Israel después de Gaza avanza sin brújula. Hay un primer ministro que todavía rehúye su responsabilidad, un ejército disminuido por sus muertos y heridos, un público que se mueve hacia la derecha revisionista y el mesianismo y una sociedad que no quiere ni sabe cómo seguir adelante.
Todo vuelve a moverse, aunque nada recupera su lugar de origen. No se puede volver al seis de octubre, aunque sea eso lo que el liderazgo político desee y aunque intenten evitar el examen público la potencia de los acontecimientos lo impide. La rutina volvió antes que la conciencia, como si el país hubiera vuelto a funcionar en automático sin haber procesado el miedo que le golpeó el corazón y lo dejó latiendo a destiempo.
La sensación general es que no se cerró nada ni en Gaza ni en el Líbano ni en Irán, que lo que vivimos es apenas una pausa entre dos escenas, un respiro falso dentro de un conflicto que se alimenta de un odio acumulado y de una ira que no encuentra salida. No estamos ante un cierre verdadero sino ante un intervalo tenso entre dos actos inevitables.
Todos lo saben. Israel es contundente en el campo de batalla y sin embargo extraordinariamente débil para cerrar acuerdos políticos. Y sin acuerdos no hay calma ni horizonte. Solo treguas breves, paréntesis que duran lo que tarda en encenderse el
próximo frente. Por eso nadie siente que lo ocurrido cerró algo. No hubo clausura ni duelo completo ni un después auténtico. La guerra no terminó y solo se silenció por un rato. Las causas siguen intactas, el gobierno de Israel sigue siendo el mismo, el Hamás en Gaza sigue mandando, los actores siguen armados, los discursos siguen envenenados y la lógica emocional de ambos lados continúa gobernada por el miedo y la revancha.
El sur no respira alivio sino espera. El norte vive con la certeza de que cualquier chispazo puede abrir un frente mayor. Hezbolá no fue destruido y el golpe que le dieron no alcanza para frenarlo, apenas lo obliga a reacomodar su tiempo. Irán también se repone y no renunció a sus propósitos, apenas cambió de postura. Y Hamás por más que Netanyahu repita lo contrario nunca fue destruido del todo y sigue vivo y coleando. Por eso nadie imagina una victoria y todos imaginan la continuación, porque la estructura profunda del conflicto no cambió y porque ochenta años de historia enseñan que el odio, la humillación y la ira nunca producen cierres sino secuelas.
Somos sociedades postraumáticas y por eso recordamos sin permitirnos intentar sanar. El recuerdo deja de ser un maestro y se vuelve una excusa para sostener el enojo y aplazar la curación. Para muchos la idea de sanar aterra más que la herida misma. El recuerdo vuelve cuando quiere, con un olor, una sirena o una imagen, y cuando no vuelve se camufla en cinismo, en un chiste cruel o en una apatía que anestesia. Así se vive hoy.
En Israel una gran parte de la población judía no quiere escuchar una palabra sobre víctimas palestinas porque siente que eso relativiza el horror del siete de octubre. Otra parte no puede apartar la mirada de lo que pasa en Palestina porque sabe que la palabra seguridad no alcanza para explicar ni justificar todo lo que Israel hace. Entre esas miradas incompatibles se arma un duelo cruzado en el que nadie puede respirar su propio dolor. Del otro lado para los palestinos Israel es sinónimo de destrucción, despojo y masacre. Cada imagen confirma una herida que no cierra.
En este clima denso el poder hace lo que sabe. Toma el miedo visceral y lo acomoda en relatos que, aunque pretendan ser opuestos, nacen del mismo principio. Cada lado construye su narrativa, pero increíblemente ambos se aferran a la misma idea salvaje de que el mundo es una jungla donde los débiles no sobreviven, donde el conflicto dejó de ser político para convertirse en una pulseada existencial y donde aflojar un segundo equivale a desaparecer del mapa. Las imágenes circulan sin descanso y deciden qué muerto merece duelo y cuál queda reducido a una cuestión de estadística. Esa asimetría va erosionando la moral pública hasta volver la graduación del dolor parte misma del aire que se respira.
