El viernes pasado sacudió a la Argentina un triple femicidio atroz: Brenda del Castillo (20), su prima Morena Verdi (20), y su amiga Lara Gutiérrez (15), fueron halladas torturadas y asesinadas en Florencio Varela, un suburbio popular del área metropolitana de Buenos Aires. Brenda dejó un bebé de un año. La prensa local se apresuró a catalogar el hecho como un “ajuste de cuentas” en el mundo del narcotráfico, pero esa explicación reduccionista pierde de vista la dimensión más amplia: una vez más, el cuerpo de las mujeres jóvenes –y en particular de mujeres de sectores vulnerables– se convierte en el campo de batalla donde se inscriben mensajes de control, terror y poder.
La realidad en la que ocurrió este triple asesinato no es excepcional. En los últimos años se ha expandido en la Argentina un patrón de femicidios vinculados al narcotráfico, especialmente en las provincias de Buenos Aires y Santa Fe. Detrás de estos crímenes se encuentra un terreno social y económico quebrado: altas tasas de deserción escolar y laboral entre las jóvenes, niveles de desempleo más altos que los de sus pares varones, y un acceso limitado a trabajos formales con protección social. Los recortes drásticos en programas sociales y educativos para adolescentes profundizaron las desigualdades y dejaron a miles de chicas sin red de contención. En ese entramado, el crimen organizado no es un “actor externo”: se aprovecha del vacío que dejan la pobreza, la exclusión y un Estado debilitado. Los cuerpos de las mujeres se transforman en instrumentos de amedrentamiento, en advertencias hacia comunidades rivales y en mensajes dirigidos a la sociedad entera. El triple asesinato en Florencio Varela demuestra con brutalidad cómo se entrelazan crimen, pobreza y desigualdad de género en una maquinaria que cosifica a las mujeres y las utiliza como símbolos de poder.
A primera vista, la distancia entre los suburbios de Buenos Aires e Israel es enorme, pero los patrones de violencia de género se parecen de manera inquietante. Tras el 7 de octubre, surgieron en Israel testimonios desgarradores sobre agresiones sexuales y el uso deliberado del cuerpo de las mujeres como parte de una estrategia de terror: no sólo como daño individual, sino como marca de infamia sobre una comunidad entera. También aquí el cuerpo femenino se convierte en un “lenguaje” de poder: un medio de humillación, de imposición de miedo y de borrado simbólico.

Paralelamente, el escenario israelí está atravesado por un fuerte componente ideológico y religioso cuyas consecuencias son palpables en los derechos, en la educación y en el espacio público. Las luchas por la independencia del Poder Judicial inciden directamente en la capacidad del Estado de proteger los derechos de mujeres y minorías; en ciertos sistemas educativos, sobre todo en el ámbito ultraortodoxo, las niñas crecen con programas de estudio restringidos que no les brindan herramientas ciudadanas, científicas y profesionales en igualdad de condiciones; y en el espacio público proliferan intentos de imponer segregaciones de género o limitaciones a la participación de mujeres en la academia, el ejército y la cultura. Aun así, voces feministas-religiosas desde dentro del mismo mundo de fe intentan cuestionar jerarquías y exigir igualdad.
Ya se trate de carteles que buscan sembrar terror social en los suburbios argentinos o de grupos terroristas cuya meta es borrar identidades y someter comunidades en Israel, el cuerpo femenino se convierte en el soporte de un mensaje político y violento. En Florencio Varela, el mensaje apunta a los rivales y a la sociedad en su conjunto: “nosotros somos el poder”. En Israel, la señal busca deshumanizar y generar un terror colectivo. En ambos casos, las mujeres no son “daños colaterales”: son objetivos estratégicos.
La conmoción social es indispensable, pero no sustituye a las políticas públicas. En la Argentina, junto con la exigencia de justicia y castigo a los responsables, es necesario reactivar la inversión en educación, empleo y protección social para adolescentes y jóvenes, para que no sean empujadas a los márgenes donde resulta más fácil explotarlas y utilizar sus cuerpos como moneda de cambio criminal y política. En Israel, además del reconocimiento oficial y social de los crímenes sexuales del 7 de octubre, se requiere un esfuerzo sostenido para resguardar espacios de igualdad para las mujeres –en la justicia, la educación, el ejército y la cultura– frente a los intentos de reducir su libertad en nombre de una ideología política o religiosa.
El hilo que conecta Florencio Varela con las localidades del sur de Israel es claro: mientras el cuerpo femenino siga siendo un terreno legítimo para la transmisión de mensajes, ninguno de nosotros está a salvo. La respuesta debe ser doble: justicia y sanción, pero también políticas sociales profundas; seguridad, pero también igualdad. Por encima de todo, una convicción básica: ninguna mujer es descartable y ningún cuerpo puede convertirse en arma.
Las imágenes que ilustran la nota son obras de la autora y pertenecen a su colección «Carne», https://www.jessicasharon.net/