Antes de entrar de lleno en los datos conviene detenerse en el marco general, porque sin ese contexto la exposición queda incompleta. En Israel viven cerca de dos millones de ciudadanos árabes. Representan poco más del veinte por ciento de la población y forman parte del Estado desde su fundación. No viven en Gaza ni en Cisjordania. Viven dentro de la Línea Verde. Pagan impuestos, votan, estudian, trabajan, forman parte del sistema de salud, de la educación pública, de las universidades, de los medios de comunicación. Son ciudadanos legales con derechos formales. No son ajenos. No son visitantes. Están desde el principio y son parte integral de la sociedad israelí.
Esa pertenencia convive desde hace décadas con una tensión persistente. Israel se define como un Estado judío y democrático. La fórmula intenta combinar identidad nacional con ciudadanía igualitaria, pero nunca terminó de resolver el equilibrio entre esos dos componentes. En términos prácticos, esta dualidad produce una contradicción difícil de sostener entre lo que el país declara desde su identidad y lo que se espera de él como régimen democrático.
En 2018 esa contradicción se volvió más visible con la aprobación de la Ley Básica del Estado Nación. El texto establece que el derecho a la autodeterminación nacional es exclusivo del pueblo judío. No revoca derechos civiles individuales, pero sí establece una jerarquía simbólica que organiza la ciudadanía en niveles. Al ser una Ley Básica tiene un peso casi constitucional. Reconoce a los ciudadanos árabes como parte del Estado, pero no como parte del sujeto nacional. Rebaja el estatus del idioma árabe y declara el asentamiento judío como un valor estatal. Omite toda referencia explícita al principio de igualdad. Desde su aprobación, el sentido de pertenencia se volvió más frágil. Incluso entre quienes siempre participaron del sistema y nunca habían puesto en duda su compromiso cívico.
Esa distancia entre ser parte y poder ejercerlo se refleja con nitidez en el plano político. La mayoría de la dirigencia judía, incluso en sus expresiones más progresistas, continúa pensando el gobierno como un espacio exclusivamente propio. No sólo evita incluir a los partidos árabes, sino que tampoco se detiene a considerar seriamente esa posibilidad. En paralelo, la ciudadanía árabe expresa una voluntad distinta. Quiere participar. Quiere estar. No como invitada ocasional ni como respaldo táctico. Como parte plena del poder institucional.
No se trata aquí de una suposición personal, sino de una interpretación que encuentra sustento en datos recientes. Según una encuesta realizada por la Universidad de Tel Aviv junto con la Fundación Konrad Adenauer, el 77 por ciento de los ciudadanos árabes se manifestó a favor de que un partido árabe integre el próximo gobierno*. No como respaldo parlamentario ni como gesto simbólico, sino como parte del Ejecutivo, con responsabilidades institucionales y poder real de decisión. Es un porcentaje alto en cualquier democracia. Más aún si se considera el contexto de violencia, polarización y desconfianza que atraviesa al país.
El estudio se llevó a cabo después de la guerra más larga desde la creación del estado, en un clima social y nacional tenso, con miedo en las calles y vínculos comunitarios deteriorados. El 76 por ciento de los encuestados dijo sentirse inseguro. El 74 por ciento habló de un deterioro grave en las relaciones entre árabes y judíos*. Pese a ese escenario, lo que predomina en los datos rescatados del estudio no es el retraimiento ni la desvinculación del sistema. Lo que emerge es una voluntad clara de participación. No para debilitar la democracia, sino para ampliarla. No para rechazar al Estado, sino para exigir su presencia allí donde hoy no llega.
Durante años se instaló la idea de que la sociedad árabe prestaba más atención al conflicto nacional que a los problemas civiles. Sin embargo, los datos actuales invitan a revisar esa lectura. Según la encuesta, el 74 por ciento de los consultados señala como principal preocupación la violencia y el crimen organizado en sus propias ciudades*. Lo que se vuelve urgente no es la geopolítica, sino aquello que impacta directamente en la vida cotidiana. La inquietud no pasa por el frente diplomático. Está en el barrio, en la calle, en la posibilidad de salir de casa sin temor, de ir a trabajar, de hacer las compras sin exponerse al peligro.
La demanda también es clara cuando se pregunta quién debería hacerse cargo del problema. El 39,7 por ciento señala al gobierno y el 22,3 por ciento a la policía*. Es decir, al Estado. No a la familia. No a líderes tradicionales. No a soluciones comunitarias cerradas. Lo que se espera es una respuesta pública concreta. Una política sostenida, que no aparezca solo después de una crisis, sino que forme parte del funcionamiento cotidiano. No alcanza con castigos. Lo que se necesita es un plan de restauración real, que entienda la profundidad del problema y actúe en consecuencia.
