Llorar por Facebook

En esta quinta entrega de la saga de Ricardo Feierstein, viajan viejas y nuevas remembranzas: desde el fútbol de la adolescencia en Cuenca y Mosconi de aquel joven de 1.85 metros y 90 kilos, el Hashomer Hatzair, el “No Pasarán” de la República Española, “los barbudos cubanos, los valientes vietnamitas, la Haganá y la creación del Estado de Israel donde los kibutznikim llegarían a conducir un Estado”, hasta las “tramas de Facebook” que “nos recuerdan lo que podría haber sido”.
Por Ricardo Feierstein

¿Las lágrimas pueden ser desobedientes? ¿O siempre necesitan un empuje muscular para subir al escenario?

Mi persona habla con otra, a la que interroga en el entresueño ¿Cuándo y dónde apareció este síntoma tan persistente?  ¿Por qué vienen de a una -semi escondidas tras los párpados- esas gotitas inconsultas que nadie llamó? ¿No te gusta lo que leés en Facebook y por eso revolvés los lagrimales? ¿O es al revés?

Rebobinemos.

Hace alrededor de tres años mis hijos insistieron en instalarme una cuenta personal en Facebook. “De esa forma -dijeron- estarás más conectado con el mundo y con tus amigos, tal como se estila en esta época.”

Acepté: ¿qué podía perder? ¿Por qué negarse el «pogreso«, como decía mi viejo en idish castellanizado?

Al comienzo, “París era una fiesta”, recordando a Hemingway. Enseguida escribieron parientes, amigos, compañeros de escuela y de la Facultad de Arquitectura. Luego, centenares de desconocidos que, si no mostraban sus perfiles o los detectaba como no compatibles, eran rigurosamente rechazados. Y lo mejor: se fueron armando discusiones sobre temas interesantes y uno podía darse a conocer con algún libro. (No veía nada de malo en todo eso. El sistema se volvió práctico y cercano).

Hasta que, alrededor de un año atrás, el mecanismo se averió. Aparecieron situaciones violentas, insultos, enfrentamientos políticos… Ya nadie recomendaba libros, comidas y películas ni trataba de amigar a los participantes. Estos, en su gran mayoría, dejaron de escribir. Y, hasta hoy mismo, casi desaparecieron los textos personales y, en su lugar, los hacedores del sistema debieron rellenar los contenidos -además de avisos y alguna noticia fuerte o escandalosa- con series de sketchs.

Y llegamos a las lágrimas autónomas que cada tanto invaden mis lagrimales.

Traté de recordar mi infancia, en busca de un sentido reconocible para este comportamiento en una persona mayor. Del llavero de “palabras claves” que ponen en acción al motorcito de la memoria, “Dellacha” fue el nombre a descifrar que acudió en mi ayuda. Sí, por supuesto: el fútbol de la adolescencia, al que adherí desde muy temprano, que a su vez contenía un mestizaje que se adecuaba perfectamente a mi formación humana. De allí a lo que siguió en ese orden futbolístico.

Me explico: normalmente, uno recibe influencias de personas cercanas para identificarse con un equipo de fútbol. Yo tuve, casi al mismo tiempo, dos posibilidades. Mi padre, que no entendía mucho de equipos argentinos, adhirió en seguida al club Independiente porque lo impresionó la concordancia entre la camiseta roja y la formación política que traía a sus veinte años, desde Polonia. Mi hermano menor enseguida adhirió a esa elección, pero no era muy futbolero.

Para mí fue más complicado: de pequeño recibí la fuerte influencia de mi tío Negro, cuya historia era muy sensible: abandonado desde niño por su madre cristiana, habitando en el barrio de Boedo, se refugió con su humilde padre en un pequeño cuartucho desde donde se ingresaba a la cancha de San Lorenzo. Como tuvo con su pareja (mi tía) una hija, insistió en ser mi padrino, algo que se estilaba entonces. Me llenó de camisetas, banderines y equipos de San Lorenzo durante años. Cuando me decidí finalmente por “El Ciclón”, conseguí armar el mestizaje al cual creía pertenecer: argentino-judío // San Lorenzo-Independiente, aunque entonces no tuviera claridad sobre el mismo. La camiseta de San Lorenzo tenía las cinco rayas (rojas) de mi padre y azules (que supuse de mi padrino). Ambos coexistían en mí.

