¿Vuelve el fascismo o nunca se fue? Alemania frente al espejo de su pasado

En Alemania, donde el “nunca más” fue promesa y advertencia, el viejo espectro del fascismo vuelve a insinuarse, no con botas y uniformes, sino envuelto en ropajes democráticos y discursos de libertad. No es un regreso, sino una metamorfosis: una deriva global donde la historia no se repite, pero murmura con ecos inquietantes.
Por Guillermo Atlas

“Cuando el fascismo regrese, lo hará en nombre de la libertad”
Thomas Mann, La llegada victoriosa de la democracia (1938)

Thomas Mann fue un firme opositor del fascismo y expresó su rechazo tanto a través de sus obras como mediante sus acciones en el exilio. En una conferencia impartida en la primavera de 1938 en su gira por los Estados Unidos, el escritor advierte contra la fascinación que ejerce el fascismo. 

“Cuando el fascismo regrese lo hará en nombre de la libertad” resume una intuición central: los valores democráticos -como la libertad, la soberanía o incluso los derechos- pueden ser instrumentalizados por fuerzas antidemocráticas que apelan al miedo, al resentimiento o a la promesa de restaurar un orden perdido. El fascismo, advierte Mann, no siempre se impone como dictadura abierta; muchas veces seduce, actúa como una fuerza hipnótica más que abiertamente represiva. 

Lejos de ser una profecía anclada en el pasado, la advertencia de Mann resuena con inquietante vigencia. Hoy, cuando nuevos autoritarismos se disfrazan de defensores de la libertad de expresión en defensa de un supuesto pasado glorioso y autoerigiéndose en barrera de contención frente a los embates del “adoctrinamiento woke», las palabras del gran escritor adquieren un renovado valor crítico. 

La democracia no solo debe ser defendida frente a sus enemigos externos, sino también frente a aquellos que, desde dentro, vacían su lenguaje, la debilitan y roban su sangre y espíritu.

En el libro The Wannabe Fascists. A Guide to Understanding the Greatest Threat to Democracy (Los fascistas aspiracionales. Una guía para entender la mayor amenaza a la democracia), Federico Finchelstein escribe sobre los líderes populistas que adoptan estrategias y retóricas con reminiscencias de los movimientos fascistas históricos, pero que quizás no lleguen a instaurar -ni siquiera deseen realmente- un Estado fascista completo. Estos líderes suelen recurrir a la xenofobia, la propaganda y la violencia política para socavar las instituciones democráticas, aunque tal vez se detengan antes de imponer una dictadura total. El término subraya el peligro que representan, pues al operar dentro del marco democrático, dificultan su identificación como amenazas sistémicas. 

Los medios y las cajas de resonancia

Como venimos observando en muchos países, los líderes de ultraderecha eluden los filtros periodísticos tradicionales y se comunican directamente con sus seguidores a través de redes sociales. Así construyen un relato propio, desinforman y desacreditan a los medios críticos, acusándolos de ser parte de una supuesta “élite globalista corrupta” (ensobrados dice Milei) o “enemigos del pueblo”. Asimismo, los actores de ultraderecha se presentan como víctimas de la censura “progre” o del “marxismo cultural”, y usan la defensa de la libertad de expresión como escudo retórico para difundir odio, racismo o misoginia. La dinámica de la plataforma digital permite que ese discurso circule con facilidad bajo la apariencia de pluralismo. Además, la lógica algorítmica de las redes sociales favorece la radicalización emocional y el aislamiento cognitivo, creando burbujas ideológicas donde el discurso de odio puede prosperar sin fricción.

El fascismo como hipnotizador

Alemania parece volver a enfrentarse actualmente a un dilema tan incómodo como urgente: ¿estamos ante un regreso del fascismo o ante una mutación democrática del autoritarismo? Con la AfD (Alternativa para Alemania) consolidada como segunda fuerza nacional y primera en varios Estados del Este, la pregunta ya no es retórica. En el país que hizo del “nunca más” una columna vertebral de su identidad política, ese viejo fantasma ya no se agita solo en los márgenes: se filtra en los parlamentos, en las pantallas, en las mesas familiares.

En mayo de 2025, la Oficina Federal para la Protección de la Constitución (BfV) (servicios internos de inteligencia) clasificó a la AfD como una “organización de derechas confirmada como extremista”. En Alemania, únicamente el Tribunal Constitucional puede prohibir un partido político y las condiciones para lograrlo son muy complicadas. 

El Partido SPD (Partido Socialdemócrata) impulsó una moción para preparar un procedimiento de inconstitucionalidad, amparándose en la evaluación de los servicios. Los Verdes y la Izquierda sostienen una postura similar pero no creen que tácticamente sea la mejor opción. El partido del Canciller Merz CDU (Unión Cristiana Democrática) sostiene que la medida sería legítima pero la prohibición reforzaría a la AfD en su postura de víctima y polarizaría la sociedad aún más sin resolver las causas que fortalecen a la ultraderecha. Además, si llegara a fracasar legalmente, argumentan, podría redundar en un fiasco como el precedente cuando se intentó prohibir en 2017 a la NPD, un partido claramente neonazi.

La tentación de llamar “fascismo” a todo lo que asusta es comprensible, pero riesgosa. Necesitamos conservar el filo crítico del concepto sin volverlo inservible por abuso ni inocuo por omisión. Si todo es fascismo, nada lo es. Pero si evitamos la palabra por temor a banalizarla, corremos el riesgo opuesto: ignorar la gravedad de lo que está ocurriendo.