La misma encuesta señala que si los partidos árabes se presentaran unidos, la participación electoral podría aumentar más de nueve puntos. Pasaría del 52 al 61 por ciento*. Ese cambio tendría un impacto directo en la composición parlamentaria. Se traduciría en 16 bancas en la Knéset. En términos políticos, eso implicaría que sin el voto árabe no habría mayoría alternativa. Con el voto árabe, sí. El mapa se modifica. El tablero se mueve. Aparece otra posibilidad.
Y, sin embargo, incluso ante ese escenario, buena parte de la sociedad judía que se presenta como liberal responde con cautela. Se piden gestos de moderación. Se exige sensatez. Se valoran las agendas cívicas. Pero cuando esas condiciones se cumplen, la respuesta se demora. Se posterga. Se diluye. No sería exagerado decir que el miedo simbólico y el cálculo electoral siguen teniendo más peso que el reconocimiento del otro como igual.
La asimetría también aparece en otro dato. El 64 por ciento de los ciudadanos árabes cree que es posible una alianza política entre árabes y judíos pero que solo el 44 por ciento de la sociedad judía lo cree también*. Esa brecha de acuerdo a los encuestados no remite solo a un estado de ánimo ni a una percepción subjetiva. Es una brecha política. Delimita quién está dispuesto a asumir riesgos reales y quién continúa actuando desde una lógica defensiva, atravesada por la sospecha permanente, el temor al engaño y la anticipación de traiciones. Todo esto persiste incluso después de más de dos años de guerra, un período en el que casi no se registraron episodios bélicos protagonizados por la ciudadanía árabe dentro de Israel.
Según el mismo estudio, la identidad de los ciudadanos árabes de Israel no se deja encerrar en categorías rígidas. El 35 por ciento se define primero como árabe y el 31 por ciento como ciudadano israelí*. A mi modo de ver, no se trata de una contradicción, sino de una forma concreta de coexistencia. Una manera de nombrar distintas capas de pertenencia que conviven en una misma trayectoria vital. Ese tipo de identificación puede incomodar a ciertos sectores, tanto dentro de la sociedad judía como del mundo palestino. Para unos, expresa una falta de adhesión plena al Estado. Para otros, una distancia respecto del compromiso nacional palestino. Pero su existencia es innegable. Y lejos de ser marginal, podría entenderse como una experiencia extendida, que obliga a repensar qué se considera legítimo dentro de la ciudadanía. No hay una sola narrativa posible. Se puede ser árabe y ciudadano israelí sin que eso constituya una amenaza. Es, simplemente, parte de la realidad.
Y no debería ser difícil de comprender en un país donde la mayoría de la población proviene de trayectorias migrantes. La mezcla de lenguas, memorias e identidades no es algo ajeno. Es constitutivo. Por eso, más que sospechada, esta forma de vivir la identidad podría ser reconocida como parte del paisaje social compartido.

También en el plano del conflicto palestino-israelí se observan desplazamientos. El 47 por ciento de los consultados considera que la solución más realista es la de dos Estados sobre las fronteras de 1967. Solo un 14 por ciento respalda la fórmula de un Estado único entre el río y el mar. Un 21 por ciento afirma que, en las condiciones actuales, no ve posible ninguna solución*.
Desde una lectura democrática, estos datos no parecen expresar una polarización absoluta. Más bien muestran una búsqueda. La referencia a los dos Estados sigue presente. No como nostalgia, sino como horizonte práctico. Una vía que, aunque debilitada, aún conserva legitimidad.
La idea del Estado único empieza a tomar forma en sectores más jóvenes. Se expresa como una lógica de igualdad de derechos más allá de la división nacional. Éticamente puede pensarse como legítima. Aunque, en términos políticos, todavía resulta difícil de implementar. Su presencia, de todos modos, indica que el lenguaje político se está moviendo. Que los marcos del debate se están reconfigurando.
La cifra que más interpela es la de quienes no creen que exista una solución posible. No son escépticos ocasionales. Son personas que crecieron en un contexto de fracasos diplomáticos, expansión de asentamientos, violencia persistente y uso electoral del conflicto. Aunque formalmente estamos en el primer escalón del alto el fuego y dentro del marco del llamado “tratado de los veinte puntos” impulsado por la administración Trump, no hay señales claras de mejora. El cese de hostilidades puede funcionar como gesto inicial. Pero no alcanza para revertir el clima de desconfianza que se acumula desde hace años.
Las condiciones de fondo no han cambiado. No hay disposición visible a ceder en lo central. Tampoco hay una mediación internacional con capacidad real de generar acuerdos duraderos. El plan actual parece más pensado para el escenario externo que para quienes viven cotidianamente las consecuencias del conflicto. Se suma a eso un escenario interno marcado por el desgaste. Polarización política. Instituciones debilitadas. Ausencia de liderazgos consistentes. Incluso las medidas anunciadas llegan tarde, con ambigüedad o con reservas. Como si el alto el fuego fuera un acto sin relato compartido.
