Yoel Halberstam expone ante los jueces el resultado de la investigación con la que se propone determinar la ubicación de una fosa común que da testimonio de la matanza de doscientos trabajadores judíos húngaros a manos de la población austríaca a comienzos de 1945, en Langsdorf. Sin embargo, en el lugar donde se presume podría encontrarse el enterramiento se proyecta erigir un complejo urbanístico que borraría todo vestigio de lo sucedido. Los jueces de la audiencia de mediación entre los constructores y el Instituto del Holocausto de Jerusalén, atendiendo al estado de las cosas, le otorgan a Halberstam una prórroga de siete días para presentar pruebas más relevantes tanto de la existencia de la fosa como de su ubicación exacta. De no hacerlo, los constructores recibirán de inmediato el permiso de edificación. El tema tiene suficiente interés público como para que Halberstam, historiador y judío ortodoxo, sea entrevistado por la televisión austríaca.
Periodista: Dr. Halbestram, ¿por qué es tan importante este debate? Después de todo es solo un edificio y algunas calles.
Halberstam: la noche del 24 al 25 de marzo de 1945, unos doscientos trabajadores forzosos judíos fueron asesinados en estos campos en Langsdorf. Por alguna razón ninguno de los lugareños recuerda dónde se llevó a cabo la masacre. Dos testigos capaces de declarar después de la guerra, un policía local y un sobreviviente judío, fueron ambos asesinados. No se trata aquí del homicidio metódico propio de los campos nazis sino de una matanza espontánea realizada por los lugareños que aún niegan sus crímenes con el apoyo no oficial de las autoridades
Periodista: y usted no permitirá que eso suceda
Halberstam: Soy historiador. Como cualquier científico investigo la verdad. Un arqueólogo investiga reliquias, yo busco hechos. El enemigo del arqueólogo es la tierra que cubre esos restos del pasado, yo lucho contra el tiempo que puede ocultar los hechos.
Periodista: y ahora lucha contra los austríacos porque cree que están ocultando la verdad.
Halberstam: Mire señora, la tendencia del hombre es olvidar. Mi rol como judío practicante es recordar.
Periodista: Dr. Halberstram, ¿por qué no nos cuenta sobre usted?
Halberstam: Para ser honesto, no soy interesante, hasta diría que soy anodino.
Periodista: Dr. Halberstrom, ¿sus padres son sobrevivientes del Holocausto?
Halberstam: Es cierto, son sobrevivientes del Holocausto, pero este es un estudio científico objetivo.
Periodista: Entonces, ¿su vida personal no influye en usted? Su narrativa…
Halberstam: No creo en narrativas. Creo que son los hechos los que nos conducen a la verdad.
Periodista: Su verdad.
Halberstam: No es mi verdad. No existe “Mi verdad”. Si la verdad es mía, no es la verdad. La verdad no me pertenece a mí ni a usted. La verdad es absoluta. No puedes elegir aceptarla o negarla.
