentos”! Esa música apenas susurrada que permite un acercamiento y leve toqueteo a los cuerpos adolescentes.
Nadie sabe cómo se difundió el comportamiento en los largos minutos que siguieron. En algunos lugares es el “cabeceo”, por el cual el muchacho invita a la niña a la que está mirando, con un movimiento pequeño y poco visible. Si la ninfa mira hacia el costado, buscará en otra dirección.
Pero puede ocurrir que ella acepte. Entonces, la danza de pequeños pasos y acercamiento de los cuerpos tiene también sus reglas. Son leves variantes de acuerdo con la edad, el grupo, la confianza. El gesto universal enseña que, si la mujer apoya la cabeza en el hombro del muchacho, ha abierto la puerta para un nivel superior: ahora se puede “chapar”.
Y, un poco más adelante, los juegos avanzados. Uno se llama “verdad o consecuencia”, cercano a las adivinanzas. Otro más audaz es “la botellita” (en general de Coca-Cola: no hay alcohol visible en esa edad). Reunidos en círculo y sentados en el suelo, gira la botella y termina apuntando a alguien. La favorecida debe permitir un beso del ganador (breve o intenso, de acuerdo con lo convenido como regla) y luego es al revés.
Es difícil escuchar más. La radio sigue con su programa, pero una lágrima imprevista aparece bajo los ojos del que escucha y escapa, insolente, hacia la mejilla. ¿Cuándo fue esa alegría rodeada de timidez y acercamiento entre dos adolescentes: cuarenta, cincuenta, sesenta años atrás? La memoria no ha fallado en su trabajo habitual: mentira y recomposición de los elementos del caso. En verdad, la adolescencia fue un itinerario difícil y exigente, con más desaciertos que conquistas.
Cuchicheos, adivinanzas, modas que llegan y desparecen. Formación de “barras” entre amistades femeninas o masculinas para conseguir velocidad en el trabajo de seducción y conquista, tal vez hacerlo público con la esperanza de cada sábado. El estrépito del rock and roll de Bill Haley y sus cometas, los gritos singulares de Ricardito y las baladas cariñosas de Elvis Presley, todo coordinado con el enfoque rítmico y sencillo de Smith y sus pelirrojos. Esa música norteamericana con despliegue gimnástico de cuerpos, combinados en un momento de la noche con los boleros románticos del “Trío Los Panchos”, una especie de consigna para avanzar en las pretensiones amorosas (o permiso para “juntar los cuerpos”, o lo que fuera en ese instante). La moda del folklore argentino, menos practicado en grupos intelectuales o barriales.

La cabeza insiste con una nostalgia poco accesible. ¿Con quién compartir esos momentos del pasado remoto? Mis hermanos ya no están, los amigos más jóvenes no han pasado por ese tramo o no lo recuerdan o no les interesa. ¿Podrá una escasa lágrima trasladarnos a ese mundo desaparecido y extrañado? ¿O se trata de un retroceso enfermizo, inútil para otra cosa que no sea regalarse los instantes egoístas de un anciano melancólico?
¿Me permito una remembranza silenciosa por esa lejana e irrepetible ingenuidad adolescente, lastimosamente perdida? Sólo vivimos una vez, como obra teatral que de pronto aparece, debe representarse sin ensayos previos y luego baja de cartel con su única función. ¿Por qué esa añoranza que nos transporta al pasado, nos hace bien y nos conquista?
La inevitable ingenuidad de esa época -vista desde ahora-, los “noviazgos” imprecisos y escasos de dos adolescentes, tal vez el aguerrido experimento de concretar una pareja en toda regla (incluyendo el acercamiento y “toqueteo”, digamos, de los cuerpos). ¿Será verdad que estos dos ya…? ¿Es cierto que la rubia se deja?
La madrugada avanza y sigo con los ojos cerrados. Entonces despierto francamente y es inútil insistir con el sueño. Salto de la cama, busco antiquísimos álbumes de fotos, trato de traer al presente algunos de esos ingenuos, pero olvidados amigos. Ni siquiera puedo recordar lo nombres de todos.
Pero, en un relámpago, el escritor recuerda ahora palabras ya perdidas de esos años: algunas semi secretas (como el lenguaje jeringoso para asustar a los mayores, que no pueden repetirlo) y otras graciosas o extraviadas: paparulo, descuajeringado, mal del Coco, Bombón, Otario, Pelito para la vieja, chiflado, gilastrún, plomazo, gil, socotroco, por un pelito, periquete, chiquicientos, santiamén, ojímetro, Chacabuco, luca, gamba, sale un huevo, chaucha y palito, chirolas, fangote, un kilo y dos pancitos, y tantas otras maravillas lingüísticas que se perdieron en el tiempo.
El movimiento convulsivo del llanto amenaza. Pero -y eso lo sabía Proust- es casi imposible recuperar el tiempo perdido. Debo salir de este tour arqueológico. “Aflicciones pasadas son siempre buenas para contar, pero nunca para revivirlas” escribió una vez el Rabino Daniel Goldman, con su habitual sapiencia.
Cambio el registro radial y cae -precisamente- en Radio Jai, la emisora de contenido judío. El locutor recuerda un chiste que se cuenta entre intelectuales: “Antes que un judío compre un libro, es más fácil que escriba un libro”. Me regaló una sonrisa. ¿Salí de una y entré en otra?
Ahora transmiten el espacio dedicado a música israelí. Los recuerdos llegan por otro lado. Primero es la clásica y bella Eretz shel shoshanim (“Tierra -de Israel- de rosas”). Cierro los ojos y estoy de vuelta allí. Precisamente, ahora eligen la canción más impresionante de la Guerra de Iom Kipur, que escuchábamos desde los refugios: “Ani maftiaj laj/ ialdá shelí ktaná/she sot/ ihié a miljamá ajaroná…” (“Yo te prometo/ mi pequeña hija/ que ésta será la última guerra…”). Un canto a la vida, que finalmente no se concretó.
Vuelvo a cerrar los ojos. Las canciones de esa época endulzan mi recuerdo. Daría cualquier cosa por volver a esos momentos durante una hora y después regresar a la realidad. ¿Cómo puedo hacer ambas cosas en mi imaginación con lágrimas que apenas puedo controlar?
Y entonces llegó la solución: Una metáfora porteña.
Felizmente, los bares argentinos han inventado, desde hace bastantes años, el “cortado”, como poción especial para despertarnos del ensueño. La característica taza de café de los bares puede ser ahora reemplazada por un jarrito mixto y convincente.
Preparo rápidamente el brebaje en la cocina. El grueso color y espesor del café se coloca primero: corresponde a la melancolía. La gota de leche posterior (“lágrima”), liviana y blanca, despeja lo que puede llegar a obsesionar o enfermar, y desparrama la dulce y sanadora nostalgia, que nunca ataca al pasado.
Al visitar los recuerdos, la salida y vuelta a la realidad debe ser suave. Se aconseja llorar un ratito -discreto, sin mucho escándalo- al despedirse de seres y situaciones queridas. Eso despeja lagrimales y ayuda a recuperarse de la experiencia.
Como cantó el flaco Alberto Spinetta, el mañana siempre “es mejor” (no dejarse hipnotizar por lo irrecuperable). Lo otro puede ser una peligrosa regresión que los psicoanalistas adjetivan como poco recomendable. No olvidar, pero salir.
Cuando la gota de leche cae sobre el brebaje caliente del café se la conoce como “lágrima”. Nunca nombre más exacto. Despide a la melancolía y atrae la nostalgia.
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