Cuando se decidió (a pesar de nuestras madres) jugar al fútbol en la calle Cuenca y la avenida Mosconi, me integré enseguida. No era ninguna maravilla como jugador, pero me sentía cómodo en un esfuerzo colectivo. Poco a poco me convertí en defensor. Con 1.85 metros y 90 kilos, parecía el lugar ideal. Además, me sentía muy bien en la defensa (zaguero derecho) y me llamaban “Dellacha” en el barrio (en ese entonces, un jugador del Racing Club muy admirado, que ocupaba ese puesto).

Dejemos el tema acá. Lo central fue que desde entonces me sentí más cómodo defendiendo mi propio arco que atacando el del contrario. Y no pude dejar de pensar- ahora- que tal vez cada lágrima desobediente me recuerda la señal de la victoria en el campo ideológico, primero en el socialismo y luego en el Hashomer Hatzair del sionismo de izquierda, ambos representados como si mi inconsciente gritara la consigna de la República Española frente al enemigo: “¡No pasarán!”

¿Estoy delirando o me deslizo por una vía correcta? ¿Me empaché de psicoanálisis o tengo aquí una punta que resuelve la incógnita? ¿El impulso involuntario de los lagrimales refleja los sueños no cumplidos en la “defensa” del propio arco?

Ahora, la programación de Facebook está totalmente invadida por pequeños y repetidos sketchs televisivos sobre secretarias que atienden mal a visitantes por su vestimenta, quienes luego resultan ser los dueños de la empresa. O amas de casas soberbias que maltratan a sus empleadas domésticas hasta que sus esposos ponen las cosas en su lugar. O de viajes en colectivos, subtes o aviones donde chiquillos malcriados o jóvenes groseros aterrorizan a otros pasajeros sin que nadie intervenga, hasta que llega la solución vengadora. Lo mismo sucede con los asientos en medios de comunicación, “robados” por maleducados a mujeres embarazadas o ancianos. Algunas -no muchas- ligeras variantes sobre la cuestión se repiten una y otra y otra vez. Duran entre cuatro a ocho minutos, pero siempre, siempre, el bien se impone. “El que las hace las paga”. Los guiones son los mismos en todos los casos. La única variable es que, como cuentan sólo con una decena de actores y actrices, ellos se repiten y cambian sus pequeños papeles.

Yo, formateado por el cine norteamericano y la educación del “Final Feliz” para todo lo plantado durante mi infancia y adolescencia, a veces me detengo en las caras de “los malos” sólo para disfrutar en el remate la confusión de los que discriminan a otros y las muecas de asombro de racistas que inevitablemente pierden. El (¿ingenuo?) aprendizaje con estos relatos es que al final siempre triunfa el bien. Por acá se filtra la invisible lámina de la utopía.

Sin embargo, el mundo -en realidad- cambió hacia el extremo opuesto: de las primeros y optimistas moralejas de la vida que se transmitían como norma social, hoy todo es al revés. La ingenua suposición que dice que, en conclusión, el bien triunfará sobre el mal, dominó las “enseñanzas sociales” del cine. Hoy cambió el estilo: al final la situación es confusa (o a ser analizada por psicólogos) o directamente ganan los malos. Y los buenos sufren decapitaciones, asesinatos, sangre y zombies.

Ese es el espejo de las diferencias generacionales. Donde se forman o eliminan la empatía hacia el otro y una mirada colectiva de la vida en común.

Entonces: mis lágrimas involuntarias insisten -con una perseverancia casi infantil- en que “algo” de lo que anunciábamos en la juventud se cumple, a pequeña escala, en el cine, ya que no en la realidad. Es lo que queda para alimentar pequeñas brasas de lo que iba a ser un “incendio” universal.

O peor aún. Los lagrimales no olvidan su juventud: los barbudos cubanos, los valientes vietnamitas, la Haganá y la creación del Estado de Israel donde los kibutznikim llegarían a conducir un Estado “or la goim” (una luz para todos los otros pueblos).

Desde este ángulo, puede llegar la respuesta final al interrogante: esas lágrimas solitarias y sin permiso que escapan a la voluntad del dueño son una tramitación del duelo por la utopía fracasada. Lo que veíamos como mundo posible, fraternal, sin explotadores ni explotados, no aconteció. En lugar de utopía consensuada, hoy tenemos algo muy parecido al fascismo dominando la realidad.

El equipo con el que competimos está ganando el match y nos llena de goles, a pesar del zaguero Dellacha y su larga experiencia como defensor. El almanaque está contra nuestro equipo. Tratamos de remontar el partido, pero aparece como algo imposible. Y esos finales de las tramas de Facebook nos recuerdan lo que podría haber sido y ahora se refugia en los retazos de historieta con los que recuerdan lo perdido.

¿Lloramos por eso?

PD: Esto necesita un cierre. Ya llegará.