La familia y la utopía

Con esta sexta entrega, cerramos “Variedades sobre el llanto”, la saga con tintes autobiográficos que nos ha regalado el escritor Ricardo Feierstein, que nos ha permitido viajar en el tiempo conectando mundos que nos pertenecen (¿o nos pertenecieron?) con aquellos que hoy habitamos. Israel, el Kitbutz, la Jativá, los barrios porteños (por caso, Villa Pueyrredón), el existencialismo, las elecciones de vida de un joven idealista en los ’60 forman parte de esta última “pintura” y “los nuevos desafíos” de estos tiempos cargados de preguntas sin respuesta.
Por Ricardo Feierstein

“La patria es el otro”, se dice con convicción.

Sí, pero “¿La familia es el otro?”

En uno de sus últimos libros -y con la agudeza que lo caracterizaba- el gran escritor Isidoro (Ike) Blaisten tuvo la gentileza de nombrarme como parte del pequeño grupo de sus amigos que eran “sartreanos”, como gracioso señalamiento de un fenómeno cultural que en los años de mi generación había capturado la mente de muchos de nosotros en esos “años felices”.

El existencialismo filosófico de Sartre surgió al fin de la Segunda Guerra Mundial y señala que “la existencia preside a la esencia”, al contrario de lo que enseñan las religiones. La frase central del maestro fue: “Uno es lo que hace a partir de lo que los otros han hecho de él”. Y eso implica admitir responsabilidad por los propios actos.

Una buena idea para seguir -después de estos años y del viento de frente- es encontrar un lugar en el mundo que justifique la a veces cruel tormenta del afuera. Las opciones no son pocas: existencia de utopías como plato principal, que caen una y otra vez, pero pueden generar otras acordes a su tiempo. La amistad. La solidaridad, el trabajo en equipo. El amor. La belleza de una pintura, cierta poesía, aquella música inolvidable de nuestra adolescencia. Y tener permiso para llorar. Diversos recorridos para encontrar el sentido de la vida. Nuestra utopía fue el kibutz, pero llegamos con algunos años de atraso.

“El kibutz es un ‘no fracaso’ ejemplar”, sintetizó la agudeza literaria de Martín Buber. Una síntesis irrepetible y genial. Alguien que no teme a las palabras señalaría también la cercanía de ese ideal y la extrema posibilidad de éxito a la que arribó la humanidad.  En lo individual, el kibutz es la utopía incomparable. Pero no estamos solos en el mundo, venimos ya cargados de otras experiencias.

Encontré las respuestas que esperaba en la palabra de Golda Meir, una de las fundadoras del Estado de Israel. En los años ’60 del siglo pasado, en una entrevista que le hizo la periodista italiana Oriana Fallaci, expresó: “Israel fue fundado como un país socialista, con ayuda de la URSS y Checoeslovaquia, en 1948. Pero hoy, un par de décadas después, la geopolítica mundial ha variado fundamentalmente. La idea se mantiene en los kibutzim ya establecidos, pero ha cambiado su posibilidad de expandirse y también la alineación actual de muchos países. Tal vez tenían razón los que insistían en que la Revolución Socialista sólo podría subsistir cuando muchos países adoptaran esa ideología. He visto de cerca la España Republicana ser vencida por el fascismo de Franco. A su alrededor, varios países socialistas (de nombre) no hicieron nada para ayudarla. Eso me convenció de la imposibilidad de intentarlo en un solo país”.

Exactamente: la versión que yo tenía en mi cabeza era que los kibutzim (comunidades colectivas) acabarían por tomar el poder en todo Israel y construirían un país perfecto.

No fue posible.

La familia, sí. La otra pata de la que venimos marcados con su influencia. Las decisiones son nuestras, pero la carga cultural tiene sus aristas

Ser hijo de inmigrante y miembro de una minoría constituye un marco especial, imposible de negar. Son experiencias y procederes que inevitablemente -más allá de nuestros actos posteriores- nos marcan de alguna manera. Por ejemplo: en cualquier enfrentamiento -peleas de boxeo, discusiones, partidos de fútbol o acontecimientos de ese estilo- yo siempre deseo que triunfe el más débil. Es un lugar común del judaísmo, casi siempre minorías. No es difícil entender que, como tantas otras cosas, eso viene de atrás. De quienes nos formaron con sus acciones, antes de tomar la responsabilidad de nuestras propias decisiones.

Desde hace unos años, en muchas escuelas se ha incorporado la idea de que cada alumno/a construya su propio árbol genealógico, lo que acerca a cada uno a su pasado y le permite múltiples reflexiones. Aquí surge un elemento que completa -en términos prácticos- los enunciados de Sartre. De hecho, uno es formado -en general- por su historia familiar, y es con esa “carga” que asumirá la responsabilidad de sus actos hacia adelante.

