Colonialismo y el conflicto palestino-israelí: implicancias morales y políticas

Las teorías vinculadas al llamado “colonialismo de asentamiento” invierten siglos de historia de persecución antijudía en Europa (en palabras de Zeev Sternhell, que los judíos en general no fueron voluntariosos a Israel, sino que “Europa los vomitó”), así como una desinteresada generalización del heterogéneo movimiento sionista, dando como resultado que todos los israelíes sean presentados como colonos guerreristas. Según esta perspectiva, si el sionismo no sólo es ilegítimo sino un referente que imposibilita todo diálogo, la consecuencia lógica es que toda forma de violencia -incluyendo la del 7 de octubre, o el cautiverio ilegal al que están sometidas 100 personas en Gaza- sea válida como herramienta política. Esta glorificación de la violencia, y la negación a considerar caminos alternativos, no sólo es reprochable éticamente, sino que también ha tenido consecuencias desastrosas para la lucha de los palestinos por su propio Estado.
Por Kevin Ary Levin

En los últimos 14 meses, muchos vieron con asombro el movimiento de acampes estudiantiles en protesta por lo sucedido en Gaza a lo largo de la guerra iniciada el 7 de octubre con el brutal ataque de Hamas en el sur de Israel. Más que sorpresa por la reacción ante las espantosas imágenes que circulan de Gaza (frente a las cuales es lógica la solidaridad y el enojo), una característica novedosa de estas protestas era su forma de articulación de un discurso que ubicaba la culpa netamente del lado israelí, nutriéndose de teorías vinculadas al campo de los estudios del colonialismo de asentamiento o de poblamiento (settler colonialism). Estas teorías permitieron desplazar lentamente el discurso desde una preocupación humanitaria (ante el sufrimiento de la población en Gaza) a un programa político formulado con más o menos claridad de acuerdo a la necesidad (vinculada a una solución permanente al conflicto basada en la erradicación del Estado de Israel, a menudo aparejada por un planteo ambiguo o despreocupado sobre el futuro de los ciudadanos judíos que habitan en la “entidad sionista”).

Siendo estas teorías mucho menos conocidas en nuestras latitudes que en el mundo académico estadounidense, corresponde describir algunos de sus lineamientos generales y sus implicancias morales y políticas cuando se aplica este marco teórico al conflicto de larga data entre judíos e israelíes entre el Jordán y el Mediterráneo.

Como señala uno de los referentes de estas teorías, Lorenzo Veracini, el colonialismo de asentamiento es una forma de dominación por la cual se instala una estructura -típicamente apoyada por una autoridad imperial- que reemplaza a la población indígena local con un nuevo grupo que asume el control del territorio. Esta nueva sociedad colonial típicamente mantiene el control hasta una reforma significativa de esas estructuras, procesos de reconciliación nacional o la retirada de la población de colonos. Otro referente del área, Patrick Wolfe, nos indica que esta forma de colonialismo no es un acontecimiento, sino una estructura. En consecuencia, el colonialismo ocurre aún décadas o siglos después de la formación de Estados nación, y sus herederos (incluso sin conexión familiar con los beneficiarios económicos de esta forma de explotación) siguen siendo colonos. De forma justificada, este tipo de teorías han sido acusadas de marcar una división esencialista y tajante entre los indígenas y los colonos, que nunca podrán tener una relación legítima con el territorio, por más que hayan nacido ahí o sus familias lo hayan habitado desde hace tiempo. No es casualidad entonces -como señaló un artículo ya publicado en Nueva Sion– que estas teorías, asociadas a la izquierda, en más de una ocasión se abrazan con la retórica nativista de los movimientos de derecha: ambas plantean la imposibilidad de integración real de poblaciones sin una conexión caracterizada como “indígena” con el territorio.

Si la presencia de la población colona es ilegítima, de más está decir que las estructuras políticas que crean lo son. Pensando en estos términos el conflicto israelí-palestino, esto supone la legitimación de una narrativa nacional (la que describe el vínculo intrínseco entre los palestinos y el territorio) y la deslegitimación total de la narrativa sionista, presentada a veces como un brazo del colonialismo europeo, a veces como un proyecto de dominación propio apoyado por las potencias. Poco interesa al autor de estas líneas los contraargumentos basados en la negación de la identidad del otro. Sí resulta interesante destacar -como señaló recientemente el politólogo Alan Johnson en una carta pública dirigida a Peter Gabriel- que esta idea no sólo borra el vínculo de intimidad entre los judíos y la Tierra de Israel, sino que,  al presentar a los judíos como alguna forma de extensión del colonialismo europeo, se comete una brutal inversión de siglos de historia de persecución antijudía en Europa (en palabras de Zeev Sternhell, que los judíos en general no fueron voluntariosos a Israel, sino que “Europa los vomitó”), así como una desinteresada generalización del heterogéneo movimiento sionista, dando como resultado que todos los israelíes sean presentados como colonos guerreristas despreocupados por la humanización de los palestinos. Frente a esta visión simplista, Johnson plantea como alternativa el reconocimiento de la identidad y derechos nacionales de ambos colectivos humanos. De manera similar, Gershon Shafir y Yoav Peled nos advierten sobre los riesgos de encarar el conflicto desde un enfoque de “suma cero”, donde un lado está condenado a perder todo frente al ganador.

