Como tantas y tantos, me conmueve y me duele lo que está ocurriendo en Gaza.
Las imágenes que logran filtrarse son a menudo incompletas y sometidas a censura informativa, son desgarradoras; pero el dolor no basta si no va acompañado de un análisis riguroso.
La compasión exige claridad: comprender las causas, las responsabilidades y los efectos de políticas que producen muerte y desolación, y denunciar con igual firmeza tanto la violencia estatal indiscriminada de Israel como la violencia terrorista del Hamas.
El conflicto israelí-palestino tiene raíces históricas profundas, entrelazadas con colonialismos, desplazamientos, traumas colectivos y promesas incumplidas. Ignorar ese contexto conduce a construir diagnósticos simplistas que no resuelven ni comprenden nada. Sin embargo, contextualizar no equivale a justificar.
Las prácticas actuales de Israel que constituyen crímenes de guerra —ataques deliberados contra población civil, bloqueos que precipitan crisis humanitarias, uso desproporcionado de la fuerza— deben ser investigadas y sancionadas porque creo que la rendición de cuentas es una condición para la moralidad y para la paz duradera.
Al mismo tiempo, no puede soslayarse la naturaleza ideológica de organizaciones como Hamas, cuya estrategia ha incluido desde su origen la negación del otro y la legitimación de atentados suicidas y ataques contra civiles. Esa ideología no constituye una respuesta legítima a la ocupación: es un proyecto autoritario y teocrático que niega derechos básicos y perpetúa ciclos de violencia.
Ayer no creí que una dictadura militar argentina pueda “liberar” las islas Malvinas, tampoco hoy creo hoy que el Hamas con su ideología fascista teocrática violenta pueda concretar los anhelos de liberación de un pueblo.
Tampoco ayudan los discursos maximalistas dentro de Israel que, bajo la bandera del expansionismo nacional o religioso, pretenden borrar la posibilidad de coexistencia. Algunos sectores que hoy en el poder portan el sueño de un “Gran Israel” se tornan en constituir la contraparte fiel de la negación absoluta a la existencia de Israel por parte de Hamas.
Si no incluimos esto estarán siendo sesgados los análisis que se efectúen ya que son dos caras de la misma intolerancia que impide cualquier negociación. Dos caras, no solo una.
Nuevamente: sostengo que no debemos practicar una “indignación política parcial” ya que expresa de manera implícita o explicita el antisemitismo. Abundan los ejemplos de esa indignación parcial, fragmentaria y arbitraria con su subyacente carga de moral discriminatoria que escoge a quién condenar y a quién absolver según afinidades políticas, étnicas o sociales.
Es desgarrador tener que dar como ejemplos de esto: los relatos sobre chicos aplastados por edificios derrumbados en Gaza pero que eluden mencionar bebes decapitados el 7 de octubre.
Es esto una indignación selectiva que ciertos discursos aplican. Parecería que los judíos “no aprendieron” a pesar del holocausto, lo que transforma de modo subyacente a la Shoa en una “lección” que se les dio a los judíos y que muy a pesar de eso no aprendieron a ser buenas personas. Eso tergiversa la historia y convierte la memoria en un instrumento de exclusión.

Por otra parte, la alternativa de dos Estados, por defectuosa que resulte y por más que garantías difíciles de conseguir, sigue siendo la propuesta pragmática que más se aproxima a una solución que respete la autodeterminación y la seguridad de ambos pueblos.
Pero exige actores dispuestos a reconocer la existencia del otro, a negociar concesiones dolorosas y a construir instituciones que garanticen derechos.
Ahí está el principal escollo: Es Hamas el primero en no querer algo así ya que su meta declarada es la de aniquilar la existencia del Estado de Israel. En su proclama no acepta la realidad del Estado, sino que aspira a borrarlo territorialmente del mapa (del río Jordán al mar Mediterráneo, proclaman) y por ende a sus habitantes. Y esa aspiración es llanamente un objetivo genocida que debe ser nombrado con precisión en estas épocas tan puristas para encontrar el lenguaje adecuado a fin de definir estas masacres de Israel.
Me indigna la muerte de cualquier niño, de cualquier civil. No puedo ni quiero jerarquizar el dolor humano porque sería negar mi propia humanidad. Rechazo con la misma fuerza las bombas que se dirigen a centros de vida en Tel Aviv como también las operaciones que arrasan barrios en Gaza.
El hecho de que la tecnología de defensa israelí haya evitado más víctimas en algunos ataques del Hamas, de Hezbollah, de Irán, de Yemen, no disminuye el carácter criminal y terrorista de los ataques, ni exime a quienes emplean la fuerza desproporcionada en represalia.
Los civiles y niños de Israel no son menos civiles y niños que los de Gaza, a pesar de tener una tecnología que los protege un poco más (¿hay que sentirse culpable por no tener mas víctimas civiles y atenuar así esa acusación de argumentos sesgados?).
De todos modos, hay que reiterar que la ética exige coherencia: el fin no justifica los medios cuando esos medios son la aniquilación o el sufrimiento masivo de la población.
Respecto de la verdad y la información, vivimos una era saturada de relatos polarizados donde las certezas rápidas sustituyen al análisis. Ni todo lo que dice el ejército israelí debe aceptarse sin prueba, ni toda la propaganda de un grupo fascista religioso fanático armado merece credibilidad inmediata. Salvo que se haga un uso estratégico de la indignación con fines políticos o identitarios, más que por coherencia ética.
La indignación también puede ser performática ya que es una expresión pública de indignación que opera como marcador de pertenencia y no como juicio recto.
La desinformación y la instrumentación mediática son parte del combate: imágenes fuera de contexto, relatos incompletos, y omisiones deliberadas moldean la opinión pública y pueden legitimar políticas violentas cuando la ejerce Israel únicamente.
Por eso, la exigencia al tomar posición debe ser hoy más rigurosa que nunca: no confundir la indignación legítima con la parcialidad acrítica. El doble estándar moral no es más que una forma de moral selectiva —aunque a muchos les incomode reconocerse en ella—, una actitud que moviliza la indignación según mapas de lealtad antes que por criterios universales de justicia.
Por eso es preocupante, además, el resurgimiento o la normalización de discursos antisemitas en espacios que se reclaman progresistas. La crítica a un gobierno, a una política o a una operación militar no debe transformarse en un ataque contra la identidad colectiva de un pueblo o llanamente el derecho de un país a existir.
Denunciar el racismo y la xenofobia en cualquiera de sus formas es incompatible con la instrumentalización del sufrimiento ajeno para propósitos ideológicos como asoma actualmente. La memoria del antisemitismo histórico nos obliga a estar alerta frente a cualquier lenguaje que deshumanice o demonice.
Foto de portada:u_fg0tkeqgiy. Enlace