Más que nada impotencia

Tras participar ayer de una manifestación, y a partir de esa experiencia, Rubén Ogorek escribió un artículo para Nueva Sion sobre la sensación que lo atravesó y que -cree- podría reflejar un sentimiento común entre quienes colmaron las calles. En Israel, dos años de guerra y retrocesos han dejado una democracia en jaque. El trauma colectivo se usa como escudo y la legalidad como arma para perpetuar un poder que margina la disidencia, ignora a los rehenes y oculta el hambre en Gaza. Crece así la sensación de impotencia, mientras los frenos institucionales se erosionan y la sociedad respira cada vez con más dificultad.
Por Rubén Ogorek

Hay una forma de dolor que no se grita, pero se instala en los huesos. No sangra, pero vacía. No explota, pero corroe. Se llama impotencia. Y es lo que sentimos cuando un gobierno -elegido por mayoría legal, pero ilegítimo a los ojos de quienes aún pueden ver la realidad y estremecerse- ejerce el poder como si nada importara, como si el precio lo pagaran otros, como si la muerte fuera apenas un número más.

Después del 7 de octubre de 2023, todo cambió. Pero no cambió para reparar, ni para proteger, ni para construir algo mejor. Cambió para peor. Lo que comenzó como una tragedia nacional se transformó en estrategia. El trauma fue usado como escudo. El dolor colectivo, como coartada. Lo que debía unirnos en el duelo se volvió una excusa para profundizar una política suicida y para poner en marcha una maquinaria de devastación que no se detiene.

Un gobierno que ya perdió toda autoridad moral sigue haciendo y deshaciendo sin rendir cuentas a nadie. Para garantizar la permanencia de Netanyahu en el poder, se elimina todo lo que incomoda. Se despide al ministro de Defensa, al jefe del Ejército, al titular de los servicios secretos, a consultores del Estado, y a cualquiera que no repita la línea oficial. El mensaje es claro. Quien piensa distinto, estorba. La homogeneidad se impone, y con ella se

apaga la posibilidad de pensar, de dudar, de discutir. Lo que debería ser pluralismo democrático se convierte en obediencia automática. Y ahí crece la impotencia.

Porque nada, salvo la supervivencia política del régimen, parece importar. Ni la ciudadanía, ni los secuestrados, ni sus familias. Ni siquiera el jefe de las Fuerzas Armadas. Ni la ética básica que todavía habita en buena parte de la sociedad.

La decisión de volver a conquistar Gaza es un desastre desde cualquier ángulo. Recuperar por la fuerza un territorio ya arrasado, desplazar a un millón de personas a un espacio reducido, mantenerlas bajo castigo colectivo, ignorar a los secuestrados como si fueran daños colaterales, arrastrar a soldados jóvenes a una guerra sin horizonte, solo agrava lo que ya era grave. Eso no es seguridad. Es ceguera. Es soberbia. Es una estrategia suicida dirigida por una cúpula que utiliza el trauma para blindarse, la democracia para vaciarla, y el dolor colectivo como justificación para perpetuarse en el poder.

Eso, a mi modo de ver, es lo más perverso. Usan las herramientas que ofrece la democracia liberal para desarmarla desde dentro. Paso a paso, ley tras ley, voto tras voto, despido tras despido, erosionan las bases del sistema que los llevó al poder para hacer lo que quieren sin pagar casi ningún precio. Lo hacen con mayoría, con legalidad, con procedimientos. Y justamente por eso es tan difícil frenarlos. Porque el golpe no baja de los cuarteles. Fue elegido en las urnas y hoy avanza a mano alzada en cada votación del gabinete o el Parlamento. Y eso también alimenta la sensación de impotencia. Porque ya no queda ni siquiera una grieta por donde frenar el desborde.

La homogeneidad ideológica que reina en el gobierno inquieta. No hay voces disidentes. No hay matices. Todo lo que no encaja se elimina. Cuando se sigue al líder sin cuestionar, la diferencia desaparece. Y con ella desaparece también el diálogo. El político, el civil, el humano. Lo que queda no es solo el silencio. Es un encierro moral que no se ve, pero que pesa. Y en ese encierro también crece la impotencia.

Mientras tanto, la gente deja de salir a la calle. Ya no se moviliza como antes. No por indiferencia, sino por agotamiento. Un cansancio acumulado que erosiona la voluntad de actuar. Porque sostener, después de dos años, que la militancia incide, suena cada vez más frágil. Dos años de guerra, de retrocesos, de mentiras, lo desmienten con claridad. Quienes todavía creen en la posibilidad de una paz con los vecinos, en el derecho a disentir, en la justicia como alternativa a la venganza, son empujados lentamente al margen.

