En los últimos tiempos, y debido a un autoritarismo cada vez más creciente, hay quienes han usado el término “fascismo” para caracterizar al gobierno. ¿Cómo entendés este fenómeno? ¿Dónde lo ubicas políticamente?
Coincido en que Milei y su fuerza política se ubican en la familia de la derecha radical. Su modulación específica es un libertarianismo anarcocapitalista de inspiración rothbardiana, con un furioso anticolectivismo. Pero esas genealogías ideológicas requieren traducciones concretas, porque el ejercicio del poder impone mediaciones. Dado que la pregunta apunta a los aspectos políticos y culturales —aunque vinculados con lo económico—, quisiera subrayar que la administración de Milei se caracteriza por un marcado autoritarismo, un desprecio sistemático hacia opositores políticos, sociales e ideológicos, ataques reiterados a movimientos feministas y colectivos de diversidad sexual, y un hostigamiento constante a organismos de derechos humanos, entre muchas otras dimensiones preocupantes, que incluyen la represión a la protesta social. Sin lugar a dudas, este proceso se ve favorecido porque la derecha mainstream o tradicional se ha radicalizado y ha adoptado una política de colaboración con la extrema derecha, aun cuando ésta la haya acusado en reiteradas ocasiones de “cobarde”.
Por otra parte, el gobierno de Milei adopta una política de ataque a sus adversarios ideológicos a partir de una serie de conceptos que funcionan como “herramientas de clasificación del enemigo”. El concepto, que utiliza Mercedes López Cantera en su libro sobre la historia del anticomunismo en Argentina, nos permite entender cómo operan las categorías en el gobierno de Milei, quien tacha de “comunistas”, “progres” y “zurdos” a líderes de lo más diversos: desde personas claramente de izquierda, pasando por kirchneristas y llegando a centroderechistas y derechistas que se atreven a desafiarlo
Ese acercamiento entre actores derechistas en torno a una radicalización es lo que Martín Vicente y Sergio Morresi han denominado “fusionismo”, fenómeno que se replica en otras latitudes.Soy de los que consideran que el ascenso de Milei se vincula a factores endógenos propios de la situación argentina. En este sentido, como plantean analistas como Pablo Semán, la fuerza de Milei debe pensarse en términos específicos. Pero, al mismo tiempo, es evidente que es un gobierno y movimiento que se inscribe en una tendencia global de virajes derechistas autoritarios. Es en ese contexto en el que la palabra “fascismo” en el debate público.
Ubicás a Milei dentro de una corriente global. ¿Cómo la caracterizarías?
Como una corriente amplia y diversa que, aunque encuentra ejes comunes de aglutinación, muestra también marcadas diferencias y especificidades. Es evidente que la identidad política, el linaje de ideas, las posiciones económicas y los alineamientos de partidos como Vox, La Libertad Avanza, Hermanos de Italia y el Partido Liberal de Bolsonaro son diferentes. En este conglomerado hay fuerzas que, en Europa, se alinean con la OTAN, mientras otras apelan a una perspectiva más cercana a la de la Rusia de Putin. También vemos partidos como el Reagrupamiento Nacional Francés o los Demócratas de Suecia que apuestan por fortalecer el Estado de Bienestar excluyendo migrantes y extranjeros (particularmente musulmanes), conviviendo con otros que, como Vox o La Libertad Avanza, son económicamente aperturistas. Estas diferencias no se explican solo por programas actuales, sino también por genealogías ideológicas e identitarias. En esa constelación amplia hay identidades diversas: algunas ancladas en imaginarios nacionalcatólicos, otras próximas al etnonacionalismo y otras que, como Milei, combinan retóricas anarcocapitalistas con dispositivos autoritarios.
¿Y qué es lo que las une?
Uno de los diversos aspectos de unidad es, como lo mostraron Steven Forti y Pablo Stefanoni, el de la batalla cultural antiprogresista que se expresa en cónclaves como el Foro de Madrid o CPAC. Esa batalla cultural se condensa en un repertorio reaccionario que vincula a estas derechas más allá de particularidades nacionales. La retórica antiwoke —que demoniza al «feminismo progre», a los colectivos LGTBIQ y al «marxismo cultural»— funciona como una lingua franca que reúne, dentro de un mismo eje, a libertarios como Milei, nacionalcatólicos como Abascal y etnonacionalistas como Orbán o Netanyahu. Las formas varían, pero el enemigo está claro. Y cuando estas fuerzas gobiernan, su discurso se traduce en retrocesos en derechos, debilitamiento institucional y prácticas autoritarias.