La idea de que podemos contar con una explicación o teoría histórica que pueda ser considerada una verdad absoluta no parece defendible. Sin embargo, esto no impide que existan hechos singulares cuya veracidad o falsedad sí nos es posible establecer. De hecho, Halberstam descubre en el curso de su investigación un testimonio clasificado en el que su madre relata como terminó en un campo nazi camino a la cámara de gas a pesar de no ser judía. Este hallazgo le impone una verdad a Halberstam que como historiador le es imposible desconocer y por ello no construye ningún relato que niegue esta evidencia por muy trágico que esto le resulte. Como judío ortodoxo, decide renunciar a su identidad religiosa dado que no es hijo de madre judía. Su hermana, en cambio, prefiere ignorar el hecho ante la amenaza del derrumbe de todo su mundo.[1]
Halberstam tiene razón cuando sostiene que “mi verdad” no es ninguna verdad, pues solo podemos hablar de verdad cuando ésta se establece a partir de fuentes y más allá de pareceres subjetivos. Tal vez podamos zanjar esta cuestión a partir del caso del “historiador” David Irving, quien promovió un juicio por difamación contra Deborah Lipstadt y Penguin Books. En Denying the Holocaust: The Growing Assault on Truth and Memory, Lipstadt acusaba a Irving de negacionista del Holocausto y de sostener sus afirmaciones con la tergiversación de hechos y documentos. La demanda se presentó en Gran Bretaña, donde la carga de la prueba recae sobre los demandados. En su fallo, el juez Charles Gray sostuvo que: “Mi conclusión general en relación con la alegación de justificación es que los demandados han demostrado la veracidad sustancial de las imputaciones, la mayoría de las cuales se refieren a la conducta de Irving como historiador… (…) Entre las acusaciones que he considerado sustancialmente ciertas se incluyen las de que Irving, por sus propias razones ideológicas, ha tergiversado y manipulado de forma persistente y deliberada la evidencia histórica; que por las mismas razones ha retratado a Hitler de forma injustificadamente favorable, principalmente en relación con su actitud hacia los judíos y su responsabilidad por el trato dispensado a estos; que es un negacionista activo del Holocausto; que es antisemita y racista, y que se asocia con extremistas de derecha que promueven el neonazismo…”[2]

Este dictamen no se refiere solo al Holocausto. Su cuestión principal es la historia como ciencia: la posibilidad de establecer la veracidad de los hechos del pasado. El fallo asume que los historiadores pueden determinar, con evidencias y documentación, la ocurrencia de ciertos sucesos, razón por la cual no todo relato puede reclamar para sí un estatus de verdad histórica. La gran paradoja de nuestro tiempo es que amplios sectores que otrora se enorgullecían de su respeto por la razón y el conocimiento histórico, hoy han renunciado a ello. Lo han hecho a favor de una narración digna de un dogma teológico que, en lo referente al conflicto israelí-palestino, tiene la gravedad de cerrar todo camino hacia una convivencia basada en la fórmula de los dos Estados.
Por el contrario, afirmando su lealtad a la razón, al conocimiento y al sufrimiento de las víctimas -sean quienes fuesen, porque la verdad no admite elección, como recuerda Halberstam-, Eva Illouz se alza contra la postura de quienes, proclamándose humanistas de izquierda, han preferido eclipsar la historia y desoír los hechos para ofrecer una cuestionable coartada moral a crímenes radicales, lo que empuja a los propios palestinos -cuyos derechos dicen defender- hacia un horizonte clausurado, sin futuro y sin salida.
Su breve libro El 8 de octubre. Genealogía de un odio virtuoso se abre con una confesión que rompe la complacencia y desgarra los velos que cubren la torpeza ética e ideológica con la que gran parte de la izquierda alimenta su ego: “Hasta el 7 de octubre de 2023 pensaba que los crímenes contra la humanidad eran el tipo de acontecimientos capaces de reunir a personas de diferentes creencias y opiniones en una comunidad moral de compasión. También me parecía que la sensibilidad política más proclive a rebelarse contra las atrocidades era la mía, la de izquierda. Me equivocaba. Gran parte de la izquierda global -conocida por diversos nombres: izquierda identitaria, ilustrada, decolonial o progresista- negó la existencia de estas atrocidades o las celebró como un acto de “resistencia anticolonial”. Esta izquierda ha abandonado, ignorado y estigmatizado a los conmocionados y desconsolados judíos, culpabilizándolos por una falta primordial, la del colonialismo israelí…”[3]
La trampa que ha estructurado esa amplia izquierda no quedó restringida a su respuesta inicial sobre los sucesos del 7 de octubre, sino que se amplificó con el tiempo. Con comodidad han repetido, en relación con Israel, una y otra vez consignas como “limpieza étnica”, “apartheid” o “genocidio”, afirmaciones imposibles de sostener por trágica que haya sido la guerra en Gaza y por cuestionables que sean las colonias en Cisjordania. A su vez, se han declarado a favor de la desaparición del Estado de Israel bajo la consigna “Palestina libre desde el río hasta el mar”. Estas acusaciones solo fortalecen a los sectores fundamentalistas de la sociedad israelí porque hagan lo que hagan sus otros ciudadanos -sea incluso defender la constitución de un Estado palestino independiente-, se los condenará como genocidas y racistas de alta monta que merecen ser borrados del mapa, solo por ser israelíes. Si hay una forma de debilitar a quienes promueven la convivencia y la autonomía de los dos pueblos, es esta.
