En la película «El Congreso» de Ari Folman (2013), la actriz Robin Wright (interpretándose a sí misma) acepta un contrato futurista que permite a un estudio cinematográfico escanear digitalmente su identidad completa para usar su imagen sin límites, pero el precio es renunciar para siempre a actuar en el mundo real. Años después, cuando es convocada a renovar el contrato en un «congreso de futurología», Wright ingresa a una realidad alternativa completamente desconectada del mundo exterior al inhalar una sustancia alucinógena que la transporta a un universo animado donde todo es posible, las leyes físicas no aplican y cada persona puede transformarse en lo que desee, pero desde donde es imposible comunicarse con la realidad externa. De forma análoga, en nuestro presente las usinas de realidad alternativa —operando en la intersección entre la supervivencia política de liderazgos autoritarios, la rentabilidad de plataformas tecnológicas que monetizan la atención fragmentada, y la renuncia colectiva a la responsabilidad social que implica enfrentar la complejidad del mundo contemporáneo— utilizan algoritmos como esa sustancia que inhala Wright: nos van introduciendo gradualmente en burbujas narrativas personalizadas donde nuestras fantasías y sesgos son constantemente validados, creando mundos paralelos impermeables donde la complejidad social se disuelve en favor de versiones simplificadas y seductoras de la realidad que, como en la película de Folman, nos mantienen desconectados de las contradicciones y el sufrimiento real del mundo exterior. Las personas que están «adentro» no pueden comunicarse con el exterior, y hay una especie de barrera impermeable entre ambos mundos. Esto crea una tensión dramática importante porque Wright queda atrapada en esta realidad fantástica mientras su vida real – incluyendo su hijo enfermo, su responsabilidad social primordial – continúa en el mundo exterior sin ella.
Hasbará: el cono de sentido y la maquinaria comunicacional del poder
Esta mecánica de desconexión de la realidad se vuelve particularmente evidente en las prácticas comunicacionales de buena parte de la Hasbará israelí*, que como estrategia de producción de contenidos ideológicos funciona de manera bidireccional a través de marcos interpretativos que operan como un «cono de sentido» —una estructura discursiva que va estrechando progresivamente el rango de interpretaciones posibles hasta canalizar el pensamiento hacia una sola dirección «lógica» mientras vuelve literalmente impensables las alternativas. Hacia el exterior intenta que audiencias internacionales puedan procesar la guerra como una respuesta necesaria y proporcionada, pero es hacia el interior de la sociedad israelí y de las comunidades judías del mundo donde este cono opera con mayor eficacia, ya que es posible controlar mejor las variables de la realidad intersubjetiva, produciendo la invisibilización tanto de las imágenes del sufrimiento que Israel causa como de las responsabilidades gubernamentales en el propio trauma. La Hasbará actúa como vocera oficial u oficiosa de un gobierno que intenta sistemáticamente minimizar, relativizar y eludir responsabilidades sobre los fracasos del 7 de octubre, los rehenes abandonados, las fallas de inteligencia y los soldados que continúan muriendo, temas que solo se mantienen visibles por la resistencia de una sociedad civil que el propio gobierno intentaría silenciar por completo. Mientras los israelíes reciben principalmente información sobre las victorias militares que demuestran su superioridad regional, el desastre humanitario de Gaza queda fuera del campo de visión de la narrativa oficial. Esta estrategia se reproduce también a través de una red de individuos en las redes sociales, autopercibidos «influencers» que actuan rechazando toda crítica como antisemita, argumentando que todo cuestionamiento del discurso oficial es en esencia mentira y al mismo tiempo insinuando que los gazatíes se lo merecen.

Entre la decepción y el realismo: los portavoces del consenso bélico
Estos personajes se presentan frecuentemente como figuras moderadas, alejadas de las ideas radicales de algunos miembros del gobierno, o como «arrepentidos» cuya fe en algún entendimiento con el mundo árabe fue quebrada por la violencia del 7 de octubre o algún hecho traumático anterior, construyendo una narrativa de decepción que justifica posiciones cada vez más extremas. Sin embargo, aunque adopten un tono aparentemente reflexivo y crítico hacia el radicalismo explícito, en la práctica reproducen fielmente los mensajes del gobierno, legitimando la guerra sin fin a través de una retórica que se presenta como dolorosamente realista pero inevitablemente necesaria. En su mayoría, estos influencers no operan desde una planificación consciente sino que reproducen espontáneamente la ideología dominante como práctica cotidiana, siendo una minoría los que pertenecen orgánicamente a los aparatos del Estado. La Hasbará opera como esa sustancia que nos sumerge en una realidad alternativa donde la guerra aparece como inevitable y exitosa, sin responsables internos ni consecuencias externas visibles. Asi sirve al interés primordial de supervivencia política del gobierno de Netanyahu y su cohorte mesiánica —que necesita mantener el país en estado de guerra permanente para evitar tanto los juicios por corrupción como el colapso de su coalición extremista.
