Celina Feuerstein (Buenos Aires, 1959) es psicoanalista y poeta. Ha publicado La casa vacía (2018), De qué se trata el otoño en mi ventana (2020), A la velocidad de la luz (2022) y Pequeñas prosas blancas (2024). Participó en antologías como Martes Verdes y Antología de Poesía Federal de la Ciudad de Buenos Aires. Recientemente, visitó Auschwitz, donde gran parte de su familia fue asesinada y de donde su padre sobrevivió, una experiencia que inspira su próximo libro.
Para Feuerstein, «el judaísmo es la historia de mi padre, marcas grabadas a fuego en mi carne y en mis huesos». Se define como analista, poeta, judía, no por religión, sino por el idish: «La lengua que hablaron los padres y hermanitos de mi padre antes de morir en una cámara de gas. La lengua dulce de mis abuelos maternos y mis padres, que sonaba en mi infancia y que quedó para siempre, tan entrañable música en mí. Fue la lengua materna de mi padre, que lo acompañó en el exilio y hoy vuelve en los recuerdos, las canciones, la escritura.»
Hace dos años, participó en una antología de poemas traducidos al idish. Un fragmento del suyo dice: «hoy pienso en idish/ en el té mit limene/ que papá/ tomaba en vaso/ y en najes en oi vei/ en a mejaie/ colándose en su castellano /en cada sílaba su acento en cada frase/ Jane Jane Jane/ llama a mamá/ suena dulce su voz/ como gotitas que caen leves/ en un charco/ meidele/ meidele/ ¿qué pasó/ vos is gueshen?/ te moriste papá/ le digo suave/ y le pido que me cuente/ dónde está cómo es allá/ allá es liviano/ sonríe/ es como luz/ y canta arum dem faier/ alrededor del fuego/ mir zingen líder/ canta y canta/ las horas pasan y él sigue/ cantando/ debe ser cierto que es liviano/ su música flota/ y me envuelve/ está tan viva su muerte/ que lo abrazo/ meidele dice/ meidele/ y se va».
Su padre, judío polaco, fue, junto a su hermano mayor, el único sobreviviente de su familia en la Segunda Guerra Mundial. «¿Qué decir? ¿Cómo contar que eso me hace judía? ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Qué hace que recuerde algunos retazos de historia y otros hayan desaparecido? ¿Fue mi papá el que escamoteó detalles porque tenía que seguir viviendo y era necesario olvidar? ¿Y yo? ¿Por qué me pasa o pasó lo mismo?».
Celina afirma que «su guerra es mi guerra y su historia, parte de la mía. Haber sobrevivido, también, claro. ¿Cómo no iba a impactarme?». Aunque su madre no era religiosa, su padre asistía al templo para las fiestas. Su forma de ser judía se manifiesta en el recuerdo de cenas de Pesaj, Rosh Hashaná, Iom Kippur, y los sabores de la comida tradicional. «En la primaria tuve idish y algo de hebreo. Cuando elegí la secundaria, ingresé al Carlos Pellegrini. Y a mis hijos los mandé a una escuela laica. Marcas, identidades que se van construyendo, no sin miles de contradicciones por cierto (y por suerte). Ser judía es uno de los nombres del padre (como decimos en psicoanálisis) que me determinan».
Relee de su próximo libro: «judía. Ser judía. Cada día me pregunto qué significa. /¿Mi niñez en la escuela Dr. Hertzl? / ¿Debería decir escuela o shule? / Escuela, respondo. /Las canciones. / El idish siempre. /Mi papá siempre. / Mi mamá también. / Argentina o Israel, te preguntaban. / Casi como a quién querés más. / Uf. / Argentina, yo. / Pero judía. / Y eso, ¿qué quiere decir?»
Desde chica escribía. Al vaciar la casa familiar, encontró versos sobre un trencito de segundo grado. En la adolescencia, también escribía, aunque la escritura se espació más tarde. La escritura «en serio» se impuso en 2015, tras la muerte de sus padres, lo que la llevó a un taller literario y a escribir La casa vacía, el primero de sus libros publicados. «Pablo murió y yo escribí. Poemas y pensamientos que me venían, lo que fuera. Eso atenuaba el dolor. Cuando llegó el certificado de defunción salió un poema. Certifican, se llamaba».
