Hace días que pienso qué voy a decir hoy, ahora, acá.
Sé que podría comenzar hablando de mis orígenes, de mi familia, de mi bisabuela Hinde Berestovoy, por quien llevo el nombre que llevo, que llegó a comienzos del siglo XX desde Odessa con su marido Federico y sus tres hijos. La que quedó viuda enseguida. La que tuvo que hacerse cargo de todo sola y hablando en idish. La que se instaló a vivir a los ponchazos en el Pasaje del Carmen. La que en la leyenda familiar se las arregló cocinando para otros paisanos en el Abasto y que para sobrevivir y darles de comer a sus hijos puso un modesto bazar en el que comenzó vendiendo la propia vajilla, regalo de casamiento que había venido en el barco con ella.
Me tocaría contarles que, entre tanto infortunio, a mi bobe Juana le tocó la función de ayudarla porque su hermana mayor ya estaba cursando la secundaria cuando murió su padre y su hermano menor, bueno, era varón, así que iba a estudiar sí o sí. Esta es la triste razón por la que Juana no tuvo estudios secundarios: a cambio le legaron un insidioso nishguit de resentimiento que le duró toda la vida.

Podría también hablar de mis bisabuelos gauchos judíos, los que llegaron a Entre Ríos con el proyecto del Barón Hirsch, y contarles cosas de su hijo, mi zeide Jere, y su corbatería de la calle Pasteur, enfrente de la AMIA, o tal vez recordar la vida de Arón y Rebeca, que se conocieron en Salta, adonde llegaron jovencitos (él, solo; ella con su madre y su hermana) tratando de olvidar las razones por las que habían abandonado sus shtetls. Aron había nacido en Roshnoi o Rozana o Ruzhany, hoy Bielorrusia; entonces, vaya a saber. Una localidad que era centro de estudio jasídico y que existe desde mediados del siglo XVI, con una población que antes de la segunda guerra tenía unos 3500 habitantes de los que las tres cuartas partes eran judíos. Casi todos murieron asesinados por los nazis en Treblinka. Aron nunca habló de esto.
Mi bobe Rebeca no contaba mucho de su pasado, pero decía que había nacido “más o menos por agosto” y que era de Kyiv. Hace poco, estando yo en Ucrania, supe por una amiga que posiblemente mi abuela había nacido en un pueblo de la región de Kyiv porque cuando Rebeca nació los judíos tenían prohibido vivir en la capital. Nunca escuché a ninguno de mis abuelos hablar de pogroms.
Podría hablar una vez más de Feigue, mi mamá de ojos verdes y sueños adormecidos, alguien que hablaba mucho en idish y a quien, por lo que recuerdo, todos los mayores le decían que tenía un idish precioso o tal vez de mi papá, Carlos, que estudió Medicina con libros prestados o tomados de la biblioteca, sentado en el pasillo del PH del Cid Campeador donde vivían desde que se vinieron de Salta a Buenos Aires para buscar mejor fortuna comercial. Mi papá, ese laico férreo y comunista hasta su muerte, que aceptó casarse por jupá (en el salón de fiestas, eso sí), que nunca renegó de su judaísmo y que siempre dijo que si mi hermana y yo hubiéramos nacido varones, habría aceptado que nos hicieran el bris para no herir los sentimientos de su mamá.
Como la mesa a la que nos invitaron tiene que ver con qué significa para nosotras ser escritoras judías y argentinas hoy, podría arrancar si no contándoles cómo mi zeide Jere, el entrerriano que tenía el mate pegado a su cuerpo, me alzaba a los 5 o 6 años y me subía a la mesa en las celebraciones familiares de la calle Pasteur para el número vivo en el que cantaba el tango “Caminito”, uno de mis hitazos. Y de paso podría aburrirlos con los pepinos en salmuera y los latkes de Rebeca o con el gefilte fish de Juana (a base de boga, trucha y dorado) que luego cocinaron por años mi mamá y mi tía Pelusa o compartir los tips para amasar knishes que me dejó mi tía Anamaría o la receta del leicaj de miel familiar que guardo como un tesoro.
Pero no.
Aunque nunca fue fácil, reconozco que fue bastante cómodo para mi generación ser judía y argentina. Lejos de las persecuciones, nací durante un tiempo “amable” para nuestra comunidad, algunos años después del Holocausto, el crimen industrializado durante el cual los nazis asesinaron a 6 millones de judíos (y no discuto esa cifra, como tampoco discuto los 30 mil muertos de la última dictadura argentina. Soy judía y soy argentina; conozco perfectamente lo que es una masacre y también lo que es un símbolo, y hace tiempo perdí la inocencia acerca de lo que se esconde detrás de lo que puede parecer una discusión técnica en busca de la precisión histórica).
Pero les hablaba de un consenso internacional amable y lo hacía para referirme a algo que iba más allá de la Argentina y que es el ánimo que permitió la creación del Estado de Israel y habilitó un cierto orgullo: provengo del pueblo del libro y celebro la resistencia del ghetto de Varsovia, la fuerza política de los pioneros en cada movimiento hacia la liberación y también el espacio judío para la desobediencia, la crítica y la abierta discusión sobre el sionismo y sobre el asimilacionismo.
Algo importante: por entonces a los antisemitas se los despreciaba abiertamente, los distinguíamos enseguida, sabíamos al toque cuando alguien hacía cuestionamientos de orden político o era abiertamente antijudío. Crecí respetando una consigna que hoy parece haber quedado en el olvido: ningún antisemita puede ser rehabilitado por cuestiones coyunturales.
