Durante meses, la pregunta se repitió como un mantra: ¿cómo será el día después en Gaza? Gobiernos, think tanks y diplomacias imaginaron fórmulas para la reconstrucción, fuerzas multinacionales y versiones creativas de un “nuevo orden” en la Franja. Pero quizá la verdadera pregunta no es qué pasará con Gaza, sino qué pasará con Israel. No el día después de los túneles, sino el día después de la ilusión de autonomía estratégica.
La guerra no sólo arrasó edificios y barrios. También desnudó el lugar real de Israel en el sistema internacional: un país militarmente poderoso, pero cada vez más tratado como un Estado mediano dentro de la esfera de influencia de Estados Unidos. Y, lo más incómodo, una parte importante de esa pérdida de autonomía fue autoinfligida.
Desde los Acuerdos de Oslo hasta los Acuerdos de Abraham, Israel cultivó una narrativa atractiva: la del pequeño pero audaz innovador estratégico que habla de tú a tú con Washington, bombardea en Siria sin desencadenar guerras abiertas, negocia directamente con Emiratos y Bahréin y “gestiona” el conflicto con los palestinos a baja intensidad. La dependencia de Estados Unidos era evidente, pero la historia que se contaba hacia adentro era otra: coordinamos con ellos, sí, pero decidimos nosotros.
El 7 de octubre esa ficción se resquebrajó. Paradójicamente, el mismo día en que se derrumbó dejó sobre la mesa un capital político único. Tras la masacre de Hamás, pocas veces Israel tuvo tanta legitimidad internacional para responder militarmente. Durante semanas, el consenso en las capitales occidentales (y según algunas fuentes hasta árabes) fue que el país tenía derecho –y casi obligación– de desmantelar la capacidad ofensiva del movimiento islamista.
Ese crédito podía haber sostenido una estrategia clara: proteger a la población israelí, liberar rehenes, rediseñar el marco político en Gaza y hasta aprovechar el viento de cola para comenzar a poner fin al largo conflicto con los palestinos. Pero la conducción política optó por otro camino. La guerra se fue desplazando de una lógica de defensa a una lógica de castigo: bombardeos masivos sin plan de salida, destrucción sistemática de infraestructura civil, una política de asedio que fue estrechándose hasta el punto en que, en julio de 2025, una batería de estudios independientes habló abiertamente de hambruna provocada por las tácticas utilizadas por Israel para librar la guerra.
De la defensa legítima al desgaste internacional
La respuesta militar estaba justificada en su origen; lo que vino después, es mas discutible. A partir de cierto momento, la operación dejó de percibirse como una defensa legítima frente a un ataque terrorista y empezó a verse como una campaña de venganza desproporcionada. El resultado fue directo: pérdida acelerada de apoyos en Europa, erosión de la paciencia en Washington y crecientes amenazas de sanciones económicas y embargos de armas.
El aislamiento que Israel se ganó a pulso le abrió a Donald Trump una ventana de oportunidad inédita: por primera vez, un presidente estadounidense podía imponer abiertamente su visión sobre Medio Oriente –a costa de los gazatíes– sin pagar un costo político significativo. La esfera de influencia no se activó sólo por la fuerza del centro, sino también por la debilidad –en buena medida autoinducida– de la periferia.

Analistas varios en la prensa israelí lo ilustran con precisión. Trump está decidido a avanzar a la “Fase 2” de su plan: una retirada adicional de las fuerzas israelíes, la creación de un “Consejo de Paz” internacional, el despliegue de una fuerza multinacional y la división de la Franja entre una “Gaza nueva” en el este y una “Gaza vieja” en el oeste. El detalle central no es el texto del plan, sino quién sostiene la lapicera. El calendario ya no es marcado por los avances y retrocesos del ejército israelí, sino por la agenda política de la Casa Blanca y, en menor medida, la coordinación con Doha, El Cairo y las capitales del Golfo.