Paralelamente, las audiencias occidentales son expuestas a través de redes de activismo político, medios alternativos y corrientes intelectuales postcoloniales a un mecanismo de manipulación narrativa opuesto como en un espejo invertido a la Hasbará: Israel aparece como el depositario de todos los males de Occidente contra los pueblos del sur global, descontextualizando el rol de Hamas y el integrismo islámico en el conflicto y despojando de agencia a los palestinos e inclusive a una potencia regional como Irán, evaluados exclusivamente bajo el papel de víctimas de un «colonialismo de asentamiento». Esta polarización crea formas complementarias de desconexión que dificultan una mirada a la irreductible humanidad de las victimas de ambos lados del conflicto.
“Sé que… pero aún así”: el consentimiento pasivo y la ideología sin convicción
En esta realidad mediática donde la retórica de «Victoria Total» y las soluciones militares definitivas se sienten posibles y justificadas opera precisamente lo que el filósofo Slavoj Žižek describe como la forma contemporánea de la ideología. Para Žižek, la ideología no reside en lo que pensamos sino en lo que hacemos: no importa tanto si las personas creen conscientemente en las ideas que justifican el poder, sino que actúen como si creyeran en ellas. La gente puede saber perfectamente que algo está mal, pero sigue comportándose como si todo estuviera bien.

Esta forma contemporánea de ideología opera precisamente cuando parece que la ideología ha desaparecido: funciona a través de pequeños gestos automáticos, reacciones «naturales» y actitudes que parecen espontáneas pero que en realidad reproducen el orden existente sin que tengamos que creer explícitamente en él. No se trata de grandes discursos o ceremonias solemnes, sino de pequeños gestos cotidianos, de prácticas aparentemente neutras que normalizan lo anormal: el scroll distraído que mezcla videos de gatos, recetas de cocina e imágenes de destrucción como si fueran equivalentes, el «me gusta» automático a contenidos que validan nuestros sesgos, la conversación de café que evita sistemáticamente los temas incómodos, el consumo pasivo de noticias que confirman nuestras creencias previas, la producción y el consumo de fantasías encarnadas en imágenes de inteligencia artificial que nos permiten habitar mundos perfectos donde nuestros deseos se realizan sin consecuencias reales. En las sociedades contemporaneas, esto se materializa en esa fórmula cotidiana del «sé que… pero aún así»: los sujetos sospechan o intuyen las contradicciones pero actúan como si no las conocieran, desarrollando mecanismos de desconexión que les permiten seguir funcionando.
Los promotores de la retórica de «Victoria Total» buscan cristalizar consenso en torno a estas estrategias, mientras que sus consumidores sospechan que algo anda mal —que «ganar» una guerra es muy distinto que ganar una competencia de suma cero y no depende de un imaginario y sangriento tanteador de bajas, que si la guerra es tan exitosa ya debería haber terminado, que los rehenes israelíes siguen en Gaza y muchos de ellos han muerto en cautiverio mientras continúa la operación militar que supuestamente debía liberarlos, que la destrucción masiva de Gaza acaso esté perpetuando traumas generacionales que alimentarán décadas de conflicto— pero aún así continúan validando estas políticas a través de su consentimiento pasivo. Esta práctica desapasionada es más peligrosa que el fanatismo tradicional porque es inmune a la evidencia: al sujeto ideológico contemporáneo ya no se le puede confrontar con hechos contrarios porque él mismo los conoce y ha desarrollado mecanismos para coexistir con ellos. «Intuyo que esto no resolverá el problema de seguridad a largo plazo, pero…» «Sospecho que estamos creando más enemigos de los que eliminamos, pero…» «Es posible que las víctimas civiles sean moralmente inaceptables, pero…». Esa suspensión consciente pero sistemática de las consecuencias reales permite que la máquina de guerra continúe funcionando no por convicción sino por una especie de inercia adaptativa, donde todos los actores participan del espectáculo sabiendo que es insostenible pero utilizándolo como mecanismo de autoafirmación que los protege de tener que imaginar alternativas complejas o asumir las responsabilidades que implicaría salir de la realidad mediática que los mantiene funcionando.