Hoy personalmente me siento más incómoda que nunca, como judía y como argentina. Me siento lejos de personas a las que quise y quiero y me pregunto cómo no advierten que muchas de las nuevas amistades de los judíos en el mundo no se acercaron por afecto o respeto sino porque es mucho mayor su odio por los musulmanes o porque se embelesan hasta el paroxismo con el ala mesiánica de nuestra cultura, ya sea en Francia, en Estados Unidos o acá, en la Argentina.
Si siempre fue difícil explicarle a alguien ajeno a la comunidad la diferencia entre israelita e israelí o entre judíos e israelíes o recordarle que ser judío es algo que va más allá de una cuestión religiosa, el presente nos encuentra en cortocircuito y con divisiones internas que por momentos me hacen desconocer, en el sentido concreto de ajenidad, el espacio del que provengo.
La masacre del 7 de octubre resultó una herida descomunal desde lo físico y concreto pero también en las esferas cultural y espiritual. Entiendo el dolor, la decepción, el impacto de la tragedia por sorpresa, pero no encuentro virtud en la venganza ciega ni pienso que con más violencia se vayan a recuperar las vidas de quienes murieron asesinados esa mañana de sábado ni tampoco los rehenes que aún quedan en manos de los terroristas.

Por el contrario, me provoca escalofríos pensar que comparto orígenes y tradiciones con personas que deshumanizan a los hombres, las mujeres y los chicos palestinos que están en Gaza y en Cisjordania. Me provocan escalofríos los fundamentalistas judíos que reproducen prácticas del fundamentalismo islámico y pisotean los derechos humanos más básicos porque, igual que los terroristas de Hamas, creen que el otro, porque es otro, no merece vivir.
No tengo nada que ver con ninguna clase de supremacismo; soy judía pero en primer lugar soy una persona, ni mejor ni más que nadie. Como judía argentina, la mayor satisfacción acaso sea tener los mismos derechos que el resto de los ciudadanos, algo que mis abuelos paternos y mis bisabuelos maternos no tuvieron en sus lugares de nacimiento.
Sigo atentamente las noticias en Oriente Medio. Leo con pánico los apellidos de los dos, tres o cuatro soldados israelíes que mueren cada día en esas guerras: todo el tiempo temo tener que llorar a alguien querido. Resulta inexplicable leer las historias criminales que tienen como protagonistas a militares israelíes, abrumados por órdenes nefastas y alejados de toda ética y es demoledor leer las historias de vida y muerte de quienes se suicidan al regreso de su viaje al infierno de la guerra. *
Soy una judía que quiere a Israel porque es el lugar con el que soñaron los míos, donde vive gran parte de mi familia y donde descansan los restos de familiares a los que amé y también porque es un país que se creó para que los judíos tuvieran una tierra segura donde vivir. Y es justamente por esto último que, como muchos, aún espero, más que nuevas oleadas de violencia por parte de Israel que sobre todo le garantizan al gobierno de Netanyahu su supervivencia, una respuesta por parte de los gobernantes que consiga explicar cómo pudo pasar lo que pasó ese 7 de octubre de 2023. Los terroristas fueron los perpetradores pero ellos son los responsables por no haberlo evitado pese a tener señales y advertencias fiables y también por todo lo que vino después.
Para terminar, me preguntaron cómo me siento como escritora judía y argentina y aún no hablé de libros ni de escritura. Tali Goldman me adelantó algo sobre lo que iba a hablar y le agradezco un montón: muchas de sus lecturas (como Natalia Ginzburg, Vivian Gornick, Margo Glantz) son también las mías y me sumo a su entusiasmo lector con tantos nombres amados y descomunales.
En cuanto a la escritura, entre mis libros está la biografía de Blackie (1912-1977), una mujer que fue motivo de orgullo y celebración en la comunidad, una judía argentina que brilló en la música y en los medios y un nombre clave de la cultura popular de su tiempo, alguien que creía en la divulgación cultural como herramienta para la educación y el desarrollo de un país: no podría sentirme más identificada con ese credo.
Sobre el presente, es imposible no recordar que soy argentina, soy judía y soy escritora pero además soy periodista: el 7 de octubre también resultó un terremoto emocional para mi forma de ver el mundo, para mis ideas y para lo que escribo. Por estos días, leí una frase que funcionó a la manera de revelación en este tiempo de desconcierto y desgarro emocional. Le pertenece a Tzvetan Todorov y dice así: «Ser civilizado no significa que se tengan estudios superiores, sino que se sabe reconocer la plena humanidad de los otros, aunque sean diferentes. No son bárbaros quienes no tienen buena educación o han leído poco, sino quienes niegan la plena humanidad de los demás».
Crecí viendo telenovelas y peleo desde siempre contra las emociones algo vulgares de mi escritura; tiendo a la desmesura y por eso en mis análisis persigo una forma del equilibrio que no siempre consigo. En los últimos años, el mayor de los combates es el que entablo a diario en particular contra una emoción que lo tiñe todo, también lo que escribo. Me propuse administrar la indignación, a veces me sale.
Espero no haber fracasado hoy.
* Solo en las últimas dos semanas se suicidaron cuatro soldados israelíes. Según cifras oficiales recogidas por Haaretz, al menos 45 soldados en servicio se quitaron la vida desde el 7 de octubre de 2023. Quince de ellos lo hicieron en lo que va de 2025. No hay hasta ahora un registro oficial de suicidios de soldados o reservistas fuera de servicio, aunque abundan los relatos y testimonios acerca del brutal crecimiento de episodios de estrés post traumático y problemas psiquiátricos en relación con años anteriores.