La consecuencia más preocupante de la aplicación de estas teorías no es la negación de una narrativa -que en todo caso puede imputarse a un debate teórico- sino a las consecuencias prácticas y políticas de esa negación: si el sionismo no sólo es ilegítimo sino un referente que imposibilita todo diálogo, la consecuencia lógica es que toda forma de violencia -incluyendo la del 7 de octubre, o el cautiverio ilegal al que están sometidas 100 personas hace más de 440 días desde esa fecha- sea válida como herramienta política. Como señalamos en mayo en este medio, “la violencia está justificada si rompe la relación colonial, porque el colono en su calidad de tal pierde el derecho a vivir, al menos en el territorio colonizado”. De ahí se desprende un fundamental borramiento de categorías: ya no hay civiles, dado que son todos militares en el pasado o en potencia; no hay ciudadanos, dado que son todos civiles; y no hay población protegida por el derecho internacional, dado que la violencia del colono siempre será superior a cualquier forma de resistencia legítima del oprimido. Tal vez nunca estuvo tan claro como cuando una académica tuiteó, frente al horror generalizado del 7 de octubre: “¿Qué pensaban que decíamos cuando hablábamos de descolonización?”. En una grotesca inversión del lenguaje, el boicot en términos generales de un colectivo grande de personas (los más de siete millones de israelíes) se presenta entonces como un acto natural y políticamente comprometido, mientras que lo contrario se presenta en términos ideológicos, bajo la figura de “normalización”. Nuevamente, a través de la aceptación de este tipo de lenguaje en marcos académicos (en una dinámica que, por cierto, tiene poco de horizontal, dada que es promovida por académicos en una clara relación asimétrica de poder) se hace lo posible para presentar la presencia israelí como una anomalía histórica desprovista de toda legitimidad.

Más allá de las legítimas preocupaciones humanitarias que sin duda motivaron a parte de los manifestantes, resulta innegable que existe una glorificación de la violencia que requirió, como paso previo, la deshumanización de los israelíes a partir de la divulgación y radicalización del paradigma de colonos e indígenas como principal explicación de la violencia y la opresión en el mundo. Esto es novedoso en nuestro continente, donde la izquierda -y el discurso académico- toma históricamente un carácter más clasista que nacional.

Esta glorificación de la violencia, y la negación a considerar caminos alternativos, no sólo es reprochable éticamente, sino que también ha tenido consecuencias desastrosas para la lucha de los palestinos por su propio Estado. Esto fue reconocido por el propio Edward Said, y es señalado hoy por voces palestinas como la de Rashid Khalidi que, sin haber nunca ocultado su crítica a Israel y al sionismo, advierten que los ataques a la población civil por parte de Hamas, o el secuestro de civiles en contradicción con el derecho internacional implica, ante buena parte de la opinión pública internacional, unir de forma inseparable el reclamo palestino por la autodeterminación con la violencia indiscriminada.

Como señala Adam Kirsch en su nuevo  -y muy recomendable- libro On Settler Colonialism: Ideology, Violence and Justice (Sobre el colonialismo de asentamiento: ideología, violencia y justicia), la ideología del colonialismo de asentamientos incluye una “añoranza de destrucción redentiva”, indicando la posibilidad (y el imperativo histórico) de deshacer las injusticias históricas, incluso cuando la “verdadera descolonización” a la que se apunta es políticamente imposible (¿a dónde van a ir los israelíes?). Incluso cuando la glorificación de la violencia impide caminos alternativos, como procesos de reconciliación nacional o partición territorial en base al reconocimiento mutuo de derechos. Concluye Kirsch su libro: “En el caso de los reclamos históricos planteadas por la ideología del colonialismo de asentamiento, esta ética significaría reconocer que el asentamiento europeo en América no debe deshacerse, sino que los pueblos nativos deben tener el poder de definir y proteger su forma de vida. La creación del Estado de Israel no debe deshacerse, pero los palestinos deben tener la seguridad y la dignidad de su propia patria. También significaría aceptar que, si bien la creación de los Estados Unidos e Israel fue una maldición para algunas personas, ha sido una bendición para muchas otras. Es un signo de ignorancia convertir a cualquier país en un símbolo del mal, pero en el caso de estos países en particular, también es un signo de malicia ideológica. Y los ideólogos que ‘predican la venganza y el asesinato desde una torre de marfil’, en palabras de Rodinson, deben ser reprendidos por su inhumanidad, no elogiados por su idealismo”.