«La poesía es una manera de estar en el mundo, y de contemplarlo. Es dejarse sorprender por lo que aparece de pronto, por su belleza. Captar algo, mirar las pequeñas cosas como si cada vez fuera la primera y dejarse atrapar por tanta maravilla. Y es también una manera de reescribir mi historia, los puntos ciegos que quedaron, seguir descubriendo aún hoy, y siempre. Por eso me resulta vital. Es respiración, y es respirar. Es deseo, apertura».
«También es perder y recuperar. Escribir poesía se acerca más que ninguna otra escritura a esta fugacidad. Reencontrar, vislumbrar aquello que evocamos/cantamos, volver a perderlo. Es un movimiento constante construir la pérdida. Cierta melancolía no me es ajena».
Sobre la elección de temas y formas, dice: «Creo que el yo poético de La casa vacía contempla al recordar. Hay nostalgia y recreación de cada uno de los seres amados, ellos están ahí y el yo lírico les habla, les pregunta. Ellos me convocan, me llaman. Los pierdo y los recupero cada vez. Creo que eso es escribir. A mí se me juntan escritura, poesía y memoria. Cuando empecé a escribir La casa vacía estaba en un proceso de duelo. La muerte de mis padres y vaciar la casa, por un lado; un amor que terminaba por el otro. La poesía fue una manera de ordenarme, de cicatrizar, tramitar el dolor. La memoria es eso, ¿no? Entre la memoria y el olvido hay un hilo como de barrilete, digo en un poema».

«Después siguió De qué se trata el otoño en mi ventana, una continuación del primer libro, se cerró una puerta y se abrió una ventana. En el tercero, A la velocidad de la luz, se trató de un libro a la manera de una crónica de viajes. Se trata, como me gusta decir, de poemas caminantes, paseanderos. Poemas maravillados por la belleza del mundo. Por su luz. Por su brillo y sus sombras». Preguntada si salió de lo íntimo al mundo, responde: «Viajar es muy hermoso, y trato de hacerlo cada vez que puedo. Es tan grande este mundo nuestro, es tanta la belleza que se puede mirar, oler, escuchar. Después publiqué Pequeñas prosas blancas, un libro que quiero mucho, retazos de mi vida. Mi madre y su muerte repentina. Mi padre. Mis hijos amados. Y un amor a quien llamo R. Pequeñas… es sobre la memoria y sobre la escritura, los espacios vacíos, la página en blanco».
El viaje a Auschwitz
Su viaje a Polonia fue «intenso, muy fuerte». Primero Cracovia, luego en tren a Cheziny, el pueblo natal de su padre. «Te cuento esto porque es el otro lado de mi paso por Auschwitz. La casita que hace unos años estaba vallada, pero en pie, se vino abajo, o la tiraron… o no entendí. Pero había madera y piedritas y ventanas y todo lo que en ese momento pude imaginar: a mi padre de niño, a sus padres y hermanitos que luego murieron en Auschwitz, a todo lo que en ese entonces era la vida de una familia. De la mía».
Días después de este «encuentro amoroso» en Cheziny, fue a Auschwitz. Tenía miedo: había estado en Dachau, «pero esto era peor. Es el campo de concentración en que murió mi familia, y es el que permanece tan igual a sí mismo. Los barracones, duchas, hornos. Un vagón de tren en Birkenau. Cuando vi las pilas y más pilas de zapatos me quedé capturada mirando unos pequeñitos de nena, y pensé en mi pequeña tía, de la que heredé el nombre en idish. Quizás fueron sus zapatos, por qué no. Y los miles de pares de anteojos, ay. Me estrujaron el corazón. Me dolieron los ojos. Ya nada tenían para ver los judíos. Ya no iban a leer. Les borraron el mundo antes de borrarlos a ellos».
