Del odio al abrazo: el filo-sionismo de la ultraderecha

La paradoja de una alianza que normaliza el antisemitismo bajo nuevas formas

En los últimos años se ha instalado en el mapa político global un fenómeno llamativo y, a primera vista, paradójico: el giro filo-sionista de amplios sectores de la ultraderecha.
Por Guillermo Atlas

Formaciones políticas con discursos xenófobos, etno-nacionalistas y con una larga tradición de antisemitismo -estructural, histórico y cultural- se presentan hoy como defensoras del Estado de Israel y de las comunidades judías.

Este reposicionamiento no responde únicamente a la identificación del islam político (islamismo) como amenaza civilizatoria, sino también a una guerra cultural más amplia contra todo lo que asocian con el liberalismo cosmopolita, el multiculturalismo, las agendas progresistas y, en los últimos años con lo que denominan “wokismo”.

Israel se ha convertido, así, en un emblema dentro del relato de la ultraderecha: un bastión de “Occidente” que, en su imaginario, resiste a los enemigos externos -el terrorismo islamista, las diásporas musulmanas, el inmigrante como amenaza-. Esta representación, sin embargo, no siempre coincide con la complejidad social y política de Israel, un país que incluso ha sido acusado de “pinkwashing” debido a su política relativamente abierta hacia la comunidad LGBTQ+, en marcado contraste con el conservadurismo social y axiológico de sus aliados en la derecha global.

Algo  que en los años treinta, o incluso en los setenta, habría resultado impensable -ver a dirigentes de extrema derecha ondeando la bandera israelí o proclamando un apoyo incondicional al sionismo- es hoy parte del paisaje político internacional de esas fuerzas.

Líderes como Donald Trump, Viktor Orbán, Marine Le Pen, Giorgia Meloni, Javier Milei y, hasta hace poco, Jair Bolsonaro, han incorporado a Israel como pieza clave en su narrativa de choque civilizatorio, reforzando un marco en el que el apoyo al Estado judío se vuelve sinónimo de lealtad a los valores “auténticos” de Occidente frente a las fuerzas que identifican como disolventes o traidoras.

Sin embargo, este “filo-sionismo” no implica, de ningún modo, la desaparición del componente antisemita de estas formaciones sino una calculada reformulación. Bajo el manto de un apoyo discursivo y diplomático a Israel persisten narrativas conspirativas -sobre “élites globalistas”, “financistas apátridas” o “el poder pérfido de Soros”- que reeditan viejos imaginarios antisemitas. En este sentido, el “amor” hacia Israel funciona, más bien, como mecanismo de blanqueo político: un escudo que permite a estas fuerzas presentarse como respetables y libres de sospecha mientras sostienen discursos de odio contra otras minorías, promueven un nacionalismo excluyente y erosionan los fundamentos de la democracia.

Hace 25 años, cuando el partido ultraderechista austríaco FPÖ entró por primera vez a una coalición de gobierno, Israel retiró a su embajador; en cambio ahora el Ministro de Asuntos de la Diáspora, Amichai Chikli, invita a ese partido y a otros representantes de la extrema derecha europea para debatir sobre el antisemitismo mundial. Ello constituye un ejemplo elocuente de cómo Israel ha normalizado -e incluso legitimado- el acercamiento, hasta hace poco impensable, a sectores que lo consideraban parte del “enemigo judío global”.

Genealogía histórica del filo-sionismo y del filo-semitismo

El acercamiento entre Israel y amplios sectores de la ultraderecha no puede entenderse sin una mirada histórica que revele sus mutaciones discursivas. Durante gran parte del siglo XX, el antisemitismo fue estructural en estas corrientes: desde el antisemitismo racial del nazismo y sus seguidores e imitadores hasta las teorías conspirativas que, en plena Guerra Fría, ubicaban al “judío” en el corazón del enemigo comunista, liberal o cosmopolita. Israel, para estas derechas, no era más que otro engranaje de un supuesto plan de dominación mundial.

El giro discursivo comienza a delinearse en la década de 1980, especialmente con el ascenso del “sionismo cristiano” del evangelismo fundamentalista de Estados Unidos, pero con los atentados del 11 de septiembre de 2001 se produce realmente el cambio más radical. El islam pasa a ocupar el lugar de “enemigo civilizatorio” por excelencia y el Estado de Israel empieza a ser percibido por estas fuerzas como un baluarte en la defensa de Occidente.

En ese marco, el lenguaje del “choque de civilizaciones” -popularizado a principios de los noventa por Samuel Huntington- se convierte en un recurso discursivo central.

Mientras teorías conspirativas como la del “gran reemplazo” * comienzan a articularse con el apoyo estratégico a Israel, se resignifican viejos imaginarios racistas y antisemitas.

En Europa, este viraje se ve con mucha nitidez: partidos que habían cultivado un antisemitismo explícito y grosero, como el Front National de Jean-Marie Le Pen, comienzan a moderar su retórica, presentando a Israel como un aliado natural en la lucha contra el terrorismo islamista, la inmigración y el multiculturalismo. En Hungría, Viktor Orbán combina un discurso filo-sionista en el plano internacional con campañas antisemitas a nivel interno, como las dirigidas contra George Soros. En Italia, Giorgia Meloni articula el apoyo a Israel con una narrativa nacionalista que rechaza el pluralismo y la diversidad cultural.