En las últimas semanas, Washington se declaró “gratamente sorprendido” por el cumplimiento de Hamás en varios compromisos –en particular, la localización y devolución de los cuerpos de los rehenes muertos– y usa ese argumento para insistir en nuevas retiradas israelíes. Israel, por su parte, recibe instrucciones concretas: no poner obstáculos al plan, limpiar restos explosivos en las zonas que servirán de piloto para la “Gaza nueva”, aceptar la reapertura del cruce de Rafah pese al temor de que regresen las viejas rutas de contrabando. El país que durante décadas se presentó como dueño absoluto de su seguridad en Gaza aparece aquí como lo que es hoy: un actor condicionado.
La otra pieza del nuevo tablero es Turquía. Mientras Jerusalén se opone frontalmente a la presencia de fuerzas turcas en la fuerza multinacional, Washington piensa en Ankara como clave para que el dispositivo exista. Según reportes, Turquía ya prepara una brigada de unos dos mil soldados para desplegar en la Franja, y junto con Qatar impulsa un esquema que no desmantela a Hamás, sino que le exige “congelar las armas” en el sentido de no utilizarlas, y retirarse formalmente de la gestión civil. No es la “victoria total” que prometió Israel, pero sí un arreglo con el que Trump, Hamás y Erdogan podrían vivir.
El nuevo reparto de roles regionales
La imagen de la victoria también fue elocuente: Trump, Erdogan, Sisi y el emir de Qatar firmando en Sharm el-Sheij un acuerdo de veinte puntos sobre Gaza. Turquía pasó, en cuestión de semanas, de observar a distancia a actuar como mediadora, y ahora se posiciona como potencia garante. La división de responsabilidades es transparente: Washington se hace cargo de “contener” a Israel; Ankara y Doha, de encauzar a Hamás. Israel, que lleva años percibiendo a Turquía como un rival estratégico, intenta bloquear su entrada en Gaza. Pero su capacidad de veto ya no es la de antes. Si el presidente estadounidense se convence de que Ankara ofrece un “plan práctico” donde Israel ofrece sólo negativas, Jerusalén corre el riesgo de chocar de lleno con su único aliado imprescindible y con peores cartas que las de Erdogan.
Desde la teoría de las relaciones internacionales, todo esto tiene un nombre viejo: esferas de influencia. Una gran potencia fija las líneas rojas, diseña las instituciones, reparte roles entre socios regionales y ofrece protección a cambio de alineamiento. Los estados medianos conservan agencia –pueden retrasar, resistir, negociar cláusulas–, pero ya no escriben el guion. Israel no ha dejado de ser un actor; ha dejado de ser el autor de la historia que se cuenta sobre sí mismo.
¿Existe entonces un “post Gaza”? Si lo entendemos como un momento limpio en el que la guerra termina y nace una nueva era en la Franja, probablemente no. Gaza seguirá siendo durante mucho tiempo un espacio fragmentado, administrado por estructuras híbridas y fuerzas incómodas, con una población que carga cicatrices que ningún plan de reconstrucción puede borrar rápido.
Pero si pensamos el “post Gaza” como un cambio en la posición relativa de los actores dentro de las esferas de influencia, la respuesta es distinta. Sí, hay un después, y no ocurre en los escombros de Gaza sino en el mapa mental de la élite israelí. El país que se creía excepción –un aliado casi igual de Estados Unidos, un actor autónomo en un vecindario de Estados “clientes”– descubre que se parece cada vez más al resto: un Estado mediano, dependiente de una gran potencia para garantizar su seguridad, obligado a aceptar planes diseñados fuera de sus fronteras y con menos margen que antes para decir “no” sin pagar un precio estratégico alto.
Las carreteras, los barrios y las instituciones en Gaza podrán cambiar de nombre. Lo que está en juego para Israel es otra cosa: cuántas decisiones cruciales sobre su seguridad y su política regional seguirá pudiendo tomar sin pedir permiso. Y hasta qué punto esa pérdida de autonomía no es sólo el resultado de un mundo más duro, sino también de la forma en que eligió librar esta guerra. Esa, más que la cartografía de la Franja es la verdadera frontera que define el “post Gaza”.