El sionismo desde una mirada biológico-cultural

Desde una perspectiva biológico-cultural, Rubén Ogorek revisita el judaísmo y el sionismo como expresiones complementarias de un mismo impulso vital: la necesidad de conservar el convivir. Inspirado en Damasio, Spinoza y Maturana, propone leer el sionismo moderno como la proyección política de una cultura que aprendió a persistir transformándose. En un tiempo marcado por la polarización y el agotamiento colectivo, esta reflexión invita a recuperar los valores fundantes del Estado de Israel —laicidad, democracia y respeto por la diversidad— como condición esencial para su equilibrio y continuidad
Por Ruben Ogorek

El judaísmo no es solo una religión. Es una cultura viva, una red de conversaciones y emociones que ha sabido mantenerse coherente a lo largo del tiempo, ajustándose a cada entorno sin perder identidad. No se define solo por sus leyes o sus rituales, sino por su modo de convivir, de hablar y de sentir el mundo. Desde el midrash y el Talmud hasta las mesas del shabat o los debates contemporáneos, el judaísmo es una conversación que no se interrumpe. Esa palabra compartida sostiene la continuidad: no busca imponer una verdad, sino mantener el vínculo que nos permite seguir siendo juntos.

Antonio Damasio ha dicho que la cultura humana es la continuación de la homeostasis biológica, la forma en que la vida trasciende el cuerpo y sigue buscando equilibrio en la esfera social y simbólica. La emoción que antes regulaba la supervivencia del organismo se convierte, en la especie humana, en la base de la convivencia, de la justicia, del arte y del pensamiento. La cultura no nace del intelecto, sino de la necesidad vital de vivir bien, de reducir el sufrimiento y de prosperar colectivamente.

Esa misma idea ya estaba, de otro modo, en Spinoza, cuando habló del conatus: el esfuerzo de toda cosa por perseverar

en su ser. Y también en Maturana, cuando definió la vida como autopoiesis, un proceso en el que cada organismo se produce y se conserva a sí mismo en el acto mismo de vivir. Damasio, Spinoza y Maturana describen, desde distintos lenguajes, una misma pulsación: la vida tiende a conservarse, a expandirse y a encontrar formas de equilibrio que hagan posible su continuidad.

Desde esa raíz biológica y filosófica podemos descender naturalmente hasta el fenómeno humano de la cultura. Si la célula busca su equilibrio interno, la sociedad busca su equilibrio colectivo. La cultura es la homeostasis de los pueblos. Una red de conversaciones, símbolos y afectos que permiten que una comunidad mantenga su coherencia en medio del cambio. Cada tradición, cada lengua, cada ritual es un modo de conservar la vida compartida.

En ese sentido, el judaísmo puede entenderse como una de las formas más perdurables de homeostasis cultural. A lo largo de los siglos, ha sabido reorganizarse frente al exilio, la persecución o la dispersión, sin perder su núcleo emocional, la conversación. Desde la palabra escrita hasta la palabra hablada, el judaísmo ha practicado el arte de transformarse para seguir siendo.

Con la modernidad, esa capacidad adaptativa se amplió. El Iluminismo llevó a muchos pensadores judíos a comprender que la religión, por sí sola, ya no bastaba para expresar la complejidad de la identidad. Así nació una definición más amplia: el judaísmo como cultura, una civilización viva hecha de memoria, lenguaje, ética y convivencia. Fue un paso natural en la evolución del sentido: el desplazamiento de lo sagrado hacia lo humano, del templo hacia la palabra, de la oración hacia el diálogo.

A fines del siglo XIX, esa misma energía vital tomó una nueva forma: la autodeterminación. El sionismo laico y secular transformó en acción política lo que durante siglos había sido una emoción espiritual: el deseo de seguir existiendo como pueblo. El judaísmo del exilio se había sostenido en la emoción de la continuidad; el sionismo la convirtió en una emoción de presencia. No se trataba ya de conservar el convivir en la diáspora, sino de recrearlo en una tierra propia, visible y soberana.

Desde esta mirada, el sionismo puede entenderse como la expresión biológico-cultural del judaísmo moderno. Durante siglos, la cultura judía se sostuvo en el ámbito íntimo -la casa, la sinagoga, la escuela-. El sionismo llevó esa conversación al espacio público. Lo que antes era subsistencia cultural se volvió existencia política. La emoción de sobrevivir se transformó en el acto de vivir.

Podríamos decir que el judaísmo fue la conversación del sentido, y el sionismo, la conversación del poder de existir. Ambas comparten la misma emoción fundante: la necesidad de conservar el convivir. El judaísmo lo hizo desde la palabra; el sionismo, desde la acción. Uno sostuvo la vida en la memoria; el otro la afirmó en el territorio.

Parafraseando aquella consigna feminista de que lo personal es político, podríamos decir que, en el judaísmo moderno, lo cultural se volvió político. Lo que antes era una conversación interior entre el hombre y su historia se convirtió también en un diálogo público entre un pueblo y su destino.

Si lo pensamos desde esta continuidad biológica y cultural, el judaísmo y el sionismo son expresiones distintas de un mismo impulso vital. La primera, simbólica y emocional; la segunda, política y visible. Ambas responden a una misma necesidad de equilibrio: conservar la vida colectiva y proyectarla hacia el futuro.

El Estado de Israel puede leerse entonces como la cristalización de esa fuerza vital, la forma política de una emoción antigua. No es un accidente de la historia, sino la manifestación pública de una cultura que aprendió a persistir transformándose. Israel es la casa donde la memoria se vuelve acción, donde la conversación milenaria encuentra suelo.

Por esa razón, el judaísmo sionista debe ser secular, respetar la diversidad y abrazar un sistema democrático. No por conveniencia política, sino porque esa forma de organización expresa su coherencia biológica y cultural: la necesidad de conservar el convivir. Una cultura que se define por la conversación no puede sostenerse en la imposición; debe mantenerse abierta al diálogo y a la diversidad, del mismo modo que la vida se sostiene en la interacción de sus diferencias.

Así entendida, la cultura judía no es una herencia inmóvil, sino una forma biológica de subsistencia colectiva. Su fuerza no reside en los dogmas, sino en su capacidad de adaptarse sin romper su coherencia emocional. Judaísmo y sionismo son dos momentos de un mismo proceso vital: uno sostiene la vida interior; el otro la afirma en el mundo. En ambos late la misma voluntad de existencia, la misma inteligencia del vivir que aprendió a persistir sin renunciar a la humanidad.

Y quizá sea este el momento de recordarlo.

Después de esta guerra que nos ha dejado exhaustos, los judíos seculares no debemos renunciar a los principios que dieron origen al Estado de Israel: laicidad, democracia y respeto por la diversidad. Es necesario resistir la deriva teocrática y mesiánica que intenta infiltrarse en las instituciones políticas, educativas y sociales del país. Mantener abierta la conversación, sostener el diálogo y defender la pluralidad no es solo una cuestión ideológica: es una cuestión biológica y cultural. Porque cada vez que una sociedad renuncia a su diversidad, enferma. Y cuando la cultura se cierra, la vida pierde equilibrio.