Esta guerra además abrió un hueco inquietante en quienes creían estar a salvo del extremismo y terminaron descubriendo que lo ocurrido el siete de octubre les despertaba algo que no querían admitir. Del otro lado muchos palestinos cargan con la culpa de admitir el sufrimiento israelí sin sentir que traicionan a los suyos. La empatía se vuelve sospechosa y casi peligrosa. El trauma obliga a elegir bando. O llorás a los míos o sos mi enemigo. Los matices desaparecen.

Y sin embargo en medio de este pantano que se vuelve cada día más angustiante algo para mí sigue en pie. Algo mínimo y frágil pero firme. Una idea que resiste por debajo de todo el ruido. La posibilidad terca de que no estamos condenados a esta repetición infinita, de que lo inevitable no existe y de que incluso en un país magullado todavía se puede recuperar la capacidad de revisar, corregir, pensar y cambiar. No hablo de optimismo ni de fe ciega. Hablo de esa intuición silenciosa que aparece cuando todo parece derrumbarse, ese pulso débil pero constante que insiste en recordarnos que ninguna sociedad puede vivir para siempre suspendida en el miedo. Hablo de una fuerza que no se ve pero que trabaja igual, como una respiración honda que vuelve a entrar cuando parecía que ya no quedaba aire. Porque incluso cuando lo humano parece agotado siempre queda un resto que empuja hacia otro lado, hacia la certeza silenciosa de que este no es el único camino y de que todavía podemos elegir qué tipo de humanidad queremos conservar en medio del desastre.
Israel después de Gaza es un cuerpo golpeado aunque respira. Y mientras respire existe la posibilidad pequeña e incómoda pero real de volver a elegir. De volver a pensar. De volver a ser.
Y quizá ahí aparezca la única luz que no es ingenua. Porque incluso en medio de la destrucción la vida tiende a reorganizarse. Así funciona la biología y así funcionan también las culturas. La homeostasis que en los organismos regula el equilibrio interno frente a la amenaza tiene su equivalente en las sociedades y aparece como una homeostasis cultural que empuja con lentitud a corregir excesos, a compensar desbalances y a restablecer un mínimo de convivencia para que la vida colectiva no colapse.
Ningún sistema humano puede sostenerse demasiado tiempo en el extremo ni en la violencia perpetua ni en la negación del otro ni en el miedo como identidad. Cuando una sociedad se aleja demasiado de su equilibrio algo en su interior empieza a emitir señales de alarma. No para volver al pasado sino para evitar la autodestrucción. Es posible que hoy la mayoría no lo vea. Es posible que todavía estemos demasiado adentro del temblor para reconocerlo. Pero la homeostasis cultural trabaja en segundo plano y busca como puede un punto en el que la vida deje de devorarse a sí misma.
Y esta semana algo de eso volvió a asomar. En medio de un país exhausto una de las organizaciones judío árabes más significativas se sumó a un camino que hasta hace poco parecía reservado para minorías tildadas de ingenuas. En un solo fin de semana el movimiento Standing Together adoptó la visión de Dos Estados Una Sola Patria impulsada por Eretz Leculam y más de mil quinientas personas dijeron que sí a imaginar un futuro compartido.
La idea que proponen ambas organizaciones es simple y disruptiva. Israel y Palestina pueden existir como dos Estados soberanos con gobiernos y ciudadanías propias, pero dentro de un mismo territorio compartido y sin fronteras que dividan la vida cotidiana. No buscan separar lo que la realidad ya mezcló entre el mar y el Jordán. Proponen dos Estados para garantizar la autodeterminación y terminar la ocupación y un solo entorno territorial donde la gente pueda vivir, trabajar y moverse sin muros que solo profundizan el conflicto.
No es un milagro ni un giro dramático. Es un movimiento pequeño, aunque real dentro de esa homeostasis cultural que intenta devolver algo de equilibrio a una tierra enferma. Frente al miedo a romper convenciones y frente a los viejos discursos de separación ya hay grupos que eligieron otra cosa. Dos Estados para terminar la ocupación y una sola patria para terminar el conflicto.
Es verdad, hoy por hoy suena a pensamiento utópico. Pero quizá ahí, en esos gestos casi silenciosos, empiece finalmente el después de Gaza. No en los discursos oficiales sino en estos movimientos que sin estridencias nos recuerdan que todavía es posible construir un hogar para todas y todos.