El judaísmo pagano:  cuando la fe en Dios se transforma en culto al pueblo.

En la Israel contemporánea, Heriberto Winter advierte un giro inquietante: la sustitución de la fe en Dios por la adoración del pueblo, la tierra y el ejército. Una reflexión sobre cómo el judaísmo, al perder su dimensión ética y universal, corre el riesgo de convertirse en una religión civil y tribal.
Por Heriberto Winter

Parece que en el Israel de los últimos años está emergiendo un fenómeno nuevo y antiguo a la vez: la transformación del judaísmo en una religión pagana. No en el sentido de creer en múltiples dioses o de ofrecer sacrificios en los bosques, sino en un sentido cultural y espiritual más profundo: la sustitución de Dios por la nación, del valor por el origen y de la fe por el mito de una identidad sagrada en sí misma.

Desde los tiempos de los profetas, el judaísmo buscó liberar al ser humano del círculo pagano. Luchó contra el culto a la fuerza, contra la divinización de la naturaleza y de los dioses locales, y produjo una revolución moral sin precedentes: el Dios de Israel no es un dios tribal, sino un Dios ético y universal, que exige justicia, misericordia y rectitud. “No por la fuerza ni por el poder, sino por mi espíritu” — ese fue su mensaje.

Sin embargo, en nuestros días ocurre un proceso peligroso: el pueblo, la tierra y el ejército se convierten en objetos de santidad por sí mismos. Ya no es la moral divina la que define lo “sagrado”, sino la identidad nacional y las fronteras territoriales.

En lugar de “Haremos y escucharemos” nace “Creemos porque es nuestro”; y en lugar del servicio a Dios, se rinde culto al yo colectivo.

Así, el judaísmo pierde su contenido espiritual y moral, y se convierte en una religión civil y tribal. Se inspira no en los profetas de Israel, sino en mitologías nacionales de sangre, suelo y destino. Lo divino se sustituye por lo nacional; lo universal por lo étnico; el valor por el poder.

Aun así, este fenómeno no carece de raíces. En las propias fuentes del judaísmo quedaron vestigios de paganismo — el culto al lugar, los sacrificios, los símbolos visuales — pero siempre hubo quien luchara por elevarlos hacia la ética.

El judaísmo supo transformar el impulso ritual en una práctica del corazón, mientras se orientara hacia la justicia y la bondad. Cuando el ritual se separa de ese propósito, vuelve a convertirse en idolatría.

El nuevo paganismo israelí no es solo resultado de la radicalización religiosa o política. Es expresión de una ansiedad profunda: la necesidad de una identidad clara en un mundo cambiante, el deseo de pertenecer a algo fuerte, estable y eterno. Pero en vez de buscar consuelo en la fe y los valores, se busca anclaje en la etnicidad, en el uniforme y en el lenguaje de la fuerza.

Un judaísmo así corre el riesgo de olvidarse de sí mismo. Podría convertir el “pueblo elegido” en un concepto biológico y no moral, la “tierra santa” en una marca inmobiliaria, y al “Dios de Israel” en un dios guerrero tribal. Es una deformación — y quizás también una advertencia—.

Para devolver al judaísmo su esencia como religión de moral y no de poder, debemos atrevernos a volver a la vocación original de la profecía: recordar que la santidad no se hereda, se practica; no se mide por la tierra ni por el tamaño de la bandera, sino por la honestidad, la compasión y la justicia.

“Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos.” No es un lema liberal; es el corazón del judaísmo.

La verdadera lucha de nuestro tiempo no es entre religiosos y seculares, sino entre un judaísmo de identidad y un judaísmo de significado — entre una religión de poder y una religión de conciencia—. Esa elección determinará si seguimos siendo un pueblo de fe, o un pueblo que se adora a sí mismo.