Se impone una sensación amarga, la de que nada de lo que hagamos va a cambiar el rumbo. Que todo está decidido desde arriba, sin espacio para interferir. Que el futuro se oscurece a medida que el presente se repite. Ya no hay conversaciones. Ya no hay escucha. Solo queda un poder que se niega a abrir siquiera una rendija por donde entre una voz distinta, una duda, una objeción. Es el encierro. Un encierro que no se impone con rejas, sino con indiferencia, saturación y desgaste. Y en ese encierro, donde la frustración se convierte en paisaje, la impotencia se instala.

En un país donde se defiende la continuidad del régimen caiga quien caiga, la empatía se convierte en un obstáculo. Se la borra. Y con ella desaparecen también las emociones que alguna vez hicieron posible habitar un espacio común. La jemlá, esa compasión activa frente al sufrimiento del otro, queda desplazada como si fuese una debilidad sin valor. Tener cincuenta rehenes en Gaza no conmueve a quienes deciden. A ellos solo les importa lo que conviene. Y lo que conviene, en este contexto, es asegurar la permanencia del primer ministro. Y si para eso hay que alargar la guerra, se la alarga. No importa la voluntad de la mayoría. No importa el dolor de quienes esperan. No importa el duelo de quienes pierden a sus seres queridos. Lo único que cuenta es la continuidad del poder. Su estabilidad. Su control. Aunque eso implique ignorar advertencias y sofocar disensos.

No hay margen para decir que no. No hay canales para discutir. No hay interlocutores dispuestos a escuchar. Solo queda una dirección impuesta por un poder que ya no se interroga, que no escucha, que no retrocede. Que avanza como si el costo no existiera. Porque lo único que cuenta es seguir ahí. Aunque todo lo demás se desmorone.

Y mientras tanto, en Gaza hay hambre. Y se hace todo lo posible para ocultar esa verdad. Hay hambre real. No simbólica. No estratégica. Hambre como táctica de desgaste.

Lo que duele no es solo lo que hacen. Duele aún más la sensación de que no podemos hacer nada. Porque no hay mecanismos institucionales que frenen esta embestida. La Histadrut (CGT) apenas murmura. Las manifestaciones están llenas de gente agotada, dolida, desesperanzada. Dos años de guerra. Dos años de mentiras. Y nosotros, mirando cómo siguen destruyendo todo lo que se interpone en su camino sin que nadie pueda detenerlos.

Si esto no es impotencia, ¿qué lo es?

Impotencia porque el poder, ese que debía estar al servicio del pueblo, se convirtió en un arma contra él.

Impotencia porque ya no hay frenos.

Impotencia porque quienes todavía creemos en la posibilidad de una vida compartida con nuestros no fáciles vecinos, estamos siendo arrinconados por quienes solo conocen el lenguaje de la victoria absoluta.

Impotencia porque la democracia, usada como escudo por quienes la desprecian, ya no protege a nadie.

Impotencia porque esa misma democracia liberal se parece cada vez más a una fachada. A una puesta en escena. A una dictadura disfrazada.

Mientras tanto, los secuestrados siguen en peligro, ignorados como si ya no existieran en los cálculos del poder. Los soldados, arrastrados a una guerra sin salida, pagan con el cuerpo. Y el daño

moral, social y político se profundiza. Esto no es seguridad. Es una espiral que nos empuja cada vez más abajo.

La democracia, si no tiene frenos, se vuelve una parodia de sí misma. Israel, sin una constitución formal, depende de sus Leyes Fundamentales y de una Corte Suprema debilitada como último resguardo. Los guardianes del umbral -asesores jurídicos, jueces, periodistas- existen para poner límites a la mayoría. Pero cuando esos límites son deslegitimados, cuando se los acusa de conspirar por cumplir su función, lo que se erosiona no es un supuesto “Estado profundo”. Es la democracia misma.

Nadie discute que la mayoría debe gobernar. La verdadera pregunta es si puede hacerlo sin límites, sembrando destrucción y pisoteando derechos básicos en nombre de una victoria que nunca llega. Si la respuesta es sí, entonces habremos aceptado que lo democrático puede transformarse, con toda legalidad, en su reverso exacto.

Y esa aceptación, por acción o por omisión, también se llama impotencia.

No es un síntoma. Es el estado al que se llega cuando el poder pierde el control, cuando el dolor se normaliza, cuando el cinismo reemplaza a la ética y cuando en el poder nadie escucha a nadie.

Eso somos hoy. Una democracia sin contenido, sostenida por quienes la vacían. Una sociedad rota, que todavía respira, pero que lentamente se está quedando sin aire.