Judíos sin voz ni voto: el dilema de la diáspora frente a Israel

Durante décadas, las comunidades judías de la diáspora celebraron los logros de Israel y silenciaron sus contradicciones. Hoy, la guerra y el clima global de antisemitismo obligan a revisar un vínculo desigual, en el que la voz crítica rara vez encuentra espacio.
Por Alejandro Kladniew

Hace unos años me hice una pregunta que nunca terminó de encontrar respuesta: ¿cómo puede ser que un nieto de españoles o italianos pueda acceder a la ciudadanía de esos países, y un judío de la diáspora no reciba automáticamente la ciudadanía israelí, aun cuando Israel se define como el hogar del pueblo judío? La pregunta, que puede sonar incómoda, buscaba abrir un debate más amplio: cómo se construye la relación entre Israel y quienes vivimos fuera de sus fronteras.

Pensé incluso que una consulta mundial, planteada bajo el marco de la Ley del Retorno, podría ser un ejercicio estimulante. Un modo de invitar a la diáspora a reflexionar sobre su vínculo con Israel. Sin embargo, cuando lo mencioné en ámbitos comunitarios e institucionales, no encontré eco. La propuesta se perdió en la maraña de prioridades habituales: cenas, recepciones, fotos con dirigentes políticos, vínculos con personajes cuestionables a los que, por conveniencia, más de uno prefiere tener de amigos y no de enemigos. Así funciona buena parte de la agenda pública judía: mucho protocolo, poca discusión de fondo.

Con los años, mi sensación no cambió: a la mayoría de los israelíes les importa muy poco lo que sucede en la diáspora. El tema apenas preocupa a algunos inmigrantes que se fueron por necesidad, más que por identidad, y que aún mantienen un lazo emocional con sus comunidades de origen. Para el resto, la vida judía fuera de Israel es apenas una referencia lejana.

En cambio, la influencia de Israel sobre la diáspora ha sido fuerte y persistente desde antes incluso de la creación del Estado. Gobiernos, agencias e instituciones israelíes han ejercido un peso determinante en las comunidades judías del mundo, con alto nivel de acatamiento -muchas veces pasivo- por parte de los dirigentes locales. Es una relación históricamente asimétrica, marcada por la dependencia, que se acepta con naturalidad y rara vez se discute.

En lo personal, ese vínculo desigual siempre me incomodó. Lo advertí ya en mi adolescencia, en los años setenta, cuando participaba en un movimiento juvenil sionista. Con el tiempo lo confirmé en mi militancia comunitaria y en mis múltiples viajes a Israel. Vi de cerca cómo funciona esa dinámica: Israel fija la agenda y la diáspora acompaña, muchas veces sin cuestionar.

Esa situación, sin embargo, se tambaleó después del 7 de octubre. Los ataques de Hamás y la respuesta militar israelí impactaron de lleno en la vida de los judíos de la diáspora. La sensación de inseguridad creció en muchos países, y las decisiones del gobierno israelí -que tiene todo el derecho de hacer lo que considere- repercuten en nuestras comunidades, por lo general para mal. En esas decisiones no tenemos voz ni voto. Y cuando alguien se atreve a opinar en público o en redes sociales, no faltan quienes reaccionan con insultos o acusaciones de traición.

La realidad es clara: Israel decide; la diáspora padece o celebra según el resultado. Durante décadas aplaudimos los logros de Israel y escondimos sus miserias, a veces por convicción, muchas veces por pedido explícito o implícito. Hoy ese pacto tácito se resquebraja, y el malestar es difícil de disimular.

Hace poco, en una charla con jóvenes líderes comunitarios, me preguntaron qué se puede hacer frente a este dilema. Mi respuesta fue simple: no demasiado. El primer paso es, al menos, reconocer la asimetría y la necesidad casi obsesiva de Israel de tener comunidades en la diáspora que avalen sin matices todas sus políticas, incluso aquellas que chocan con principios básicos del propio judaísmo.

Ese es, quizás, el gran desafío: sostener el sionismo sin perder autonomía de pensamiento. Negarse a aceptar la lógica binaria que divide entre aliados incondicionales y enemigos declarados. Asumir que se puede apoyar a Israel y al mismo tiempo ejercer un espíritu crítico frente a las decisiones de su gobierno.

Por supuesto, esto no es fácil. Quien se atreve a disentir suele ser tildado de enemigo, de traidor. Yo lo asumo de otra manera: soy judío. Y como tal, mi voz puede incomodar, pero no se calla.

No tengo voz, no tengo voto y mi apoyo es y será crítico; así fue, así es y así será.