Rob Riemen, intelectual de los Países Bajos y fundador del Nexus Institute, no se anda con rodeos: el fascismo nunca se fue, sólo dejamos de nombrarlo[i]. Así, aparecieron eufemismos como “populismo” para negar su latencia y fortalecimiento. No es el fascismo de principios del siglo XX, sino una plétora de versiones distintas que se manifiestan a lo largo y ancho del continuo izquierda-derecha. En el siglo XXI atestiguamos el fracaso de la promesa neoliberal del “fin de la historia” y la degradación de los valores democráticos, con Estados cada vez más debilitados, oligarquías ascendentes y el bienestar social abandonado al mejor postor. Junto con todo ello, se colapsa el sistema internacional instaurado tras la Segunda Guerra Mundial. Los líderes políticos que aprendieron a instrumentalizar el resentimiento social y la democracia de masas revitalizaron así diferentes expresiones del fascismo, con lo cual este dejó de ser una práctica exclusiva de la extrema derecha.
Culto al liderazgo y concentración del poder
Partimos de esta idea para dar cuenta de la transición a la autocracia que experimentamos en México tras la llegada al poder ejecutivo, en 2018, del Movimiento Regeneración Nacional (Morena), fundado por Andrés Manuel López Obrador (AMLO): una suerte de izquierda populista ideológicamente conservadora, simpatizante de los regímenes de Maduro en Venezuela y de la pareja Ortega en Nicaragua. Una izquierda que, a través de programas sociales (sin fiscalización transparente), construyó una eficiente base clientelar que le responde lealmente en los procesos electorales.
Antes, durante y después de su sexenio, el culto a AMLO como líder carismático ha sido instrumentalizado por la llamada Cuarta Transformación (4T, rúbrica del régimen). Su sucesora, la presidenta Claudia Sheinbaum, sigue haciendo referencia a la figura de su liderazgo mesiánico para refrendar el nacionalismo populista que se refleja en el discurso oficial: “soberanía energética”, “fifís traidores a la patria”, “el pueblo bueno y sabio contra la élite”. Más aún, el régimen señala a sus críticos como “conservadores”, “corruptos” o “enemigos del pueblo”.
El discurso antipluralista se refrenda en La Mañanera, un programa mediático de larga duración instaurado por AMLO y continuado por Sheinbaum. Cada mañana, muy temprano, en una suerte de conferencia de prensa, desde los medios públicos se delinean políticas públicas, se impone la narrativa oficial de los (supuestos y no fiscalizados) logros de la 4T -entre otras cosas, el despilfarro de recursos públicos en grandes obras ineficientes como el Tren Maya o la refinería de Dos Bocas- y se señala a los adversarios del régimen (desde grandes empresarios rebeldes al poder hasta periodistas críticos, activistas por los derechos humanos y madres buscadoras de sus hijos desaparecidos en el contexto de la narco-violencia consentida por el Estado mexicano). Por si fuera poco, un sistema nacional y público de información (es decir, propaganda oficial), medios privados alineados, bots en redes sociales e intelectuales orgánicos replican 24/7 una narrativa oficial que rara vez se sostiene en los hechos. La poca prensa libre que aún resiste no deja de ser asediada por el régimen.

En 2024, Morena -acompañado de sus aliados, los partidos rémora del Trabajo y el Verde Ecologista de México- consumó la captura del Poder Legislativo con una mayoría calificada capaz de reformar la Constitución sin necesidad de negociar con la impresentable oposición. Tras colocar o cooptar previamente a funcionarios clave en el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, estas dos instancias -que llegaron a ser autónomas más allá del papel- otorgaron mayorías al oficialismo de forma poco transparente en ambas cámaras del Congreso. Mayorías infladas y artificiales que no reflejan la expresión en las urnas. La 4T reimplantó así un régimen de partido hegemónico, y con ello abrió la puerta para la estocada final: la captura del Poder Judicial, particularmente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Con una reforma constitucional exprés, muy desaseada y nada reflexionada, la aplanadora legislativa aprobó la elección popular de las personas juzgadoras: desde jueces hasta ministros de la SCJN. Como era de esperarse, la elección se politizó y la gran mayoría de los elegidos -con un 87 % de abstención- responden a intereses del régimen. Adiós a la división de poderes.
Y es que la 4T desprecia sistemáticamente los contrapesos. Se ha debilitado no solo al Poder Judicial, sino también a una diversidad de organismos autónomos del Estado, como el INE o el ya desaparecido Instituto Nacional de Acceso a la Información, entre muchos otros. Los derechos ciudadanos han sido desplazados por la membresía al “pueblo bueno”, un concepto alienante y amorfo que responde a la lógica de la democracia de masas.
Militarización, violencia y normalización del autoritarismo
Sí, la 4T botó los valores democráticos para sustituirlos por un régimen que se sostiene gracias a la presencia casi omnipresente de quienes calzan botas en los ámbitos civil, político y económico. Contrario a una de las grandes promesas electorales de AMLO, los militares no regresaron a los cuarteles como respuesta a la fallida “guerra contra el narcotráfico” lanzada sin estrategia clara durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012). Los militares salieron de las sombras para formar parte medular del régimen autocrático al que transitamos en México. El Ejército construye y controla puertos, aduanas y aeropuertos y, además, es responsable de la seguridad pública. Todo esto en un contexto de violencia desmedida donde el narco controla cada vez más territorios. O el discurso de la soberanía nacional es un desplante retórico, o esa soberanía se comparte desde las estructuras del poder formal con las diversas instancias del crimen organizado.
México es un país donde una buena parte de las organizaciones de la sociedad civil y de la población en general ha normalizado los homicidios dolosos (500.000 en las últimas dos décadas) y las desapariciones forzadas (120.000). La mitad del país es un campo de exterminio; la otra mitad, su gran zona de interés. Si la violencia que toca a nuestras puertas no nos incomoda, menos aún protestamos por las reformas constitucionales que limitan la libertad de expresión y atentan contra la privacidad y los datos personales de la ciudadanía. El escenario es desolador. La cercanía con Estados Unidos ya no es un salvavidas para evitar el despeñadero dictatorial; el régimen trumpista se convirtió en un modelo a seguir. No debe sorprender que, en un futuro cercano, se termine de consolidar el régimen autocrático, apuntalado por los elementos del fascismo arriba delineados. Y, como todo régimen fascista, será bien acompañado por el gran capital, que lo mantendrá a flote hasta que el sistema explote desde sus entrañas.
[i] Rob Riemen. Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo, Ed. Taurus, 2017