El historiador Alec Ryrie advierte sobre el uso inflacionario del término “apartheid”, cuya fuerza moral se ha puesto al servicio del efectismo más que de la comprensión histórica y social de la relación entre palestinos e israelíes: “El paso del tiempo, así como el accidentado camino que ha recorrido Sudáfrica desde el advenimiento de la democracia en 1994, han hecho que el espectro del apartheid resulte menos perentorio, pero su fuerza moral no se ha desvanecido por completo. Véase si no el hábito generalizado de aplicar el término apartheid a otros casos de tensión interétnica alrededor del mundo, en especial y con virulencia a la política israelí en los territorios palestinos.”[4]
A su vez, sobre la acusación de “genocidio” como forma de bloquear toda reflexión el mismo historiador dice: “Cuando en octubre 2023 un violento ataque a Israel que encaja a la perfección con la definición legal de genocidio provocó una nueva y excepcionalmente sangrienta guerra israelí contra Gaza (que también ha sido ampliamente vista como genocida) algunos de los simpatizantes propalestinos en occidente abandonaron por completo cualquier escrúpulo frente al antisemitismo.”[5]
Sobre la “limpieza étnica” y los refugiados, la historiadora Gudrum Krämer, de la Universidad libre de Berlín propone una lectura sobre la Nakba, la catástrofe árabe de 1948, que excluye cualquier consideración en ese sentido: “Otro hecho fue la cuestión de los refugiados árabes, a mediados de junio de 1948, el gobierno israelí decidió impedir por todos los medios su regreso enfrentándose a una notable presión internacional. La decisión se tomó en plena guerra cuando la situación era confusa y la victoria israelí no podía predecirse con seguridad -y mientras en Europa se estaban produciendo importantes movimientos demográficos a consecuencia de la guerra, la mayoría en medio de coacciones y violencia-. Los israelíes llegaron a la conclusión de que era mejor infligir una injusticia a los árabes que sufrir ellos mismos una catástrofe.”[6]
Estas reflexiones nos conducen a las líneas finales del libro de Eva Illouz que, por su valor, serán las que cierren este escrito. En ellas, Illouz explicita la necesidad de que la izquierda vuelva a comprometerse con la razón y la justicia a la vez que formula la condición fundamental para que, tras la cruenta guerra en Gaza, pueda abrirse un futuro que traiga cambios esperanzadores para palestinos e israelíes: “Si quiere sobrevivir como proyecto humanista, la izquierda debe cuestionar sus certezas y reimaginar las virtudes democráticas de la complejidad y la verdad. Sería desastroso para la democracia mundial que la izquierda eligiera a la madre equivocada. Como diría Salomón, la que prefiere partir al niño en dos.
No se defiende mejor a los palestinos mostrando un odio virtuoso hacia Israel, Y defender a Israel no significa renunciar a la lucha por los derechos de los palestinos. El odio degrada y desacredita. Utilizarlo para defender a los palestinos solo retrasará una solución justa para ellos. Para conseguir su Estado debemos obrar con la misma determinación para garantizar que los judíos ya no tengan que justificar la existencia de Israel. Para ello, necesitamos una actitud analítica justa y una amplia fraternidad.”[7]
[1] Yoel Halberstam es un personaje de ficción de la película El testimonio, traducida en español como El testamento, del director Amichai Greenberg, 2017.
[2] https://www.bailii.org/ew/cases/EWHC/QB/2000/115.html (consultado, 8 de diciembre de 2025)
[3] Eva Illouz (2025) El 8 de octubre. Genealogía de un odio virtuoso, Madrid: Katz, p. 7.
[4] Alec Ryrie (2025) La era de Hitler y cómo sobrevivir a ella, Barcelona: Gatopardo, p. 110.
[5] Idem, p. 103
[6] Gudrun Krämer (2009) Historia de Palestina. Desde la conquista otomana hasta la fundación del Estado de Israel, Madrid: Siglo XXI, p. 316.
[7] Eva Illouz, Íbidem, p.p 94-95.