La poeta argentina fue a Auschwitz porque «era una vieja deuda, algo así. Y necesitaba pasar por ahí. Fue un viaje de raíces. Y era importante por el libro que estoy escribiendo”. Siente que fue un punto de inflexión en su escritura, aunque «todavía siento como una nebulosa, no termina de sedimentar todo eso, no termina de simbolizarse. Las palabras se escapan y las estoy buscando, pero creo que necesito un poco de tiempo».
De su próximo libro: «Nada de lo que diga dice. Nada. Nada. / Si nunca alcanzan las palabras, esta vez es más cierto. / Digo y se va. Digo y se va. / El colador, siempre. / Mis ideas se pierden por agujeritos ínfimos. / Se licúan. / Se vacían. / Digo como el agua que corre, y corre».
Y otro párrafo: «Me perdí. / No encuentro el hilo. Los comienzos. / Me pierdo cada vez. / Sigo la voz de mi padre. Me hace dar vueltas, estoy mareada. Como en las hamacas voladoras de la Costanera algunos domingos. O en el Italpark. Y suenan sirenas en el parque de diversiones. / Un tren fantasma repleto de revelaciones incompletas. Espectros de un pasado que no asimilo y, sin embargo. / ¿Embargo? Eso es apropiación, retención. / Guerra en mí. / Pero se va. Se esfuma. / Vení, le digo. / Vengan, explíquenme. Estoy hecha de guerra y de vacío, y no sé cómo nombrarlo. / No sé. Así digo siempre. / Que no me acuerdo. / Por el colador se fue todo eso. Ya lo dije tantas veces. Mis palabras. Las ideas del pasado. / El miedo gotea y se escabulle por los agujeritos de la red. / Padre de las palabras que me dejaron ausente».
Feuerstein escribe sobre la historia de su padre y la Shoá: cómo una mujer nazi lo eligió de una fila y lo llevó a un campo de mujeres con una fábrica de municiones (Peterswaldau), y cómo se salvó para armar una vida después del horror. «Eso, o un poco de eso y también el silencio. Lo difícil y a veces imposible de nombrar».
Psicoanálisis y Poesía
Sobre la relación entre su práctica analítica y la poesía, Feuerstein dice: «Si tomo la idea de poiesis, de creación, de hacer con la propia lengua, cómo no pensar que poesía y psicoanálisis se entrelazan, dialogan. Nos encontramos cada vez con esa distancia entre lo que se quiere decir y lo que se dice, y cómo se dice». Cita a Alejandra Pizarnik: «Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa» o «no/ las palabras/ no hacen el amor/ hacen la ausencia».
«Escuchar a un sujeto, sus relatos, su padecimiento. Se trata también, entre otras cosas, de palabras. Me sirve para pensar en esto el libro, El caso Anne, de Gustavo Dessal. Allí él habla del analista como un cazador de palabras. Reconocer el vuelo de las palabras y atraparlas en el aire, dice. Atraparlas y que después sigan volando, renovadas. Me pareció muy linda la imagen, y muy acertada. ¿Y no es eso también lo que hace un poeta? Atrapar palabras. Mirar y dejarse tomar por eso que viene de afuera. El analista escucha. El poeta también escucha, y mira. Resonancias en la poesía y en un análisis. Hacer con las palabras, ser tocado por ellas».
Existen diferentes puntos de cruce: los equívocos que abren nuevas significaciones, la remisión de un significante a otro, la metonimia y la metáfora. «El corte de verso, por ejemplo, fundamental pensar en eso cuando escribimos poesía. Y fundamental a la hora de escuchar e interpretar en una sesión analítica. La interpretación implica un corte, una puntuación determinada. E incluso el corte de sesión puede funcionar como interpretación. Siempre se trata de puntuaciones, ¿no? Al escribir y al leer poesía, literatura. Y al leer en una sesión, al interpretar».
Otra vía es pensar en un poema y una intervención analítica como algo que toca el cuerpo. «Cuando eso sucede logramos algo, aunque sea alguito, tanto los poetas como los analistas».