De qué hablamos cuando hablamos (de genocidio)

El debate sobre Gaza expone una encrucijada crucial: el imperativo de tildar la tragedia de genocidio y la compulsión por responsabilizar a la totalidad de la sociedad israelí corre el riesgo de simplificar la intrincada naturaleza del conflicto, aun cuando la devastación infligida por el gobierno israelí y sus aliados extremistas, junto con las explícitas manifestaciones de sus integrantes, exacerban tales inclinaciones. En la pugna entre maximalismos y recriminaciones mutuas, se desvanece la opción de vislumbrar un futuro despojado de Hamás, de la ocupación y de Netanyahu.
Por Kevin Ary Levin

Escribo estas líneas tras meses de reflexión, durante los cuales el concepto de genocidio ganó terreno en las discusiones mediáticas, en redes sociales y también de forma presencial. La carga de la prueba pasó a invertirse en ese tiempo y, en consecuencia, en determinados marcos sociales se convirtió en una transgresión seguir refiriéndose a lo que ocurre como una guerra. Yendo más lejos, en la conversación pública argentina del pasado reciente, se han realizado llamamientos específicos a figuras públicas a declarar (en cierto acto de fe extrema en el poder de las palabras) que lo que ocurre en Gaza es un genocidio, particularmente fuertes cuando se trata de figuras públicas judías.

Como argumentó el filósofo Tomás Abraham en su artículo “Ni guerra ni resistencia” (publicado por Perfil), la magnitud de la destrucción y la asimetría de la situación obliga a repensar categorías conceptuales e ideológicas. Creo que esto es particularmente visible en los últimos meses, tras el abandono del cese al fuego firmado a comienzos de este año y el inicio de lo que Israel denominó “Carrozas de Gedeón”, un período en el cual los objetivos de seguridad del lado israelí han quedado cada vez menos claros y el horizonte de fin de la violencia parece haberse alejado (o desaparecido del todo), y mientras las consecuencias de la violencia en la vida de los gazatíes en su conjunto se volvieron particularmente graves. Abraham, en particular, opta por la idea de “masacre”, no por eso dejando de rechazar las comparaciones con el Holocausto nazi, y condenando a Hamas y a sus apologistas que presentan a la organización terrorista como un brazo legítimo de la resistencia palestina. En la crítica de Abraham, me atrevo a opinar, se deja entrever un desafío de complejidad que hoy parece ausente en buena parte del debate sobre lo que está sucediendo en Gaza, que intentaré resumir en algunos puntos. A través de ellos, espero transmitir por qué el debate sobre la existencia de un genocidio (que debería estar guiado por datos de la realidad a los que podemos acceder) se encuentra en este momento enturbiado y atravesado por otros debates -nunca explicitados- propios de los últimos 23 meses.

El concepto de genocidio

La Convención de Genocidio de la ONU de 1948 define el genocidio como actos cometidos «con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso». Este concepto, con su particular carga jurídica, política y simbólica, supone no solo una violación grave y sistemática a los derechos humanos (algo que se vuelve cada vez más imposible de negar en el caso de Gaza), sino también algo particularmente difícil de demostrar: la intencionalidad. Difícilmente quien comete un genocidio vaya a reconocer que busca la destrucción de un colectivo humano, por lo que esta intencionalidad (o dolo especial, si queremos utilizar el término legal) debe ser demostrado a través de acciones. Este proceso requiere de un debate honesto y difícil. De hecho, desde que fue acuñado el concepto de genocidio hace 77 años, un solo genocidio fue declarado públicamente como tal durante su concreción. En un caso paradigmático, el genocidio de Srebrenica cometido por las fuerzas serbiobosnias contra la población bosnia musulmana fue definido como un caso de limpieza étnica (aceptado como forma de genocidio) por la Asamblea General de la ONU en 1992 (único caso de cierta forma de declaración durante los hechos), y no fue hasta el año 2007 que la Corte declaró formalmente que un genocidio había ocurrido, dejando como antecedente una vara alta para demostrar intencionalidad.

En la acusación que presentó Sudáfrica ante la Corte contra Israel se buscó demostrar este dolo a través de declaraciones públicas de distintos políticos israelíes (algunas, de indudable inspiración genocida, particularmente cerca del comienzo de la guerra), pero la Corte no falló a favor de la existencia de genocidio. Sólo advirtió de la necesidad de proteger a los palestinos de un potencial genocidio. Mientras que no se espera una decisión de la Corte antes de 2027, en determinados contextos de la conversación pública, la utilización de genocidio en un shibolet, una credencial lingüística utilizada como método necesario para acreditar la pertenencia a un determinado grupo. No se trata entonces de negar ni justificar la terrible realidad de Gaza, sino de dar cuenta de que existen múltiples formas de hacerlo que no presuponen la apropiación de un vocabulario jurídico difícil de demostrar, cuando existen otras (como crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad) que pueden aplicar.