En América, el fenómeno adopta matices propios. Donald Trump, apoyado por el evangelismo blanco, hizo del respaldo irrestricto a Israel uno de los pilares de su política exterior, mientras su entorno alimentaba teorías conspirativas con resonancias antisemitas. Jair Bolsonaro, aunque hoy relegado políticamente y con procesos judiciales que lo mantienen en arresto domiciliario, sigue proyectando su sombra desde su encierro: el evangelismo sionista y el nacionalismo reaccionario que promovió durante su gobierno continúan influyendo en la derecha brasileña. En Argentina, el ascenso de Javier Milei incorpora un filo-sionismo y filo-semitismo militante, construido más como fantochada que como comprensión real del judaísmo o del conflicto de Medio Oriente, en un contexto donde persisten y conviven -en sectores aliados a su gobierno- las tradiciones católicas integristas y nacionalistas que durante décadas fogonearon el odio antisemita.

Este reencuadre ideológico no elimina el antisemitismo: lo desplaza y lo enmascara. Las teorías sobre el “globalismo”, las élites financieras o el control mediático mantienen viva la matriz conspirativa del odio, ahora envuelta en un lenguaje de apoyo a Israel que opera como coartada moral y como herramienta de legitimación política.

El “pragmatismo israelí y la normalización del filo-sionismo

El acercamiento entre el actual gobierno israelí y las fuerzas de ultraderecha no es accidental, sino el resultado de una estrategia pragmática, consolidada durante los sucesivos mandatos de Benjamin Netanyahu. Desde mediados de la década de 2010, el primer ministro ha buscado alianzas internacionales que refuercen la legitimidad de su agenda interna y externa, incluso con actores con un historial explícito de antisemitismo.

En el plano geopolítico, Israel se ha alineado con gobiernos que comparten una agenda de seguridad obsesiva y nacionalista. En el terreno cultural, estas alianzas se presentan como parte de una cruzada civilizatoria: Israel como bastión de Occidente frente al terrorismo, el islam político y el multiculturalismo liberal.

Un elemento especialmente inquietante es la convergencia entre el discurso de sectores de la derecha israelí y las narrativas de la ultraderecha global. Ambas coinciden en hablar sobre la llamada “invasión musulmana” en Europa.

Esta retórica, que en muchos casos adopta la teoría del “gran reemplazo”, describe a las poblaciones musulmanas como una amenaza existencial para Occidente. La paradoja es evidente: esta teoría conspirativa fue durante años el caballo de batalla del antisemitismo más explícito, que imaginaba a “agentes judíos” organizando una supuesta operación de sustitución étnica destinada a “destruir Europa”. Al adoptar esa misma lógica, el discurso oficial israelí -y el de algunos sectores de la derecha judía de la diáspora- se alinea con marcos conceptuales que, aunque hoy se vistan de filo-sionismo e incluso de filo-semitismo, conservan intactos los códigos del odio racial y xenófobo.

El alineamiento del gobierno israelí con sectores de la ultraderecha global ha generado tensiones dentro y fuera de Israel. Organizaciones judías progresistas y parte de la diáspora han cuestionado estas alianzas, señalando que normalizan discursos iliberales y erosionan la legitimidad de la lucha contra el antisemitismo.

En la diáspora, organizaciones liberales en Estados Unidos, Canadá, Francia y América Latina advierten que estas alianzas reducen el apoyo a Israel a una aceptación acrítica de sus políticas, especialmente en lo que respecta a la ocupación y el conflicto con los palestinos, la guerra sin fin en Gaza y la despreciable indiferencia frente a la tragedia de los rehenes en manos de Hamas y de cara al dolor de los familiares que luchan por su retorno.

Conclusión

El filo-sionismo y el filo-semitismo de la ultraderecha contemporánea no es un gesto espontáneo ni una superación del antisemitismo histórico, sino una reconfiguración estratégica. Al abrazar a Israel como símbolo de resistencia frente al islam, al multiculturalismo y a la izquierda progresista, estas fuerzas blanquean sus propias tradiciones de odio mientras consolidan sus agendas autoritarias y extremistas.

Para el gobierno israelí, este acercamiento responde a un pragmatismo inmediato, pero con costos crecientes: en el plano ético, porque borra las fronteras entre la defensa legítima de Israel y la normalización de actores con retóricas conspirativas; y en el plano político, porque profundiza su aislamiento y su condición de paria frente a amplios sectores de la opinión pública internacional y de la diáspora judía.

El riesgo mayor es que esta dinámica banalice el antisemitismo real, vacíe de contenido histórico y ético un concepto esencial. La persistencia y resignificación de teorías como la del “gran reemplazo”, ahora legitimadas por discursos que se proclaman”“amigos de Israel”, demuestra que el antisemitismo no ha desaparecido: simplemente se ha adaptado al lenguaje y a las batallas de las guerras culturales contemporáneas

* La teoría conspirativa del «Gran Reemplazo» es una teoría de extrema derecha que postula la existencia de un plan para reemplazar a la población blanca europea con inmigrantes no europeos. Esta teoría sugiere que la inmigración masiva y el multiculturalismo conducirán a la disolución de la identidad europea.

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