La figura de Moisés, central en la narrativa hebrea, se despliega como un tejido intrincado donde la historicidad y la leyenda se entrelazan.
Su relación con Akhenatón, un faraón que le precedió, en una o dos generaciones, resuena con fuerza en el plano histórico, especialmente en lo que respecta al concepto de monoteísmo. Akhenatón, al instaurar el culto a Atón, desafió el arraigado culto a Amón, una deidad de carácter eminentemente sacerdotal, sentando así un precedente revolucionario en la veneración de un Dios único.
El relato bíblico, desde el nacimiento hasta la muerte de Moisés, se reviste de elementos míticos que trascienden la mera crónica histórica. La Torá, al narrar la conversión de un príncipe egipcio en pastor y luego en un líder y legislador, construye una epopeya donde lo improbable y lo legendario se fusionan indisolublemente.
La Torá nos introduce a Moisés como un príncipe egipcio, adoptado por la hija del faraón, un preludio que evoca los relatos de héroes míticos de la antigüedad. Su huida de Egipto, tras un acto de justicia que debía revelar su profunda conexión con el pueblo hebreo oprimido, para así considerarlo integrante del mismo, marca el inicio de su transformación.
Más tarde, ya convertido en pastor y yerno de Jetró, un sacerdote madianita, Moisés recibe el llamado por Dios desde la zarza ardiente, un encuentro que redefine su destino y el de su pueblo.
Mi tesis propone una interpretación que desdobla la figura de Moisés en dos personajes diferentes: un príncipe egipcio, portador de la simiente del monoteísmo akhenatoniano, y un legislador madianita, forjador de la identidad hebrea al imponerle un nuevo Dios y una nueva ley.
Esta visión busca desentrañar la fusión de roles en el relato bíblico, revelando posibilidades históricas que se ocultan tras la narrativa.
El Éxodo, con su relato de las plagas de Egipto, la huida hebrea a través del mar Rojo, la entrega de la Ley en el monte Sinaí y el violento episodio del Becerro de Oro, se erige como un mosaico de eventos históricos y míticos. Los libros de Números y Levítico detallan la travesía del pueblo hebreo por el desierto, enfatizando las leyes levíticas, cuya autoría posiblemente, bien posterior, sugiere una imposición de carácter sacerdotal.
El Deuteronomio cierra la Torá con los discursos de Moisés y su muerte, un final que marca la conclusión de una era y del pentateuco.
Esta tesis se nutre de fuentes extra bíblicas, como los estudios sobre Akhenatón, las «Antigüedades de los Judíos» de Flavio Josefo, y el ensayo de Freud sobre Moisés y el monoteísmo, en un intento de construir una interpretación histórica más plausible de este relato fascinante y enigmático.
El relato bíblico y su contexto histórico: culturas y creencias
La narrativa bíblica se inicia con el ascenso de un faraón que ignora el legado de José, y la consiguiente opresión de los israelitas, un preludio que evoca la lucha entre culturas y la opresión de minorías.
El intento de genocidio de los recién nacidos hebreos, ordenado por el faraón, refleja la tensión entre la cultura dinástica tradicional de Egipto y la cultura de los hebreos, más próxima de los gobernantes hicsos, con quienes compartían una lengua, dioses y una historia en común. Los hicsos habían gobernado Egipto dos siglos atrás.
El nacimiento de Moisés, similar al mito de Sargón de Acadia, regente del primer imperio humano, también rescatado de una cesta tirada al río, es un relato de salvación femenina, donde las parteras, la madre, su hermana mayor y la hija del faraón tejen una trama de confabulación y supervivencia.
Moisés, con su doble filiación bíblica, emerge como un líder escogido, poseedor de dos nacionalidades diferentes.
Su huida a Madián, tras matar a un egipcio, marca su transición de príncipe a pastor, un modelo de humildad y conexión con sus raíces israelitas. Su encuentro con Yahveh, el nuevo nombre de Dios, en la zarza ardiente, redefine su misión y su identidad.