Anécdotas familiares (hay decenas) refuerzan lo que menciono. Mis padres, cada uno por el lado de su familia (diez hermanos, diez tíos/tías, muchos primos) se caracterizaron por ser los que intervenían en todos los asuntos delicados del núcleo familiar. Escuchaban a los enfrentados y se aceptaba, siempre, lo que ellos dictaminaban, después de que descargaran sus pesares, como en terapia. Podía ser un primo que quería concretar un matrimonio mixto, pero su padre le había anunciado que se suicidaría si lo hacía. O mi madre disfrazada de enfermera para escuchar el diagnóstico de su hermana menor internada en un hospital. O una colecta familiar para enviar a otra prima para viajar a Estados Unidos a tratar su leucemia y cosas así. Ya en mi generación, retomamos esa conducta con mi hermano: yo le birlé en su casa a otro tío una pistola cargada con la que había jurado que mataría a quien influyó en el suicidio de su hija y luego la escondimos. O nos hicimos cargo de una tía viuda y desconsolada y su hijo discapacitado. Y así de seguido.

Lo mismo sucedía en Villa Pueyrredón, el barrio donde crecí. Varias cuadras a la redonda seguían siendo mi casa, en esa lejana época de puertas abiertas y préstamos de palabra. A los cinco años salí a caminar solo y me perdí. Comencé a llorar junto a un árbol y enseguida se acercó un señor que no conocía. Le expliqué y me dijo: “Pero si vos sos el hijo de don Isaac, el sastre. Vení que te llevo de vuelta”. De allí a integrar luego una comunidad kibutziana sólo había un paso.

Trato de entender esas (breves) lágrimas desobedientes que traicionan cada vez que observo resolver una injusticia. En mi caso, entonces -sin pretender universalizar la conclusión- mi familia sí es el otro que me completa y me explica.

¿Cómo llegué a la Jativá? Me reuní un día con Yoshúa Faigón quien, hábilmente, encontró mi costado de acceso. Yo militaba en el Partido Socialista de Vanguardia, cercano a la revolución cubana. Él me dibujó claramente mis alternativas: “los dos queremos hacer una revolución utópica. En este momento, en tu trinchera, tenés miles de militantes. En la otra trinchera, la judía, nosotros somos muy pocos. Y nadie nos ayudará. Te necesitamos. ¿Qué dice tu sentido de justicia?”

Reboté por el más débil. Esa misma semana pregunté a mi responsable partidario por un asunto concreto: eran los días del asesinato de Raúl Alterman por un grupo nazi y prometían matar a todos los judíos de mi Facultad. Quise saber si podía contar con la defensa del Partido si yo era atacado. El compañero elevó la pregunta y contestó a la otra semana: “lo siento amigo, pero no. Estamos centrados en insertarnos en grupos peronistas y lo tuyo es un tema muy personalista”.

Faigón tenía razón. Ya no dudé sobre la trinchera que iba a integrar. La posibilidad de encontrar en el kibutz la síntesis del trabajo manual y el intelectual terminó de convencerme.

El inolvidable uruguayo Eduardo Galeano ya había advertido que a la utopía no se llega nunca, porque va siempre delante de nuestros pasos, pero es indispensable para ayudarnos a caminar. Agregaría que la marcha por ese largo camino se realiza alternativamente cantando (cuando llegamos al objetivo propuesto) y llorando (cuando se desmorona una estructura que creíamos sólida y para siempre).

Así, la utopía es una mezcla de canto y llanto, reemplazable este último -algunas veces- por “El Himno de los Partisanos Judíos” o el “Hatikva”. Tal vez “La Marcha de la Bronca”, que relaja. Y hemos aprendido a distribuir esa reacción casi involuntaria de otras maneras singulares. Por ejemplo: ante toda injusticia, sentir la necesidad de concurrir a resolverla. Y allí se encuentran las conductas de las que nos hacemos responsables (Sartre) y sólo nos queda desviar las lágrimas hacia un lugar más sereno y sin testigos. O dejarlas escapar involuntariamente, como a muchos de nosotros nos sucede. 

En los últimos tiempos recibimos fuertes golpes en nuestra elección, que parecía segura. Las verdades que construían el objetivo se están modificando (o derrumbándose) en el conjunto de este mundo. Hay nuevos desafíos.

¿Por qué la mitad de los israelíes puede votar a la derecha y a los fanáticos religiosos?

¿Por qué la mitad de los argentinos puede votar a Milei, que derrumba ladrillo a ladrillo lo conseguido durante siglos en este país?

Como diría el escritor y aventurero Rudyard Kipling: “esa es otra historia”. Y lo nuestro sigue siendo una aventura imprecisa: acercarse a la utopía.