En ese contexto, me parece razonable que hablar de solución se vuelva cada vez más difícil. No por falta de ideas. Sino por falta de condiciones. Lo que predomina hoy no es una voluntad de reconstrucción, sino una tregua frágil sostenida más por agotamiento que por convicción.
El desafío, tal vez, sea volver a hacer pensable lo que hoy parece bloqueado. No como un gesto diplomático. Como una tarea política pendiente.
Desde una perspectiva democrática, comprometida con los derechos humanos, estos datos no habilitan ni el entusiasmo ingenuo ni el repliegue cínico. Siguen existiendo márgenes para sostener una propuesta que combine realismo con principios. Que no renuncie a la política. Que no renuncie a imaginar.
También en este plano, no se impone el maximalismo. Hay deseo de transformación, pero cruzado por el reconocimiento de los límites. Hay voluntad de futuro, pero no desconectada del presente doloroso.
En ese contexto aparece Mansour Abbas con una nueva y muy interpelante decisión. Esta semana anunció la desvinculación de su partido, Ra’am, del Movimiento Islámico y de la Shura, el órgano religioso consultivo tradicional del islam político. No es un paso menor. Implica costos personales y políticos. Señala una ruptura con estructuras que fueron centrales para su partido. Y sin embargo lo hace. Porque busca incidir. Porque entiende que no alcanza con estar. Hay que influir.
Este gesto le permite anticiparse a nuevas formas de deslegitimación que podrían llegar en el futuro próximo de la derecha bibista. Lo despega del relato que lo asocia con el islamismo radical y su apoyo al terrorismo. Marca una posición propia, clara y sin estridencia.
Abbas ya venía trabajando una agenda centrada en lo civil. Infraestructura. Seguridad. Derechos sociales. No se corre de su rol comunitario. Pero lo redefine en términos estatales. Para muchos, eso es lo que siempre se pidió de parte de la ciudadanía judía de los dirigentes políticos árabes. Pero cuando alguien cumple, tampoco parece suficiente.
Personalmente, no comparto del todo su intención de evitar cualquier referencia explícita al conflicto palestino-israelí para tranquilizar a la dirigencia política judía. Ese silencio puede leerse como una concesión excesiva. Aun así, es posible que a nivel táctico tenga razón. Puede ser una forma de abrir una puerta que hasta ahora estuvo cerrada.
Su negativa a respaldar la ley de exención del servicio militar que impulsa la coalición actual también deja un mensaje claro. Marca realmente un límite. Rechaza la lógica del intercambio constante como única forma de estar en la política. Señala que no todo es negociable. Que hay principios que, aun en contextos complejos, deben sostenerse.
Yo lo pienso como otra forma de apostar al diálogo, a la comunicación y al respeto por las diversidades. No como un gesto ingenuo ni como un símbolo vacío, sino como una decisión concreta sobre el tipo de democracia que le gustaría sostener. Su movimiento a pesar de lo que mantienen los representantes del gobierno no parece una táctica esporádica. Es una definición. Una forma de habitar la política israelí sin pedir permiso, sin disfrazar su lugar y sin ocultar su agenda.
Lo que vuelve significativo su rol es que reabre una pregunta que parecía clausurada. ¿Es posible construir otra forma de estar en el dominio público? El gesto no resuelve, pero habilita. Abre una posibilidad.
Después de más de dos años de guerra, de una reforma judicial que tensó al sistema y demostró debilidades, de ataques abiertos a la prensa y a los organismos de control en las próximas elecciones se van a enfrentar dos proyectos políticos opuestos.
De un lado, un Israel mesiánico, ultraderechista y religioso que concibe el poder como propiedad exclusiva. Del otro, un Israel que apuesta al diálogo, al respeto por las diferencias, a una democracia liberal viva y a la integración real de las minorías en las esferas del poder.
Esta vez no se trata solo de ganar una elección. Se trata de decidir si una quinta parte de la ciudadanía seguirá siendo invitada permanente sin acceso a la mesa o si será reconocida como socia plena en la construcción del futuro común.
Se trata en definitiva de decidir qué país queremos.
Va a ser difícil. El miedo pesa y el cansancio político después de estos dos años interminables se acumula. Aun así, quedarse inmóviles también es una decisión política. Apostar a compartir la democracia antes de que se vacíe es una forma de cuidarla. Porque una democracia que se resiste a ser compartida termina, tarde o temprano, por dejar de serlo.
* Referencia del estudio
Universidad de Tel Aviv, Centro Moshe Dayan, Programa Konrad Adenauer para la Cooperación Árabe-Judía.
Encuesta realizada entre el 13 y el 18 de noviembre de 2025 sobre una muestra representativa de 500 ciudadanos árabes de Israel. Margen de error ±4,4 %.