La duda de Moisés ante su capacidad para liderar a su pueblo y la designación de Aarón como su portavoz revelan la complejidad de un liderazgo sobre un pueblo, cuya lengua no dominaba y la naturaleza divina de su llamado.
Dos contextos históricos iluminan este relato: la expulsión de los hicsos y la revolución monoteísta de Akhenatón. La llegada de los israelitas a Egipto coincide con el dominio hicso, un período de apertura hacia los pueblos semitas, lo que explicaría su asentamiento en el delta del Nilo.
La opresión hebrea refleja la reacción egipcia ante el poder hicso, una vez que lograron expulsarlos. El éxodo, entonces, se interpreta como la huida de un pueblo oprimido, que busca preservar su identidad y no ser sometido a condiciones de esclavitud, liderado por una figura de la corte faraónica,
La revolución de Akhenatón, con su culto a Atón, resuena en el monoteísmo mosaico, sugiriendo una posible influencia y conexión entre ambas creencias religiosas.
La posibilidad de una alianza entre los seguidores de Atón y los hebreos añade una dimensión política al éxodo, donde el monoteísmo y la libertad se entrelazan.
El Éxodo: una interpretación histórica y teológica
El Éxodo, si bien envuelto en un aura de leyenda, contiene un núcleo histórico que resuena con la realidad de la migración semita hacia y desde el delta del Nilo, impulsada por factores climáticos y económicos.
Propongo que el éxodo fue una decisión fundamentalmente tribal de volver a la vida nómada, y que las tribus israelitas fueron lideradas por una figura de la corte faraónica.
En esta visión, la tierra prometida sería un destino posterior, una meta que se forjó en el crisol del desierto.
La unión tribal, cuyo objetivo fundamental será la conquista de Canaán se forjaría un siglo después, bajo un liderazgo sacerdotal, y marcaría el inicio de una identidad hebrea mucho más cohesionada.
En esta comunidad forjada en la adversidad del desierto y unida por una fe común, es donde aparece el pastor Moisés, yerno de Jetró, que la Tora entrelaza con la del líder faraónico en la narrativa bíblica, creando un personaje multifacético.
La fusión de Moisés, príncipe y pastor, resulta en un líder sincretista, portador de una nueva ley y un nuevo Dios, una figura que trasciende las fronteras de la historia y el mito.
Un legado de ética y monoteísmo
Las Tablas de la Ley, símbolo de la alianza entre Dios e Israel, establecen un código ético y moral que trasciende el tiempo.
El Decálogo, con raíces en el juicio de Osiris, donde en el pasaje hacia la dimensión ultraterrena el muerto debía negar sus faltas en vida para acceder a la nueva dimensión (no maté, no robé, no mentí), evoluciona hacia un nuevo código teocrático, donde se adicionan a las leyes humanas las obligaciones con Yahveh, un dios inmaterial, que exige exclusividad y obediencia.
La hipótesis madianita sugiere que el culto a Yahveh se originó en Madián, influyendo en la formación del Dios hebreo. La aparición más antigua que se conserva de Yahweh es el nombre de un lugar, la «tierra de Shasu de Yhw», en una inscripción egipcia de tiempos de Amenhotep III (1402-1363 a. C.), padre de Akhenaton. Los shasu eran nómadas de Median y Edom en el norte de Arabia. Este dios era un dios de la naturaleza, según algunos autores relacionado con el viento (el que sopla), otras fuentes lo relacionan a un dios de la montaña o volcánico.
La imposición de Yahveh sobre los dioses cananeos y egipcios, está ejemplificada en el episodio del Becerro de Oro y marcó un hito en la religión hebrea.