El fascismo histórico -como proyecto político totalitario, nacionalista, violento, racista y antiilustrado- no vuelve calcado. No hay camisas pardas marchando en masa ni líderes carismáticos prometiendo imperios milenarios. Lo que emerge hoy es más insidioso: se viste con los ropajes de la democracia, se organiza dentro de la legalidad, participa del juego parlamentario, y a menudo apela a la libertad de expresión para erosionarla desde adentro. No estamos ante una reedición del pasado, sino ante un nuevo ciclo de descomposición democrática que toma del fascismo algunos elementos clave: el odio étnico y xenofóbico, el culto a la nación, el desprecio por los débiles, el autoritarismo emocional, la polarización extrema, la arbitrariedad y confusión de valores, el uso de un lenguaje soez y violento, etc.

En Alemania, este proceso tiene rasgos particulares. La AfD nació como un partido euroescéptico de derecha liberal, pero tras la crisis migratoria de 2015 se desplazó hacia posiciones cada vez más radicales, nacionalistas y xenófobas. Hoy, una parte significativa de su dirigencia está bajo vigilancia por parte de los servicios de inteligencia por vínculos con grupos extremistas. Sin embargo, su crecimiento no se detiene: gana elecciones regionales, se normaliza en los medios, penetra en capas sociales empobrecidas y resentidas, sobre todo en los estados del Este, donde la reunificación dejó una promesa incumplida y una sensación de abandono.

El racismo, que se suponía erradicado o al menos socialmente inaceptable en Alemania, vuelve a expresarse con crudeza. Ataques a migrantes, antisemitismo en aumento, negacionismo histórico con ropaje posmoderno. En paralelo, se endurecen los controles migratorios, crece el aparato de seguridad, y se discute con naturalidad la deportación de personas que han vivido años en el país. En ese clima, la frontera entre lo decible y lo indecible se corre cada día un poco más.

Pero Alemania no es una excepción. La pregunta por el “retorno del fascismo” no es solo alemana: recorre Europa y el mundo. Desde el autoritarismo performativo de Trump hasta el libertarismo autoritario (disculpen el oxímoron) de Milei, pasando por Orbán en Hungría, Meloni en Italia, Putin en Rusia, como gran promotor de los movimientos ultras en Europa,  o Bukele en El Salvador, asistimos a una crisis global del orden liberal, que se manifiesta en distintas formas pero comparte una raíz común: el colapso del pacto democrático como horizonte compartido.

Un nuevo fascismo o ¿cómo llamarlo?

Timothy Snyder, el historiador norteamericano  llama a esta nuevas formas “Ni siquiera fascismo“ y sostiene que losnazis querían a la gente en las calles manifestándose; los ni siquiera fascistas quieren a la gente en casa, frente a las pantallas, en el sofá, alienada.

Como señala Enzo Traverso en su ensayo “Post-Fascism: A Transhistorical Concept” en 1959, Theodor Adorno escribió que “la supervivencia del nacionalsocialismo dentro de la democracia era potencialmente más peligrosa que la supervivencia de las tendencias fascistas en contra de la democracia”. Líneas más tarde Traverso agrega “Considerar el fascismo como un concepto transhistórico no significa atribuirle un carácter eterno ni prever su repetición. En el siglo XXI, no puede aparecer sino bajo una nueva forma y como indiqué al comienzo de mi charla, probablemente necesitaremos nuevas palabras para describirlo”.

Por eso es interesante interrogarse: ¿si estamos en presencia de un nuevo fenómeno, es esto una regresión o una transformación? ¿Volvemos al pasado o asistimos al surgimiento de una nueva forma de autoritarismo que ya no necesita abolir las instituciones, sino vaciarlas de sentido? Es posible que el término más adecuado no sea fascismo, sino posfascismo o democracia iliberal. Pero lo esencial no es la etiqueta, sino la deriva: el miedo convertido en política, la exclusión legitimada como defensa de la patria, la represión presentada como orden, y la memoria como un lastre del que conviene desprenderse.

Traverso asegura en otro párrafo del mismo artículo: “La nueva derecha radical es más neoconservadora que fascista; pertenece a la tradición de la ‘desesperación cultural’ (el Kulturpessimismus descrito por Fritz Stern) más que a la de la ‘revolución conservadora’, que proyectaba valores aristocráticos y antidemocráticos hacia un orden político futuro (una mezcla peculiar de oscurantismo y tecnología idealizada)”.

En definitiva, no alcanza con denunciar ni con aferrarse a un relato antifascista sin conexión con el presente. Se necesita una lectura política lúcida, que entienda por qué sectores enteros de la población sienten que no tienen nada que perder, y por qué el discurso de la extrema derecha logra convertir frustración en resentimiento, desigualdad en odio, y desencanto en adhesión autoritaria.

Otra vez con Enzo Traverso podemos decir: “Estudiar el fascismo sería igualmente inútil si no anidara en nuestra conciencia la idea de que las democracias son conquistas frágiles, que a veces implosionan, y que la historia del siglo XX es también la historia de su desintegración”.

Sabemos que el pasado no se repite, pero tampoco desaparece.En Alemania -como en tantos otros lugares- lo que está en juego no es solo el recuerdo del fascismo, sino la capacidad de la democracia para reinventarse, seducir y movilizar antes de que la oferta autoritaria se torne irreversible.