En los últimos tiempos, el término “fascismo” se instaló como categoría aplicada a estos movimientos y administraciones, al menos en el lenguaje público y algunos intelectuales. ¿Qué pensás del uso de ese término?
El término “fascismo” ha sido intensamente debatido por historiadores. No se discute si Meloni o Bolsonaro lo son, sino si regímenes de los años 30 pueden considerarse fascistas. Algunos expertos afirman que los gobiernos de Franco en España o Salazar en Portugal deben ser definidos como autoritarismos conservadores, no como fascismos stricto sensu. Para los especialistas, el fascismo es algo muy específico, con rasgos que lo distinguen de otras formas de autoritarismo o iliberalismo de derecha.
El historiador Emilio Gentile destaca elementos esenciales del fascismo: totalitarismo, religión política, imperialismo expansivo, militarización, revolución antropológica y la guerra como fin vital. Sin esos elementos, no hay fascismo. Para Roger Griffin, lo central es la “revolución palingenésica”: una regeneración total de la humanidad que no se encuentra en las derechas actuales. Para estos autores, el fascismo histórico fue una experiencia situada en la Europa de entreguerras, como respuesta a la crisis del liberalismo y, en parte, al avance del socialismo. Buscaba una revolución nacionalista autoritaria, con ambiciones totalitarias y una idea de “nuevo hombre” regenerado por el sacrificio y la sumisión al Estado-nación. Por eso, prefieren no usar el término para fenómenos actuales que, aunque autoritarios, no comparten ese núcleo.

Estas perspectivas rechazan el uso del término “fascismo” como sinónimo de cualquier autoritarismo de derecha. Antes del fascismo ya existían movimientos conservadores que restringían derechos, reprimían disidencias sexuales o religiosas y violentaban minorías. Pero eso no define al fascismo, aunque pueda incluirlo. Para estos historiadores, el fascismo no es una actitud, subjetividad ni una categoría moral: es un concepto que describe un movimiento y régimen político concreto, con rasgos definidos.
Ian Kershaw señala que las extremas derechas actuales tienen similitudes superficiales con el fascismo, pero diferencias fundamentales. Gentile, por ejemplo, sostiene que un movimiento como el de Milei, antiestatal por definición, no puede ser fascista. Tampoco lo serían la Liga de Salvini, que busca dividir Italia, ni Vox, que antepone la religión a la estatalidad: el fascismo construía una religión política en torno al Estado. Incluso Enzo Traverso, que analiza continuidades, prefiere hablar de “posfascismo”.
No se trata solo de precisión académica: si se llama fascismo a todo, el concepto se vacía y se pierden herramientas para entender lo específico de las derechas actuales. Esto no implica desestimar su peligrosidad. Por el contrario, se propone afinar la crítica, no suavizarla. El fascismo, en este terreno, no es una categoría moral, sino un concepto histórico. No llamar fascista al gobierno de Milei no significa minimizarlo, sino nombrar mejor sus características y amenazas concretas.
Sin embargo, en artículos e intervenciones planteaste que, aunque las extremas derechas no se ajustan a la definición histórica del fascismo, hay que pensar los usos de “fascismo” en distintos niveles. ¿Cuáles son?
Así es, Ezequiel. En cierta tensión y debate con algunos colegas y amigos, creo que si bien estas derechas no son fascistas, los que nos dedicamos a analizar también tenemos que pensar en la existencia de niveles de discursividad distintos. Fijate que el mismo Kershaw lo plantea. En su libro La dictadura nazi reconoce que conceptos como “fascismo” o “totalitarismo” tienen una doble vida. Por un lado, son herramientas analíticas para clasificar regímenes; por otro, funcionan como etiquetas políticas cargadas de sentido. Es muy difícil separar esos dos planos. En la práctica política, las categorías no solo describen: también movilizan, ordenan el campo de disputa y funcionan como signos de alerta. Es decir, adquieren dimensiones morales y simbólicas diferentes por el terreno en el que se los moviliza y utiliza.
¿Y cómo opera el término ahora? ¿Por qué vuelve?
Creo que el uso de “fascismo” en el discurso público opera más como una señal política y como una alarma moral que como una definición analítica. Al mismo tiempo, funciona o se pone en juego como un concepto que se cree útil para aglutinar fuerzas y voluntades contra un enemigo común. Algo similar ocurre con el término “antifascismo”. A lo largo del siglo XX y XXI, esa consigna no solo se utilizó para enfrentar al fascismo histórico, sino para desafiar a distintas derechas autoritarias, no necesariamente fascistas. En Inglaterra, en 1936, miles salieron a frenar en las calles al movimiento de Oswald Mosley que, aunque se proclamaba fascista, no lo era todavía en un sentido estricto. Entonces, el antifascismo funcionó como el paraguas que se abre antes de que se largue a llover. Durante años, el concepto operó como una categoría aglutinante, al punto que sobrevivió al propio fascismo. Desde Antifaschistische Aktion en Alemania en los 80 hasta Antifa en Estados Unidos, organizaciones retomaron ese legado para enfrentar nuevas derechas, aunque no sean fascismos estrictos.