“Moisés se paró delante del acceso al campamento y dijo: ´Quien esté del lado de Yahveh, que venga conmigo´. Y todos los hijos de Leví se agruparon junto a él. Moisés entonces les dijo: ´Así dijo Yahveh, el Dios de Israel: Póngase cada uno la espada sobre el muslo, y pasad y repasad por el campamento de puerta en puerta, y matad cada uno a su hermano y a su amigo y a su vecino´. Y los hijos de Leví hicieron conforme a la palabra de Moisés; y cayeron ese día tres mil hombres del pueblo” (Éxodo 32:26-28).
La teocracia, concepto acuñado por Flavio Josefo, define el gobierno divino ejercido por Moisés y la casta levítica, donde la ley y la fe se entrelazan en una estructura de poder única. El culto, central en esta teocracia, se convierte en un instrumento de poder sacerdotal, una herramienta para moldear la identidad y el destino del pueblo hebreo.
El sincretismo divino, que fusiona a Él, Atón y Yahveh, da origen a un Dios único y trascendente, un concepto que revolucionaría la concepción de lo divino. El Salmo 29, con sus referencias a las tres deidades, ilustra esta fusión, revelando la complejidad de la fe hebrea.
Ideado en el siglo 12 a.C., o sea un siglo después del Éxodo, y para otros muy posteriormente, es atribuido al rey David y es revelador de este sincretismo y quizás también, en gran medida, el resultado de Moisés y la gesta de los hebreos.
En este salmo vemos primero la referencia al Dios El / Elohim, dios supremo del panteón cananeíta, para referirse a los hebreos como sus hijos: “Alabad a Yahvé, oh hijos de ʼEl, alabad a Yahvé, el Glorioso y Victorioso”. Luego aparecen las características poderosas de un dios de montaña o volcánico, que adviene en una tormenta, obviamente el Yahvé original.
Y finalmente el último párrafo nos muestra su identificación y su pacto con el pueblo hebreo que lo venera: Yahvé dará fuerza a su pueblo. Yahvé bendecirá a su pueblo con paz.
Un legado que trasciende el tiempo
El relato bíblico de Moisés es complejo y de gran riqueza conceptual. Muestra un pueblo que se liberta de su esclavitud y para eso paga el precio de volver a vivir en la inseguridad del desierto y la vida nómade.
Moisés le da al pueblo hebreo una ley y un nuevo sistema de gobierno, al atribuir el poder y la autoridad a Dios, un gobierno ejercido directamente por Dios en que la autoridad política emanaba del mismo. Los enemigos de los hebreos eran los enemigos de Dios y las leyes eran los mandamientos de Dios. Moisés era el único intérprete de Dios, quien instituía y derogaba las leyes divinas, elegía a los sacerdotes (los levitas), era el juez y el que imponía el castigo, o sea, un monarca absoluto.
Quien lo sucede en el poder de gobierno no es solamente Josué, que será el jefe militar que llevaría a los hebreos a tomar la tierra prometida, según el relato bíblico, sino también los levitas, la casta hierática, y estos sacerdotes comienzan a usar su poder religioso y secular para glorificarse creando decretos, normas y rituales que eran sacralizados.
Esta prerrogativa sacerdotal de interpretar las leyes según su parecer y probablemente su conveniencia se transformará en una característica fundamental de la historia del desarrollo civilizatorio judeocristiano. La sacralización posterior de la biblia da el contexto de la sociedad judeocristiana y su advenimiento, con todo lo positivo y negativo que esto implica.
La visión religiosa y su poder secular llevaron a sus inevitables consecuencias (obscurantismo, restricción al racionalismo y a la ciencia) y va a moldear en gran medida la historia occidental hasta el siglo XVII de forma casi hegemónica, como veremos.
Y aun hoy sentimos sus efectos.
* Contador (UBA) y consultor profesional dedicado a las áreas financiera y administrativa. Reside en Brasil. Este artículo es parte de un libro inédito que hace una exégesis revolucionaria sobre personajes y relatores bíblicos consagrados. Contacto: Agencia Ayesha de Servicios Culturales de Alejandro Margulis. Ir a página del Autor. Mail: ayesha@ayesha.com.ar).