El monolito “irredimible” de la sociedad israelí

Un aspecto notable de esta conversación es que suelen no identificar a Netanyahu o sus socios en el gobierno como responsables del supuesto genocidio, y ni siquiera a la cúpula militar o al ejército. En esta postura obligada a llamarlo genocidio (nuevamente, tratada como si designarlo así tuviese un efecto en la realidad que ayudara a transformarla) a menudo aparece la sociedad israelí definida en su totalidad como la responsable. Cuando más de 400.000 israelíes salieron a las calles reclamando el fin de la guerra a través de un acuerdo que lleve a la liberación de los secuestrados, influencers opuestos a Israel se ocuparon de decirnos que esto no era una oposición real, dado que el único interés de los israelíes eran los rehenes y no había preocupación por los gazatíes.

Hoy, un punto clave une a antisionistas convencidos y defensores del gobierno israelí actual: ambos tienden a equiparar a Netanyahu no solo con la sociedad israelí contemporánea (ignorando la mayoría de las encuestas que reflejan la impopularidad del gobierno y su gestión de la guerra), sino también, frecuentemente, con Israel como nación y con el sionismo. Se nos presenta así la idea de una sociedad genocida, o de un Estado genocida, cometiendo voluntariosamente un genocidio, que no es más que lo que el sionismo -se nos dice- siempre quiso para Gaza. Desde ya, afirmaciones públicas de dirigentes israelíes (particularmente los referentes más extremistas del sionismo religioso) ayudan para retratar esta imagen irredimible de la sociedad israelí toda.

La deshumanización de los israelíes y la negación de cualquier dolor de los últimos dos años del lado israelí son consecuencias directas de esta mirada, que le niega a los israelíes -y sólo a los israelíes- la posibilidad de la complejidad y la contradicción. El hecho de que haya israelíes que estén dispuestos a llamar lo que sucede hoy genocidio (como los casos famosos de David Grossman o la organización de derechos humanos B’tselem) no debe ocultar que se trata de israelíes comprometidos en cambiar el futuro de su país, como muchos otros que no comparten el diagnóstico, pero acuerdan en que la dolorosa realidad actual debe transformarse. Sin embargo, han sido tomados por el campo antisionista como evidencia de la irredimibilidad de la sociedad israelí, y por el aparato mediático apologista proisraelí como traidores deseosos de ayudar a los antisemitas, generalmente sin considerar honestamente la virtud (o no) de sus argumentos.

Al momento de terminar este artículo, el 16 de septiembre, la Comisión Internacional Independiente de Investigación de la ONU sobre los Territorios Palestinos Ocupados, creada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, publicó un informe de 72 páginas que “concluye con fundamentos razonables que las autoridades israelíes y las fuerzas de seguridad israelíes han cometido y continúan cometiendo los siguiente actus reus de genocidio contra los palestinos en la Franja de Gaza”. Actus reus se refiere a los actos físicos, como matanza de civiles y daño físico a la población, que en mayor o menor medida puede esperarse en cualquier conflicto no convencional, y requieren el paso de dolo especial para constituir genocidio. Para demostrar intencionalidad (y el delito de incitación al genocidio) el informe hace uso de afirmaciones de figuras públicas como el presidente israelí Itzjak Herzog, el exministro de defensa Yoav Gallant y el propio Netanyahu, advirtiendo que también se deberían indagar los dichos de los ministros Betzalel Smotrich e Itamar Ben-Gvir, entre otros.

Más allá de que la Comisión no tiene la autoridad de la Corte para designar oficialmente un genocidio, llama la atención que uno de los tres miembros de la Comisión, Miloon Kothari, ya hablaba de expulsar a Israel de la ONU en 2022 (y dijo que las redes sociales estaban controladas por “el lobby judío”). La presidenta de la Comisión, la sudafricana Navi Pilley, defendió a Kothari en ese momento, en lo que constituye un acto más en una larga carrera que evidencia ensañamiento contra Israel (incluyendo la realización de la boicoteada Conferencia Durban II en 2009, donde Mahmoud Ahmadineyad cuestionó la veracidad de la Shoá en su discurso antisionista). El propio informe parece insinuar que está juzgando algo bastante más amplio que los últimos dos años, cuando afirma: “Estos eventos en Gaza desde octubre de 2023 no han ocurrido de forma aislada. Fueron precedidos por décadas de ocupación ilegal y asentamientos ilegales, con segregación racial o apartheid, bajo una ideología que requiere la remoción de la población palestina de sus tierras y su reemplazo”. Esta vaga alusión a la ideología (¿el sionismo?) no encuentra en el informe una condena paralela a la ideología de Hamas.