Y hay algo más: que en el lenguaje cotidiano se tache a algo de “fascista” no implica necesariamente que se lo esté caracterizando como tal en sentido estricto. Muchas veces se trata de una forma de marcar un límite político y ético frente a discursos o prácticas percibidos como autoritarios, violentos o excluyentes. De hecho, si lo caracterizaran verdaderamente como tal, ya estarían buscando fusiles, porque no hay fascismo sin escuadrismo estatal (y me refiero hordas de camisas pardas que actúan en función del Estado, que es totalitario y sin partidos políticos, y no de la represión policial). Creo, entonces, que no hay que confundir los usos extensos del término –que podemos discutir si son útiles o no— con las caracterizaciones concretas.
En un artículo reciente en Le Monde Diplomatique planteaste que, desde el análisis, hay que pensar el “por qué” del uso de “fascismo” más que criticar automáticamente a quienes lo emplean. ¿Creés que el término circula en distintos modos? ¿Los intelectuales que critican esos usos se equivocan?
El término “fascismo”, como cualquier otro, admite usos diversos y contextuales. En el mundo académico, se lo trata con cuidado, buscando precisión histórica. Pero en la esfera pública y militante se resignifica: no siempre busca definir con rigor, sino encender una alarma, marcar un límite o generar alianzas. No digo que no sea deseable un uso más riguroso —soy lo contrario a un antiintelectualista—, pero hay que considerar los niveles de uso. Quienes pensamos con categorías no deberíamos vigilar cómo se usan los conceptos, como si fuéramos policías del lenguaje. Lo importante es entender qué sentido tienen esas palabras cuando circulan públicamente. Cuando alguien habla de “fascismo”, ¿nombra un fenómeno histórico que regresa? ¿O expresa un temor, un límite ante formas de autoritarismo? No se trata de decir simplemente “Milei no es fascista” y cerrar la discusión. El punto es otro: ¿por qué ese término —con toda su carga histórica— sigue articulando rechazos y sensibilidades colectivas? ¿Es un uso meramente moralista, que encubre pereza intelectual, como señala Santiago Gerchunoff en un reciente libro? ¿O también condensa experiencias, miedos, advertencias? En vez de corregir desde arriba, habría que preguntarse por qué ciertas palabras siguen teniendo poder y qué intentan nombrar en este momento de avances autoritarios.
Eso no significa que se use porque sí, ni que todo autoritarismo sea fascismo. Pero en política importa la capacidad de un concepto para reunir fuerzas y aglutinar. Es decir, su productividad política. Por ejemplo, una marcha “antifascista” tras la equiparación entre pedofilia y homosexualidad que hizo Milei, reunió a mucha gente opuesta al gobierno. ¿Implica que crean que Milei es fascista en sentido estricto? No necesariamente. Usan “fascista” porque encuentran en ese significante una productividad acumulativa, como el mileísmo con “comunismo”. No digo que esté bien o mal: no me arrogo esa potestad. Digo que hay distintos usos, que son contextuales, y que los intelectuales deberían analizarlos más que juzgarlos.
Distinguir a las extremas derechas actuales del fascismo del siglo XX es clave para entender su especificidad. Pero al mismo tiempo, los usos de “fascismo” en la arena política no deberían medirse solo por su exactitud académica o legitimidad moral, sino por su eficacia concreta: su capacidad de nombrar amenazas reales, aglutinar resistencias y construir una oposición amplia frente a proyectos que, sin ser fascistas, erosionan democracia y derechos. Como decía Enzo Traverso, nadie plantea que vivimos una reedición del Tercer Reich o del proceso mussoliniano. Pero sí que hay dinámicas que ponen en riesgo lo que costó décadas construir.
El desafío no es corregir etiquetas, sino entender por qué ciertos sectores usan ese término. Es más productivo preguntarse por qué moviliza y articula rechazos, que disciplinar su uso. Como mostró Koselleck, los conceptos políticos no son neutrales ni meramente descriptivos: condensan experiencias, expectativas y miedos. “Fascismo” no circula solo como categoría analítica, sino como significante histórico que acumula capas de sentido al atravesar coyunturas. Pensar sus usos sociales no es una concesión, sino parte del estudio de la historia de las ideas en movimiento.