Es crucial entender que este proceso, como toda mecánica ideológica contemporánea, se basa en sentimientos legítimos de miedo y frustración, y en este caso anclados en una memoria colectiva de hostilidad, persecución y exterminio : el horror genuino frente a las masacres del 7 de octubre perpetradas por Hamas, con el apoyo y la participación más o menos activa de la población civil gazatí, el temor y la desconfianza que genera la posibilidad de que actos del mismo tipo puedan repetirse en el futuro, la sensación de alienación de israelíes y judíos del mundo frente a los ataques virulentos contra Israel en medios occidentales que estallaron antes de que un solo soldado entrara en Gaza, y esa «inseguridad ontológica» —la sensación de que la existencia misma está constantemente amenazada, que la supervivencia como pueblo no está garantizada— que se ve reforzada por los muy reales ataques a la legitimidad misma de la existencia del Estado más allá de sus políticas contingentes. La fórmula žižekiana del «sé que… pero aún así» no surge del vacío, sino de la necesidad psicológica de procesar experiencias traumáticas reales y amenazas existenciales concretas que, sin embargo, terminan siendo instrumentalizadas por una maquinaria política que las utiliza, en el caso de Israel, para perpetuarse en el poder y legitimar su proyecto político supremacista.
Cuando lo simbólico se agrieta: rehenes, misiles e imágenes incómodas
La escalada entre Israel e Irán que comenzó el 13 de junio de 2025 representa el momento de máxima tensión para esa mecánica de producción ideológica que venimos analizando: cuando esa «realidad animada» —el universo fantástico de la película donde todo es posible y las consecuencias reales quedan suspendidas— de la fantasía militarista se encuentra brutalmente con las consecuencias físicas de sus propias premisas. Mientras los ataques israelíes están siendo militarmente exitosos al destruir instalaciones nucleares y eliminar comandantes iraníes, han desencadenado oleadas de misiles que están impactando ciudades israelíes, forzando evacuaciones masivas y confrontando a la población con el costo real de la retórica de «Victoria Total». Pero la distracción también opera: la guerra con Irán ha desviado la atención de los 53 rehenes restantes en Gaza durante más de 600 días. Sin embargo, lejos de despertar a las audiencias de sus burbujas respectivas, la maquinaria de producción de contenidos ideológicos parece estar metabolizando incluso esta realidad brutal: las imágenes de civiles israelíes en refugios, la devastación en barrios y edificios públicos de Israel, así como la contabilidad de las víctimas fatales se convierten en «prueba» de que no queda otra opción que intensificar la campaña, mientras que las escenas de destrucción en Teherán «validan» la efectividad de la estrategia, todo ello mientras los problemas fundamentales – los rehenes, las fallas de inteligencia, la devastación de Gaza – parecen quedar eclipsados por el espectáculo de la nueva guerra. Es la pesadilla de Folman materializada: la incapacidad de abstraerse del propio «cono de sentido» incluso cuando la realidad exterior se vuelve insoportablemente brutal, con una sociedad atrapada en una realidad animada donde el sufrimiento del otro justifica la propia narrativa y el sufrimiento propio exige más venganza, creando un ciclo donde cada escalada real alimenta las fantasías mediáticas en lugar de romperlas.
El final del hechizo: cuando las fantasías ya no alcanzan
Sin embargo, es aquí donde reverbera la pregunta crucial: ¿puede lo Real penetrar las gruesas murallas de lo Imaginario y hacer tambalear lo Simbólico que lo sostiene? Las protestas desesperadas de las familias de los rehenes, que con sus cuerpos interrumpen la normalidad mediática del espectáculo bélico; la realidad irreductible de las víctimas civiles que se niegan a ser estadísticas abstractas; las imágenes del desastre llegando al corazón mismo de Israel, confrontando a sus habitantes con el costo concreto de sus fantasías de invencibilidad – todos estos elementos constituyen irrupciones de lo Real que resisten ser incorporadas a la maquinaria narrativa.

Como señala Žižek, es precisamente en estos momentos de crisis cuando la fantasía ideológica revela su fragilidad: cuando el síntoma – el sufrimiento que la ideología no puede simbolizar – se vuelve demasiado evidente para ser ignorado. La resistencia opera en esos intersticios donde la realidad traumática excede la capacidad de la Hasbará para recontextualizarla, donde el dolor de los rehenes abandonados, el horror de la destrucción mutua, la evidencia de la incompetencia gubernamental se vuelven tan abrumadores que las burbujas narrativas comienzan a agrietarse. La cuestión es si estas fisuras tendrán la fuerza suficiente para romper el círculo mágico y sustraernos del encanto de las fantasías ideológicas, o si la maquinaria de producción de contenidos seguirá encontrando formas de metabolizar incluso el trauma más extremo como combustible para perpetuar el espectáculo de la guerra sin fin. En la metáfora de Folman, la protagonista tiene que volver a nacer para romper esa realidad fantasmagórica. ¿Qué forma tendrá el renacimiento de Israel si finalmente el cono de sentido se resquebraja en mil pedazos?
* Hasbara (del hebreo «explicar») es el término que se usa para describir los esfuerzos de comunicación pública del Estado de Israel, directamente o a través de organzaciones y grupos del mundo judío, similar a lo que otros países llaman «diplomacia pública», pero con la particularidad de operar en un contexto de conflicto prolongado y alta atención mediática internacional.