Un debate que no surge de la nada

Un elemento más para tener en cuenta es el trasfondo de casi dos años de conversaciones mediáticas y digitales iniciadas el 7 de octubre. Cuando digo que el debate aparece enturbiado, me refiero a que raramente hablamos solo sobre Gaza y el presente cuando hablamos sobre si es o no es un genocidio. El debate podría ser más transparente si, desde ese mismo día, no hubiese habido actores celebrando la masacre y presentándola como un acto de resistencia heroica, o declarando a todos los israelíes (incluyendo los residentes de los kibutzim fronterizos, Ofakim o Sderot) como blancos legítimos por su condición de colonos ilegales.

Esta voluntad de deshacer la legitimidad atribuida por la comunidad internacional a Israel hace casi ocho décadas es sin dudas parte del subtexto detrás de la discusión sobre la admisibilidad o no del concepto de genocidio, y parte del motivo por el cual genera una reacción visceral de parte de tantos judíos (cuya identidad está, en la gran mayoría de los casos, atravesada por un vínculo heterogéneo con Israel). Da la sensación de que si se acepta que Israel (no Netanyahu, como describimos arriba) comete hoy un genocidio, entonces retroactivamente pierde su legitimidad mal otorgada. No es casual que seamos testigos de tanta comparación con el Holocausto: en esta maniobra de inversión argumentativa, si Israel recibió la legitimidad necesaria para su fundación y reconocimiento tras el genocidio nazi, su decisión voluntariosa y monolítica de cometer un genocidio priva al Estado de esa legitimidad. El hecho de que en 2025 aún no podamos asumir, como base ética y política, que ninguno de los dos grandes colectivos humanos que habitan entre el río y el mar se mudará masivamente a otro lugar (ni tiene por qué hacerlo), dificulta un debate sincero y transparente sobre la naturaleza de lo que ocurre y sobre las posibles vías de resolución.

De qué no hablamos

Dicho esto, el elemento más problemático de la conversación sobre genocidio es que la gravedad del concepto y su condena universal eliminan toda complejidad: se trata entonces simplemente de un ejército y la población que atraviesa un intento de aniquilación. Sin negar el sufrimiento palestino, debemos rechazar también toda narrativa sobre lo que está ocurriendo que niegue la responsabilidad de Hamas en el comienzo y la continuidad de esta pesadilla. Incluso si aceptamos -como lo hace el autor de estas líneas- que el gobierno israelí comparte responsabilidad en la prolongación de la guerra y en las formas en que esta impacta sobre la población civil, lo cierto es que Hamás ha desaparecido casi por completo del debate público sobre Gaza, hoy enmarcado en la figura de genocidio. También han quedado relegados tanto el drama continuo de los secuestrados, privados de derechos básicos desde hace casi dos años, como la necesidad de construir una alternativa política a Hamás en la Franja.

Esto no justifica el drama actual, en tanto es fruto -al menos en parte- de la imposibilidad de definir y comunicar un proyecto político que, más allá del imperativo moral de liberar a los secuestrados, formule una propuesta de futuro libre de Hamás y de la ocupación directa israelí. En nada ayuda que los representantes del gobierno israelí solo atisben a pronunciar una propuesta cada vez más envalentonada de propiciar la “migración voluntaria” de parte de la población de Gaza, lo que en la práctica equivale a una limpieza étnica.

Tal como en el período posterior a la guerra de 1967 y el debate sobre los territorios ocupados, la imposibilidad por parte de los sectores no maximalistas de la sociedad israelí de delinear una visión de futuro que equilibre entre la preocupación de seguridad y una estrategia diplomática (que se centre particularmente en la necesidad de paz con los vecinos) amenaza con ceder la toma de decisiones a los sectores maximalistas y ultranacionalistas, produciendo así otro callejón sin salida que ponga en peligro el futuro de Israel y su inserción en el mundo.

Cierto mantra presente en la política y algunos sectores de la sociedad israelí reduce el creciente aislamiento del país a una deficiencia de la diplomacia pública (hasbará). Pero tal vez el problema central sea que la mejor forma de refutar las intenciones destructivas que el mundo le atribuye a Israel no está en el discurso, sino en ofrecer y sostener una visión alternativa de futuro y actuar en consecuencia. El actual gobierno israelí ha demostrado en innumerables oportunidades su incapacidad constitutiva para hacerlo. El desafío entonces para que esto no se degenere y termine confirmando las intenciones que negamos -y que nos movilizan y nos duelen- se trata de posibilitar un futuro sin Hamas y sin Netanyahu.

Foto de portada: autor, Alisdare Hickson. https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Pro-Gaza_demonstration,_woman_with_a_board_This_is_a_Genocide_%2853289186330%29.jpg